sábado, 4 de febrero de 2023

Homilía de Viganò en la Fiesta de la Purificación de María Santísima

 

Lumen ad Revelationem


2 de febrero de 2023

Tu es qui restitues hæreditatem meam mihi.

Sal. 15, 5

Han visto mis ojos tu salvación, que preparaste a la faz de todos los pueblos. Con estas palabras, el anciano Simeón alaba al Señor por haberle concedido el privilegio de asistir al cumplimiento de las profecías y tener en sus brazos al Mesías Niño, al que habían llevado al Templo para ser circuncidado como prescribía la Ley antigua. El cántico más profundo y repetido todos los días en completas, porque la oración que reza la Iglesia al final de la jornada nos prepara para el fin de nuestro exilio terrenal con la mirada puesta en Nuestro Señor.

Hasta la reforma de 1962, la festividad que conmemoramos hoy estaba dedicada a la Purificación de la Santísima Virgen, y era por tanto una fiesta mariana de carácter penitencial, como se puede observar en el color morado de los paramentos. Como también era penitencial la naturaleza del rito de la Purificación que debían observar todas las madres judías cuarenta días después del parto (Lev.12,2). También la Santa Iglesia conserva en el Rituale romanum la bendición especial para las que acaban de dar a luz, ya en desuso, y que sería una costumbre piadosa restablecer en su sentido espiritual. Al igual que Nuestro Señor cumplió con el rito del Bautismo en el Jordán, tampoco tenía estrictamente sentido ni utilidad para María Santísima al ser Ella purísima y sin mancha de pecado original en virtud de su Inmaculada Concepción. Al someterse a la Ley entonces vigente, Nuestra Señora dio ejemplo de obediencia a los preceptos religiosos, para que no olvidemos que somos hijos de la ira que sólo merecemos la Gracia por los méritos infinitos que nos ganó el Salvador con su Pasión y Muerte en la Cruz.

La reforma de Roncalli –en la que participaron muchos de los mismos expertos que metieron mano a la Semana Santa con las reformas que se hicieron en tiempo de Pío XII, y más tarde a todo el corpus liturgicum con el rito montiniano– cambió la denominación de la festividad de la Purificación de la Virgen Santísima por la de Presentación de Nuestro Señor en el Templo. Se hizo para implantar la celebración en clave cristocéntrica, cosa lícita en sí y que por tanto fue acogida favorablemente por los párrocos. En realidad, lo que se proponían los autores de la reforma de 1962 era abrir la ventana de Overton del Concilio, cosa que se hizo con Ordo Hebdomadae Sanctae instauratus. El propósito inconfesable, y por tanto mantenido en el más riguroso secreto para no arriesgar futuras modificaciones, consistía en  debilitar el culto a la Virgen y los santos –como se puede ve claramente en la reordenación de las fiestas del Santoral– en clave filoprotestante. Se comprende, por tanto, que tras la apariencia de un cambio inocuo y doctrinalmente aceptable, no se tratara tanto de poner el acento en la centralidad de Nuestro Señor en el ciclo litúrgico, sino de utilizarlo como pretexto para excluir a la Madre de Dios, considerada un obstáculo para el diálogo ecuménico. Así, muy de a poco, los novadores consiguieron que se olvidase la doctrina de la mediación y corredención de María Santísima sin negarla explícitamente.

Los católicos saben de sobra que rendir culto de hiperdulía a la Virgen no menoscaba el culto de latría debido a la Majesta Divina; al contrario, favorece al Hijo por medio de su santísima Madre, en la que Él ha obrado maravillas: quia fecit mihi magna qui potens estPor su parte, los herejes se horrorizan con que sólo se nombre a Nuestra Señora, porque la humildad y obediencia de Ella suponen una afrenta intolerable para la soberbia y desobediencia de Satanás, padre de ellos. Y si el Señor, en su infinita sabiduría, quiso que fuese Virgen Inmaculada quien pisoteara la cabeza de la Serpiente antigua, ¿qué motivo tenemos nosotros para pretender, como hacen los protestantes, tratar directamente con el Señor ninguneando a la poderosa Mediadora que Él nos dio como Madre y Abogada cuando Ella estaba al pide de la Cruz? ¿Acaso no ofenderíamos al Señor si tratásemos con tan poca consideración y con desconfianza a quien es la Gloria de Jerusalén, la Gloria de Israel, la honra de nuestro pueblo? 

Dejemos estas observaciones y meditemos en los misterios de esta festividad, en la que la verdadera Religión triunfa sobre la superstición sustituyendo las antiguas paganas por el rito de la bendición de las velas. El papa San Gelasio quiso instituir esta fiesta porque a finales del siglo V había todavía en Roma gente entregada al culto de los ídolos que salían con antorchas por la ciudad. Cristo, Lux mundi, vuelve a tomar posesión del símbolo de la luz que los paganos habían usurpado. En este sentido, es significativo recordar la interpretación mística de San Anselmo, según la cual la cera, obra de las abejas, es la carne de Cristo; el pabilo que tiene dentro es su alma; y la llama que brilla en la parte superior es su divinidad. Carne, alma y divinidad:  la unión de estos elementos permitió a Nuestro Señor redimirnos como Jefe del género humano, expiando la culpa infinita de Adán con el valor infinito del Sacrificio de Cristo. El Sacrificio del Hombre-Dios ni más ni menos, ofrecido a la Majestad del Padre en reparación por el pecado original y por todas las culpas cometidas por los hombres hasta el final de los tiempos.

Porque han visto mis ojos tu salvación, que preparaste a la faz de todos los pueblos, dice Simeón. La salvación se extiende a todos, y a diferencia del pueblo que en tiempos fue el elegido, el pueblo cristiano no se caracteriza por la raza sino por la adopción. El Bautismo nos constituye en hijos de Dios, herederos suyos y coherederos con Cristo, como dice San Pablo (Rom.8,14-19), y como canta el Salmista: «Yahvé es la porción de mi herencia y de mi cáliz» (Sal. 15, 5). Por eso la salvación fue preparada en presencia de todos los pueblos. Por eso todos los pueblos están llamados a conocer, adorar y servir al Dios verdadero: Laudate Dominum omnes gentes (Sal. 116, 1), et adorabunt eum omnes reges terrae; omnes gentes servient ei (Sal. 71, 11).

Luz para revelarse a los gentiles,  para la gloria de Israel tu pueblo. La revelación para las gentes y el pueblo de Dios –que es la Santa Iglesia– están estrechamente ligadas: sin predicación no hay revelación, y sin revelación no hay gloria para la Jerusalén celeste, para el nuevo Israel. Y si la infidelidad de la Sinagoga al no reconocer la luz de Cristo acarrearon su caída y la dispersión de sus hijos, cuánto mayor será la deshonra para quienes viven bajo la Nueva y Eterna Alianza y han renacido en Cristo y resucitado en Él pero no predican la salvación que realizó Dios mediante la Pasión de su divino Hijo?

Cuando Nuestro Señor estuvo con los escribas en el Templo, explicándoles el sentido de las Escrituras y en particular haciéndoles ver cómo las profecías se cumplían en Él, la Sinagoga todavía era fiel a su Alianza con Dios. Pero cuando Jesús fue denunciado por el Sanedrín a Poncio Pilato acusado de blasfemia –porque se había proclamado Dios– para que lo condenara a muerte, los sumos sacerdotes habían renegado de la Fe cegados por el miedo a perder su prestigio con la venida del Mesías, al que los judíos consideraban un Salvador no sólo espiritual, sino también y sobre todo temporal y político. Su apostasía les hizo ocultar aquellas verdades contenidas en el Antiguo Testamento, que desacreditan su intento de adecuar la religión a las conveniencias del tiempo, el cual les había hecho acreedores de tantas y tan severas amonestaciones por parte de los profetas de Israel. El pueblo hebreo, mantenido en la ignorancia por las autoridades religiosas de su tiempo, estaba ciertamente desorientado y   escandalizado, dado que su sencilla fe les enseñaba que había llegado el tiempo del nacimiento del Mesías en la ciudad de Belén. Por esa razón, toda una casta sacerdotal, la tribu de Leví, fue dispersada tras la destrucción del Templo por orden del emperador Tito: a día de hoy los hijos de la Sinagoga siguen desperdigados por el mundo sin tener un lugar de culto y sin poder reconstruir la genealogía de los levitas para celebrar los sacrificios. ¡Tremendo destino el de un pueblo a causa de la traición de sus sacerdotes!

Y sin embargo, ante la evidencia de la severidad con que juzga el Señor a sus ministros, sobre todo cuando faltan a sus deberes sagrados y engañan a los fieles, parece que los clérigos de la Nueva Alianza se toman a la ligera sus deficiencias, sus infidelidades y su silencio ante quienes proclaman el error y niegan o callan la Verdad. Encontramos en ellos la misma hybris o soberbia, la misma pretensión necia de desafiar al Cielo, siempre retribuida con la némesis, fatal castigadora de los abusos de autoridad y del orgullo. Téngalo presente los tiranos de este mundo, investidos de cargos civiles o eclesiásticos, y todos los serviles aduladores que temen que se piense que van a contracorriente o que los califiquen de rígidos, integristas, excluyentes y divisores. Piénselo bien cuantos, sirviéndose fraudulantemente de su autoridad para un fin contrario al que la legitima, creyéndose los amos de sus súbditos: nil inultum remanebit.

Acerquémonos, pues, al Santo Sacrificio con el santo temor de Dios, purificándonos de los pecados con el recurso frecuente a la Confesión y rezando sentidamente el Acto de Contrición apenas cometamos la menor falta. Nuestra disposición espiritual a enmendarnos y hacernos menos indignos de los divinos misterios nos ayude a acoger con recogimiento y fervor el Santísimo Sacramento en la Comunión eucarística. Que la luz de Cristo ilumine nuestra mente en estos momentos de prueba e inflame nuestro corazón con el amor de Caridad para que nosotros seamos también luz que ilumine a las gentes. Sea nuestra vida testimonio cotidiano de verdaderos hijos de Dios para que podamos exclamar con el Salmista: el Señor es la porción de mi herencia y de mi cáliz.

Así sea.

+ Carlo Maria Viganò, arzobispo

2 de febrero de 2023

In Purificatione Beatæ Mariæ Virginis

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Fuente: Adelante la Fe