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martes, 24 de septiembre de 2024

El Infierno de San Anselmo

 


"Yacen en las tinieblas exteriores. Pues, acordaos, el fuego del infierno no emite ninguna luz. Así como, al mandato de Dios, el fuego del horno Babilónico perdió su calor, pero no perdió su luz, así, al mando de Dios, el fuego del infierno, mientras retiene la intensidad de su calor, arde eternamente en las tinieblas. Es una tempestad de tinieblas que nunca más se acaba, de negras llamas y de negra humareda de azufre ardiendo, por entre de las cuales, los cuerpos están amontonados unos sobre los otros sin una brizna de aire. De todas las plagas con que la tierra de los faraones fue flagelada, una plaga sola, la de la tiniebla, fue llamada como horrible. ¿Cuál es entonces el nombre que debemos dar a las tinieblas del infierno, que han de durar no sólo por tres días, sino por toda la eternidad?

"El horror de esta estrecha y negra prisión es aumentado por su tremendo hedor activo. Toda la inmundicia del mundo, todos los amasijos de escorias del mundo, los desperdicios y basuras del mundo, nos fue dicho, correrán para allá como para una vasta y humeante cloaca cuando la terrible conflagración del último día haya purgado el mundo. El azufre también, que arde allá en tan prodigiosa cantidad, llena todo el infierno con su intolerable hedor, y los cuerpos de los condenados, ellos mismos, exhalan una peste tan pestilente que, como dice San Buenaventura, sólo uno de ellos bastaría para infectar todo el mundo. El propio aire de este mundo, ese elemento puro, se torna fétido e irrespirable cuando queda encerrado largo tiempo. Considerad, entonces, cual debe ser la fetidez del aire del infierno. Imaginad un cadáver fétido y pútrido yaciendo descompuesto y podrido en la sepultura, una materia putrefacta de corrupción líquida. Imaginad tal cadáver preso de las llamas, devorado por el fuego del azufre ardiente y emitiendo densos y horrendos humos de nauseante descomposición repugnante. Y a continuación imaginad ese hedor malsano multiplicado un millón y más, otro millón de millones sobre millones de carcasas fétidas comprimidas juntas en la tiniebla humeante, una enorme hoguera de podredumbre humana. Imaginad todo eso y tendréis una cierta idea del horror del hedor del infierno.

"Pero tal hedor no es en absoluto, horrible pensamiento es éste, el mayor tormento físico al cual los condenados están sujetos. El tormento del fuego es el mayor tormento al cual el demonio tiene siempre sujetas a sus criaturas. Colocad vuestro dedo por un momento en la llama de una vela y sentiréis el dolor del fuego. Pero nuestro fuego terreno fue creado por Dios para beneficio del hombre, para mantener en él la centella de la vida y para ayudarlo en las artes útiles, por el contrario, el fuego del infierno es de otra cualidad y fue creado por Dios para torturar y castigar al pecador sin arrepentimiento. Nuestro fuego terrestre, por otra parte, se consume más o menos rápidamente, conforme el objeto que ataca fuere más o menos combustible, al punto de que la ingeniosidad humana siempre se ha entregado a inventar preparados químicos para garantizar o frustrar su acción. Pero la sulfurosa brea que arde en el infierno es una sustancia que fue especialmente designada para arder para siempre e ininterrumpidamente con indecible furia. Aparte de eso, nuestro fuego terrestre destruye al mismo tiempo que arde, de manera que cuanto más intenso fuere, más corta será su duración, sin embargo, el fuego del infierno tiene la propiedad de preservar aquello que quema, y, aunque arda con increíble ferocidad, arderá para siempre.

"Nuestro fuego terrestre, no importa que intensidad o tamaño pueda tener, es siempre de una extensión limitada; pero el lago de fuego del infierno es ilimitado, no tiene playas ni fondo. Está documentado que el propio demonio, al serle hecha la pregunta por un soldado, fue obligado a confesar que si una montaña entera fuese lanzada dentro del océano ardiente del infierno, sería quemada en un instante, como un pedazo de cera. Y ese terrible fuego no aflige a los condenados solamente por fuera, pues cada alma perdida se transforma en un infierno dentro de si misma. El fuego sin límites se enraízaeterni en su misma esencia. ¡Oh! ¡Cuán terrible es la suerte de estos desgraciados seres! La sangre hierve y rehierve en las venas, los cerebros quedan hirviendo en los cráneos, el corazón en el pecho llameante y ardiente; los intestinos, una masa roja y caliente de pulpa ardiente; los ojos, cosa tan tierna, llameando como bolas fundidas.

"Aún así, cuanto os hablé de la fuerza, de la calidad y la infinitud de ese fuego, es como si fuese nada cuando lo comparamos con su intensidad, una intensidad que es justamente tenida como el instrumento escogido por el Designio divino para castigo del alma así como del cuerpo igualmente. Se trata de un fuego que procede directamente de la ira de Dios, trabajando no sólo por su propia actividad, sino como un instrumento de venganza divina. Así como las aguas del bautismo limpian tanto el alma como el cuerpo, así el fuego del castigo tortura el espíritu junto con la carne. Todos los sentidos de la carne son torturados, y todas las facultades del alma otro tanto: los ojos con impenetrables tinieblas; la nariz con fetideces nauseantes; los oídos con gritos, chillidos y blasfemias; el paladar con materia sórdida, corrupción leprosa, jugos sofocantes e innombrables; el tacto con aguijones y chuzos en brasa y crueles lenguas de llamas. Es a través de varios tormentos de los sentidos que el alma inmortal es torturada eternamente, en su esencia misma, en el medio de leguas y leguas de ardientes fuegos prendidos en los abismo por la majestad ofendida de Dios Omnipotente y soplados en una perenne y siempre creciente furia por el soplo de la ira de la Divinidad.

"Considerad finalmente que el tormento de esa prisión infernal está acrecentado por la compañía de los propios condenados. Las malas compañías sobre la tierra son tan nocivas que las plantas, como que por instinto, se apartan de la compañía, sea la que fuere, que les es mortal o funesta. En el infierno, todas las leyes están cambiadas. Allá no hay ningún pensamiento de familia, de patria, de lazos, de relaciones. El condenado maldice y grita uno contra el otro, y su tortura y rabia se intensifica por la presencia de los seres torturados y enfurecidos como él.

"Todo sentido de humanidad es olvidado. Los lamentos de los pecadores sufrientes llenan los más olvidados rincones del vasto abismo. Las bocas de los condenados están llenas de blasfemias contra Dios, de odio por sus compañeros de suplicio y de maldiciones contra las almas que fueron sus compañeros en el pecado. Era costumbre, en los tiempos antiguos, castigar al parricida, al hombre que habia erguido su mano asesina contra el padre, arrastrándolo a las profundidades del mar en un saco dentro del cual también se colocaban un gallo, un burro y una serpiente. La intención de esos legisladores al inventar tal ley, la cual parece cruel en nuestros tiempos, era castigar al criminal con la compania de animales malignos y abominables. ¿Pero que es la furia de esas bestias estúpidas comparada con la furia de la execración que vomitan los labios abrasados y las gargantas inflamadas de los condenados en el infierno cuando contemplan en sus compañeros de miseria a aquellos mismos que los ayudaran e incitaran al pecado, aquellos cuyas palabras sembraran las primeras simientes del mal en el pensamiento y en la acción de sus espíritus, aquellos cuyas sugerencias insensatas los condujeran al pecado, aquellos cuyos ojos los tentaron y los desviaron del camino de la virtud? Se vuelven contra tales cómplices y los maldicen y odian. No tendrán nunca jamás socorro ni ayuda, ya es demasiado tarde para el arrepentimiento.

"Por último de todo, considerad el tremendo tormento de aquellas almas condenadas, las que tentaron y las que fueron tentadas, ahora juntas, y aún por encima, en la compañía de los demonios. Esos demonios afligirán a los condenados de dos maneras: con su presencia y con sus amonestaciones. No podemos tener una idea de cuan terribles son esos demonios. Santa Catalina de Siena una vez vio a un demonio y escribió que prefería caminar hasta el fin de su vida por un camino de carbones en brasa que tener que mirar de nuevo un único instante para tan horroroso monstruo. Tales demonios, que otrora fueron hermosos ángeles, se tornaron tan repelentes y feos como antes eran de hermosos. Escarnecen y se ríen de las almas pedidas que arrastraron a la ruina. Es con ellos que se hacen, en el infierno, las voces de la conciencia. ¿Por qué pecaste? ¿Por qué diste oído a las tentaciones de los amigos? ¿Por qué abandonaste tus prácticas piadosas y tus buenas acciones? ¿Por qué no evitaste las ocasiones de pecado? ¿Por qué no dejaste aquel mal compañero? ¿Por qué no desististe de aquel mal hábito, aquel hábito impuro? ¿Por qué no oíste los consejos de tu confesor? ¿Por que incluso después de iniciar la primera, o la segunda, o la tercera, o la cuarta, o la centésima vez, no te arrepentiste de tus malas obras y no volviste a Dios, que esperaba simplemente por tu arrepentimiento para absolverte de tus pecados? Ahora el tiempo del arrepentimiento se fue. ¡Tiempo existe, tiempo existió, pero tiempo ya no existirá más para ti! Tiempo hubo para pecar a escondidas, para satisfacerte en la pereza y en el orgullo, para ambicionar lo ilícito, para ceder a las instigaciones de tu baja naturaleza, para vivir como las bestias del campo, o aún peor de lo que las bestias del campo, porque ellas, por lo menos, no son sino brutos y no poseen una razón que las guíe, tiempo hubo, pero tiempo ya no habrá más. Dios te habló por intermedio de tantas voces... pero no quisiste oír. No quisiste aplastar ese orgullo y ese odio de tu corazón, no quisiste arrepentirte de aquellas acciones mal obradas, no quisiste obedecer los preceptos de la Santa Iglesia ni cumplir tus deberes religiosos, no quisiste abandonar aquellos pésimos compañeros, no quisiste evitar aquellas peligrosas tentaciones. Tal es el lenguaje de esos demoníacos atormentadores, palabras de sarcasmo y de reprobación, de odio y de aversión. ¡De aversión, sí! Pues incluso ellos, los mismos demonios, cuando pecaron, pecaron por medio de un pecado que era compatible con tan angélicas naturalezas: fue una rebelión del intelecto, y ellos, estos mismos demonios, tienen que apartarse asqueados y con enojo de tener que contemplar aquellos pecados innombrables con los cuales el hombre degradado ultraja y profana el templo del Espíritu Santo y se ultraja y desprecia a si mismo"

San Anselmo

viernes, 8 de marzo de 2024

Castigos de Dios - Beato Francisco Palau

 




San Juan Eudes: La mayor señal de la ira de Dios sobre un pueblo y el mas terrible castigo...



La mayor señal de la ira de Dios sobre un pueblo y el más terrible castigo que sobre él pueda descargar en este mundo, es permitir que, en castigo de sus crímenes, venga a caer en manos de pastores que más lo son de nombre que de hecho, que más ejercitan contra él la crueldad de lobos hambrientos que la caridad de solícitos pastores, y que, en lugar de alimentarle cuidadosamente, le desgarren y devoren con crueldad; que en lugar de llevarle a Dios, le vendan a Satanás; en lugar de encaminarle al cielo, le arrastren con ellos al infierno; y en lugar de ser la sal de la tierra y la luz del mundo, sean su veneno y sus tinieblas.


Porque nosotros, pastores y sacerdotes, dice San Gregorio el Grande, seremos condenados delante de Dios como "asesinos de todas las almas que van todos los días a la muerte eterna por nuestro silencio y nuestra negligencia". 

Nada hay, dice este mismo Santo, que tanto ultraje a Dios (y por consiguiente que más provoque su ira y atraiga más maldiciones sobre los pastores y sobre el rebaño, sobre los sacerdotes y sobre el pueblo) como los ejemplos de una vida depravada dados por quienes él ha establecido para la corrección de los demás; cuando pecamos, debiendo reprimir pecados, cuando no tenemos cuidado alguno de la salvación de las almas; cuando no nos cuidamos más que de satisfacer nuestras inclinaciones; cuando todas nuestras aficiones se terminan en las cosas de la tierra; cuando nos alimentamos con avidez de la vana estima de los hombres, haciendo servir a nuestra ambición un ministerio de bendición; cuando abandonamos los quehaceres de Dios para vacar a los del mundo; y cuando ocupando un lugar de santidad, nos ocupamos en acciones terrenas y profanas. Cuando Dios permite que esto suceda, es prueba muy cierta de que está encolerizado contra su pueblo, siendo éste el más espantoso rigor que puede ejercer sobre él en este mundo. Por esto, dice incesantemente a todos los cristianos: Convertíos a mí... y os daré pastores según mi corazón. En lo cual se deja ver bien claro que el desarreglo de la vida de los pastores es un castigo de los pecados del pueblo.


EL SACERDOTE
San Juan Eudes

jueves, 7 de marzo de 2024

El Castigo se acerca - P. José Domingo María Corbató

 


Y después de tanta relajación, de tanta impiedad, de tantas abominaciones como nos han descrito los artículos precedentes, ¿qué esperan los hombres?

«Los hombres,—dice el Señor en el Grito de Salud,—se han negado a recibir a un Dios bueno y misericordioso, y verán cómo descarga sobre ellos la cólera de un Dios justamente irritado; verán que no se insulta a Dios en vano, y reconocerán, aunque tarde, que soy Omnipotente».

Y a los niños de la Saleta dijo la Santísima Virgen:

«Si mi pueblo no quiere someterse, me veré obligada a dejar caer el brazo de mi Hijo; es tan pesado, que no puedo detenerlo por más tiempo». «En vano intentaréis libraros de la ira de Jesucristo, el cual ya no puede contener la espada de su justicia», anunció el Beato Bartolomé de Saluzzo; y el apocalíptico abate Silvestro Castiglione vio escritas estas palabras de la Escritura en el libro de sus visiones: «Raza de víboras, ¿quién os librará de la cólera del Omnipotente que está para estallar? He aquí que la segur está ya aplicada al tronco del árbol; si no os convertís pronto y de todo corazón a Jesucristo, El blandirá contra vosotros su espada y tenderá su terrible arco».

El ilustre Da Macello cita en I Futuri Destini la visión de un humilde profeta de Turín, contemporáneo suyo, verificada el 27 de Febrero de 1862. Del nombre del vidente sólo pone las iniciales G. R.; pero bien pesadas las razones y la visión en sí misma, parece tener ésta todas las notas de autenticidad: por auténtica la admitimos y de buen grado la copiaríamos toda, si no fuera tan larga; pondremos solamente el final, que es la entrega de una carta o aviso llevado por el vidente al Papa, de parte de Jesucristo, el cual dirigía a los hombres tremendas amenazas que se convertirían en hechos si no enmendaban sus costumbres y hacían penitencia.

Además, se mandaba al Sumo Pontífice «amonestar a las autoridades temporales que no permitiesen la libertad de imprenta y la difusión de los libros impíos e inmorales; que observasen e hiciesen observar los días festivos y no tolerasen las blasfemias, los desórdenes y escándalos públicos; que respetasen la Religión santísima, pues de no respetarla, pueblos y gobernantes incurrirían en la tremenda ira de Dios; que aquellos reinos y naciones a los cuales los castigos y amenazas no bastasen para hacerlos volver en sí, tendrían la misma suerte del pueblo judaico, esto es, serían abandonados por Dios a su ceguera y réprobo sentido, para ser primero aniquilados y después atormentados por toda la eternidad».

Muchas veces han dirigido desde entonces Pío IX y León XIII estas amonestaciones a los Gobiernos, pero los Gobiernos las han menospreciado; el castigo, pues, era necesario, y en efecto, empezó tiempo ha, dura, y seguirá siendo cada vez más terrible. Entre los pecados de moda que más excitan la cólera de Dios, descuellan la profanación de los días festivos, la impureza y la blasfemia. El vidente arriba citado lo indica; el abate Curricque trae también en Voix Prophetiques la visión de otro profeta cuyo nombre omite por las mismas razones que Da Macello, y el profeta dice de Francia como pudiera decir del resto del mundo:

«Dios me da a conocer que las desgracias que amenazan a Francia se cumplirán, sobre todo, a causa de la profanación del domingo. Hago un acto de conformidad con la voluntad de Dios, por lo que yo mismo habré de padecer». Pone el mismo Curricque una aparición profética, para dudar de la cual no tenemos razones, y de ella sacamos estas palabras aplicables a todos los pueblos:

«Francia está muy humillada, mas también es muy culpable. Ha dado una grave caída, de la que no se levantará más que volviendo a ser cristiana. La Francia es culpable especialmente por la violación del descanso dominical, por otro vicio horrible (la lujuria), que tan común ha llegado a ser en ella, y sobre todo por la blasfemia. ¡Oh! las blasfemias son horrendas en Francia y atraen la cólera de Dios. He ahí las tres cosas que Francia debe principalmente evitar.

«En confirmación de todo esto viene lo que dijo la Santísima Virgen en la Saleta: «Os he dado seis días para trabajar, me he reservado el séptimo, y no se me quiere conceder. He ahí lo que hace tan pesado el brazo de mi Hijo. Los carreteros no saben hablar si no mezclan el nombre de mi Hijo... Vendrá una grande hambre».

Complemento de esto es lo que la misma celestial Madre dijo a Margarita Bays, la estigmatizada de La Pierre:

«La perversidad del mundo es tan grande, que yo no puedo detener el brazo de mi Hijo, ultrajado sobre todo por la blasfemia, la profanación de los días santos, la impureza, el abandono o negligencia de la oración y el olvido de Dios. Por tantos crímenes y para ayudarme a contener el brazo de mi Hijo, padecerás tú un tormento muy particular».

No se dirigen estas amenazas a Francia solamente, sino a las naciones en general, pues todas están más o menos contagiadas de la espantosa relajación francesa. Por eso la simpática y notabilísima vidente María des Terreaux profetizó como sigue:

«En el momento en que Francia sea castigada de esta manera tan terrible, todo el universo lo será igualmente. No se me ha dicho cómo. Se me ha anunciado que habría un acontecimiento tan espantoso (la revolución europea, acompañada de hambre y peste), que los que no estuvieren prevenidos, creerán haber llegado al fin del mundo; pero repentinamente acabará la revolución por un gran milagro (prodigio solamente le llaman los demás profetas), que causará el asombro del universo. (Es la victoria del Gran Monarca). Los pocos malos que queden se convertirán. Las cosas que deban suceder serán una imagen del fin del mundo».

Convienen los profetas en que el poder de los demonios será grande en estos tiempos. Dios los desatará para castigo de los hombres. El Venerable Telesforo dice:

«Cristo mandará al Angel que suelte a Satanás para que siembre las discordias, las sediciones, las guerras, los cismas seduzca a los que obstinadamente rechazaron los avisos del cielo. Dios, por los pecados del Clero y del pueblo, permitirá un gran cisma, que será como mensajero de todos los males».

La Beata Sor Clara Isabel decía en 1800, poco antes de morir:

«Todos se regocijan porque creen pasada la época de los ayes (la del Terror); pero aún se verá otra mucho peor que la pasada... Os aseguro que falta mucho más de lo que creemos. ¿Pensáis que los ayes se acabaron? No se acabaron; lo que padecisteis es nada en comparación de lo que padeceréis. Orad por caridad, y orad mucho, para que el Señor tenga misericordia». Elena, la estigmatizada de Ceilán, «portento de la Omnipotencia y portento de la gracia», como la llama el canónigo zaragozano D. Pedro González de Villaumbrosia, sintetizó en dos palabras todo lo que precede:

El triunfo de la religión esta próximo, pero el castigo que precederá será espantoso».

Lo mismo viene a decir la profecía del Beato Amadeo:

«Antes que vengan los tiempos felices, serán purgados con azotes, según está establecido». 

Esa es la economía de la divina Providencia. Deus quos diligit corripit; y las sociedades tienen que pagar sus pecados en este mundo, no en el otro.

«Se acerca la gran visita y reforma del mundo», dijo San Francisco de Paula, hablando de un tiempo 400 años posterior a su gran profecía; y San Vicente Ferrer exclamó: «Llorad los que seáis testigos de estruendo tan grande, que ni fue ni será, ni se espera ver otro mayor, no siendo él del juicio».

O como predijo Juan de Vatiguerro:

«Habrá tan grandes y tan diversas desgracias, que desde el principio del mundo nunca habrá tenido lugar semejante turbación, y nunca males tan numerosos, tan terribles y tan dignos de admiración habrán afligido la tierra». 

Para definir mejor el tiempo en que esto ha de suceder, la misma predicción dice que vendrá después de los días que atravesamos, los cuales describe así, con la significativa concisión del lenguaje profético:

«En aquellos años estallarán sediciones y conspiraciones horribles; pero no todas aquellas sediciones y conspiraciones obtendrán lo que se propongan, porque algunas serán reservadas hasta otros tiempos».

Il Vaticinatore, de Da Macello, cita una profecía italiana moderna que completa de este modo el citado párrafo de Vatiguerro:

«Agitación, turbulencia, armas, sangre, apostasía... Los jefes de las naciones piensan inútilmente en salvarlas. Intervención extranjera, armas, sangre, ruinas, desórdenes, epidemias, calamidades, asesinatos, cisma, inmoralidad. Nueva dinastía, nuevo orden de cosas, algunos reinos extinguidos, otros mutilados, otros aumentados, otros con diferente forma

Según el Iltmo. Vandina, citado por Cornelio aLápide en sus comentarios al Apocalipsis, la Beata Margarita de Rávena predijo en éxtasis que la Iglesia debía padecer muchas persecuciones, y que Dios quería purgarla y renovarla con pestilencias, penurias, incendios, sublevaciones, guerras y otros males gravísimos, y que por tales medios quería restituirla a su primitivo esplendor. La profecía viene cumpliéndose desde que se hizo, siglo XVI, pero no habiéndonos restituido todavía al esplendor antiguo, debe consumarse en nuestros tiempos como todos los profetas anuncian. Sigamos oyéndoles. El Venerable Holzbauser, antes de describir el triunfo de la Iglesia y paz del mundo, profetiza los siguientes castigos, unos cumplidos ya y otros que van a cumplirse.

«El Señor aventará su trigo por medio de crueles guerras, sediciones., pestes, hambre y otros males horribles. La Iglesia latina será afligida por muchas herejías y malos cristianos: se suprimirán muchos obispados e innumerables monasterios dignidades muy ricas por los mismos príncipes católicos. Se sujetará la Iglesia á gabelas y exacciones, de modo que podrá decirse con Jeremías que «la primera de las naciones ha sido sujeta a tributo». Será blasfemada por los herejes, y los eclesiásticos serán vilipendiados por los malos cristianos, sin que se les tenga por éstos ninguna consideración ni respeto. Atravesará tiempos de aflicción, de matanza, de defección y de toda clase de calamidades, y serán muchas las víctimas de la guerra, de la peste y del hambre. Pelearán reinos contra reinos, y otros, divididos en sí mismos (como España), serán desolados. Se destruirán principados y monarquías; habrá mucho empobrecimiento y gran desolación en la tierra. Todo esto será permitido por justo juicio de Dios, a causa de haber llenado la medida de nuestros pecados en el tiempo de la benignidad, cuando nos esperó para hacer penitencia».


«El mundo,—profetizaba la Venerable Sor Natividad hace un siglo,—será afligido por guerras sangrientas; los pueblos se levantarán contra los pueblos; las naciones contra las naciones, tan pronto unidas como divididas para combatir en favor o en contra del mismo partido: los ejércitos se chocarán espontáneamente y llenarán la tierra de mortandad y carnicería. Estas guerras intestinas y extranjeras ocasionaran enormes sacrilegios, profanaciones, escándalos, males infinitos por las incursiones que se harán contra la Iglesia, usurpando sus derechos, con lo cual recibirá grandes aflicciones».

De estos tiempos hablaba también Jesús Nuestro Señor cuando decía a Santa Margarita de Cortona:

«Yo te declaro que esperan grandes castigos a los pecadores; padecerán guerras espantosas, hambre y pestes, antes que llegue el fin de los tiempos (frase profética muy usada, que las más veces quiere decir el fin de la impiedad). Los autores de los vicios de alma y cuerpo han llegado a ser tan numerosos, que es imposible dejarlos obrar impunemente por más tiempo. Los cristianos son ahora más sabios en el mal que lo fueron los judíos en mi Pasión. Yo exijo que los predicadores de mi palabra muevan al mundo y a ellos mismos a la conversión sin reserva, para que vivan en mí la verdadera vida».

«Habrá tantas y tan grandes subversiones,—dijo hace medio siglo Sor Rosa Colomba Asdente,—que se verá marchar pueblo contra pueblo para exterminarse uno a otro bajo el siniestro golpe de tambores (particularidad notable de nuestros días) y de armas mortíferas. La revolución debe extenderse a toda Europa, donde no habrá ya calma sino después que la flor blanca (Gran Monarca) haya subido al trono de Francia».

Después de haber subido al de España.

El Venerable P. Antonio Albesani, del Oratorio de San Felipe en Savigliano, añade un detalle, y es de la falsa paz que hemos gozado, en estos tiempos.

«Habrá paz, dice, pero no paz verdadera, sino paz interrumpida por turbulencias. Antes que llegue la paz verdadera habrá una guerra sin cuartel, extremadamente sangrienta, la cual se extenderá por toda Europa. Habrá también una hambre horrible».

«¡Ay tres veces de Francia! ¡Ay tres veces de Italia! ¡Ay tres veces de Alemania!—exclamaba Mariana Galtier.—EI ángel no envainará la espada sino después de haber castigado a todas las naciones».


Sor María de la Cruz, o sea Melania la pastora de la Saleta, que de labios de la Virgen había aprendido estas cosas, exclamaba:

«¡Pobre pueblo!... Tú no sabes que puedes ser pulverizado como el grano bajo la muela de las venganzas de Dios… Pero es inútil hablar a los hombres, la ceguedad ha llegado a su colmo; es menester que Dios les hable, y les hablará; pero ¡no pueden imaginarse cómo! La tierra necesita de un expurgo».

En vista de que todos estos castigos son necesarios y hemos de pasar por ellos, no podemos menos de exclamar con la profetisa riminense en otro capítulo citada:

«¡Oh Dios mío! ¡Cuán inundada de pecados está la tierra! Pero, Señor, tened piedad de los pecadores... ¡Oh cuánta necesidad tiene de ser purificada vuestra Iglesia! Enviad, Señor, enviad presto los azotes que habéis preparado, porque cuanto más tarden, veo que tanto serán más terribles».

(Luz Católica, núm. 26=28 Marzo 1901).


Apología del Gran Monarca 1 parte.
páginas de la 258 a la 265
P. José Domingo María Corbató
Biblioteca Españolista. Valencia-Año 1904

lunes, 4 de marzo de 2024

Santa Brígida: Palabras de Cristo a su esposa, con la preciosa imagen de una noble fortaleza, que simboliza a la Iglesia militante, y sobre cómo la Iglesia de Dios será ahora reconstruida...




Amorosas palabras de Cristo a su esposa, con la preciosa imagen de una noble fortaleza, que simboliza a la Iglesia militante, y sobre cómo la Iglesia de Dios será ahora reconstruida por las oraciones de la gloriosa Virgen y de los santos. 

Yo soy el Creador de todas las cosas. Soy el Rey de la gloria y el Señor de los ángeles. He construido para mí una noble fortaleza y he colocado en ella a mis elegidos. Mis enemigos han perforado sus fundamentos y han prevalecido sobre mis amigos, tanto que les han amarrado a estacas con cepos y la médula se les sale por los pies. Les apedrean los huesos y los matan de hambre y de sed. Encima, los enemigos persiguen a su Señor. Mis amigos están ahora gimiendo y suplicando ayuda; la justicia pide venganza, pero la misericordia invoca al perdón. 

Entonces, Dios dijo a la Corte Celestial allí presente: “¿Qué pensáis de estas personas que han asaltado mi fortaleza?” Ellos, a una voz, respondieron: “Señor, toda la justicia está en ti y en ti vemos todas las cosas. A ti se te ha dado todo juicio, Hijo de Dios, que existes sin principio ni fin, tú eres su Juez. Y Él dijo: “Pese a que todo lo sabéis y veis en mi, por el bien de mi esposa, decidme cuál es la sentencia justa”. Ellos dijeron: “Esto es justicia: Que aquellos que derrumbaron los muros sean castigados como ladrones; que aquellos que persisten en el mal, sean castigados como invasores, que los cautivos sean liberados y los hambrientos saturados”. 

Entonces María, la Madre de Dios, que al principio había permanecido en silencio, habló y dijo: “Mi Señor e Hijo querido, tú estuviste en mi vientre como verdadero Dios y hombre. Tú te dignaste a santificarme a mí, que era un vaso de arcilla. Te suplico, ¡ten misericordia de ellos una vez más!” El Señor contestó a su Madre: “¡Bendita sea la palabra de tu boca! Como un suave perfume, asciende hasta Dios. Tú eres la gloria y la Reina de los ángeles y de todos los santos, porque Dios fue consolado por ti y a todos los santos deleitas. Y porque tu voluntad ha sido la mía desde el comienzo de tu juventud, una vez más cumpliré tu deseo”. Entonces, él le dijo a la Corte Celestial: “Porque habéis luchado valientemente, por el bien de vuestra caridad, me apiadaré por ahora. 

Mirad, reedificaré mi muro por vuestros ruegos. Salvaré y sanaré a los que sean oprimidos por la fuerza y los honraré cien veces por el abuso que han sufrido. Si los que hacen violencia piden misericordia, tendrán paz y misericordia. Aquellos que la desprecien sentirán mi justicia”. Entonces, Él le dijo a su esposa: “Esposa mía, te he elegido y te he revestido de mi Espíritu. Tú escuchas mis palabras y las de los santos quienes, aunque ven todo en mí, han hablado por tu bien, para que puedas entender. Al fin y al cabo, tú, que aún estás en el cuerpo, no me puedes ver de la misma forma que ellos, que son mis espíritus. Ahora te mostraré lo que significan estas cosas. 

La fortaleza de la que he hablado es la Santa Iglesia, que yo he construido con mi propia sangre y la de los santos. Yo mismo la cimenté con mi caridad y después coloqué en ella a mis elegidos y amigos. Su fundamento es la fe, o sea, la creencia en que Yo soy un Juez justo y misericordioso. Este fundamento ha sido ahora socavado porque todos creen y predican que soy misericordioso, pero casi nadie cree que yo sea un Juez justo. Me consideran un juez inicuo. De hecho, un juez sería inicuo si, al margen de la misericordia, dejara a los inicuos sin castigo de forma que pudieran continuar oprimiendo a los justos. 

Yo, sin embargo, soy un Juez justo y misericordioso y no dejaré que el más mínimo pecado quede sin castigo ni que aún el mínimo bien quede sin recompensa. Por los huecos perforados en el muro, entran en la Santa Iglesia personas que pecan sin miedo, que niegan que Yo sea justo y atormentan a mis amigos como si los clavaran en estacas. A estos amigos míos no se les da gozo y consuelo. Por el contrario, son castigados e injuriados como si fueran demonios. Cuando dicen la verdad sobre mí, son silenciados y acusados de mentir. Ellos ansían con pasión oír o hablar la verdad, pero no hay nadie que les escuche ni que les diga la verdad. 

Además, Yo, Dios Creador, estoy siendo blasfemado. La gente dice: ‘No sabemos si existe Dios. Y si existe no nos importa’. Arrojan al suelo mi bandera y la pisotean diciendo: ‘¿Por qué sufrió? ¿En qué nos beneficia? Si cumple nuestros deseos estaremos satisfechos, ¡que mantenga Él su reino y su Cielo! Cuando quiero entrar en ellos, dicen: ‘¡Antes moriremos que doblegar nuestra voluntad!’ ¡Date cuenta, esposa mía, de la clase de gente que es! Yo los creé y los puedo destruir con una palabra. ¡Qué soberbios que son conmigo! Gracias a los ruegos de mi Madre y de todos los santos, permanezco misericordioso y tan paciente que estoy deseando enviarles palabras de mi boca y ofrecerles mi misericordia. Si la quieren aceptar, yo tendré compasión. 

De lo contrario, conocerán mi justicia y, como ladrones, serán públicamente avergonzados ante los ángeles y los hombres, y condenados por cada uno de ellos. Como los criminales son colgados en las horcas y devorados por los cuervos, así ellos serán devorados por los demonios, pero no consumidos. Igual que las personas atrapadas en cepos no pueden descansar, ellos padecerán dolor y amargura por todas partes. 

Un río de fuego entrará por sus bocas, pero sus estómagos no serán saciados y su sed y suplicio se reanudarán cada día. Pero mis amigos estarán a salvo, y serán consolados por las palabras que salen de mi boca. Ellos verán mi justicia junto a mi misericordia. Los revestiré con las armas de mi amor, que les harán tan fuertes que los adversarios de la fe se escurrirán ante ellos como el barro y, cuando vean mi justicia, quedarán en vergüenza perpetua por haber abusado de mi paciencia”.

Profecías y Revelaciones de Santa Brígida
Libro 1 - Capítulo 5

jueves, 15 de febrero de 2024

El Infierno de San Alfonso María de Ligorio

 


DE LAS PENAS DEL INFIERNO

E irán éstos al suplicio eterno.

Mt. 25, 46


PUNTO 1

Dos males comete el pecador cuando peca: deja a Dios, Sumo Bien, y se entrega a las criaturas. Porque dos males hizo mi pueblo: me dejaron a Mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí aljibes rotos, que no pueden contener las aguas (Jer. 2, 13). Y porque el pecador se dio a las criaturas, con ofensa de Dios, justamente será luego atormentado en el infierno por esas mismas criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de sentido. Mas como su culpa mayor, en la cual consiste la maldad del pecado, es el apartarse de Dios, la pena más grande que hay en el infierno es la pena de daño, el carecer de la vista de Dios y haberle perdido para siempre.

Consideremos primeramente la pena de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla esa cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios.

¿Qué es, pues, el infierno? El lugar de tormentos (Lucas 16, 28), como le llamó el rico Epulón, lugar de tormentos, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiere servido de medio para ofender a Dios será más gravemente atormentado (Sb. 11, 17; Ap. 18, 7). La vista padecerá el tormento de las tinieblas (Jb. 10, 21).

Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz que pasara cuarenta o cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues el infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de luz alguna (Salmo 48, 20).

El fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. “Voz del Señor, que corta llama de fuego” (Sal. 28, 7). Es decir, como lo explica San Basilio, que el Señor separará del fuego la luz, de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar. O como más brevemente dice San Alberto Magno: “Apartará del calor el resplandor”. Y el humo que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice San Judas (1, 3), cegará los ojos de los réprobos. No habrá allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos. Un pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios y del horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto.

El olfato padecerá su propio tormento. Sería insoportable que estuviésemos encerrados en estrecha habitación con un cadáver fétido. Pues el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí (Is. 34, 3).

Dice San Buenaventura que si el cuerpo de un condenado saliera del infierno, bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo... Y aún dice algún insensato: “Si voy al infierno, no iré solo...” ¡Infeliz!, cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos.

“Allí –dice Santo Tomás– la compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura”. Mucho más penarán, sin duda, por la fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, como ovejas en tiempo de invierno (Sal. 48, 15), como uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios (Ap. 19, 15).

Padecerán asimismo el tormento de la inmovilidad (Ex. 15, 16). Tal como caiga el condenado en el infierno, así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie mientras Dios sea Dios.

Será atormentado el oído con los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo que los demonios moverán (Jb. 15, 21). Huye a menudo de nosotros el sueño cuando oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o ladrido de algún perro... ¡Infelices réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos pavorosos de todos los condenados!...

La gula será castigada con el hambre devoradora... (Sal. 58, 15). Mas no habrá allí ni un pedazo de pan. Padecerá el condenado abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua nomás pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.


PUNTO 2

La pena de sentido que más atormenta a los réprobos es el fuego del infierno, tormento del tacto (Ecl. 7, 19). El Señor le mencionará especialmente en el día del juicio: Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno (Mateo 25, 41).

Aun en este mundo el suplicio del fuego es el más terrible de todos. Mas hay tal diferencia entre las llamas de la tierra y las del infierno, que, según dice San Agustín, en comparación de aquéllas, las nuestras son como pintadas; o como si fueran de hielo, añade San Vicente Ferrer. Y la razón de esto consiste en que el fuego terrenal fue creado para utilidad nuestra; pero el del infierno sólo para castigo fue formado. “Muy diferentes son –dice Tertuliano– el fuego que se utiliza para el uso del hombre y el que sirve para la justicia de Dios”. La indignación de Dios enciende esas llamas de venganza (Jer. 15, 14); y por esto Isaías (4, 4) llama espíritu de ardor al fuego del infierno.

El réprobo estará dentro de las llamas, rodeado de ellas por todas partes, como leño en el horno. Tendrá abismos de fuego bajo sus plantas, inmensas masas de fuego sobre su cabeza y alrededor de sí. Cuanto vea, toque o respire, fuego ha de respirar, tocar y ver. Sumergido estará en fuego como el pez en el agua. Y esas llamas no se hallarán sólo en derredor del réprobo, sino que penetrarán dentro de él, en sus mismas entrañas, para atormentarle.

El cuerpo será pura llama; arderá el corazón en el pecho, las vísceras en el vientre, el cerebro en la cabeza, en las venas la sangre, la médula en los huesos. Todo condenado se convertirá en un horno ardiente (Salmo 20, 10).

Hay personas que no sufren el ardor de un suelo calentado por los rayos del sol, o estar junto a un brasero encendido, en cerrado aposento, ni pueden resistir una chispa que les salte de la lumbre, y luego no temen aquel fuego que devora, como dice Isaías (33, 14). Así como una fiera devora a un tierno corderillo, así las llamas del infierno devorarán al condenado. Le devorarán sin darle muerte.

“Sigue, pues, insensato –dice San Pedro Damián hablando del voluptuoso–; sigue satisfaciendo tu carne, que un día llegará en que tus deshonestidades se convertirán en ardiente pez dentro de tus entrañas y harán más intensa y abrasadora la llama infernal en que has de arder”.

Y añade San Jerónimo que aquel fuego llevará consigo todos los dolores y males que en la tierra nos atribulan; hasta el tormento del hielo se padecerá allí (Jb. 24, 19). Y todo ello con tal intensidad, que, como dice San Juan Crisóstomo, los padecimientos de este mundo son pálida sombra en comparación de los del infierno.

Las potencias del alma recibirán también su adecuado castigo. Tormento de la memoria será el vivo recuerdo del tiempo que en vida tuvo el condenado para salvarse y lo gastó en perderse, y de las gracias que Dios le dio y fueron menospreciadas. El entendimiento padecerá considerando el gran bien que ha perdido perdiendo a Dios y el Cielo, y ponderando que esa pérdida es ya irremediable. La voluntad verá que se le niega todo cuanto desea (Sal. 140, 10).

El desventurado réprobo no tendrá nunca nada de lo que quiere, y siempre ha de tener lo que más aborrezca: males sin fin. Querrá librarse de los tormentos y disfrutar de paz. Mas siempre será atormentado, jamás hallará momento de reposo.


PUNTO 3

Todas las penas referidas nada son si se comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el llanto y las llamas no constituyen la esencia del infierno. El verdadero infierno es la pena de haber perdido a Dios.

Decía San Bruno: “Multiplíquense los tormentos, con tal que no se nos prive de Dios”. Y San Juan Crisóstomo: “Si dijeres mil infiernos de fuego, nada dirás comparable al dolor aquél”. Y San Agustín añade que si los réprobos gozasen de la vista de Dios, “no sentirían tormento alguno, y el mismo infierno se les convertiría en paraíso”.

Para comprender algo de esta pena, consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra preciosa que valga cien escudos, tendrá disgusto grande; pero si esa piedra valiese doscientos, sentiría la pérdida mucho más, y más todavía si valiera quinientos.

En suma: cuanto mayor es el valor de lo que se pierde, tanto más se acrecienta la pena que ocasiona el haberlo perdido... Y puesto que los réprobos pierden el bien infinito, que es Dios, sienten –como dice Santo Tomás– una pena en cierto modo infinita.

En este mundo solamente los justos temen esa pena, dice San Agustín. San Ignacio de Loyola decía: “Señor, todo lo sufriré, mas no la pena de estar privado de Vos”. Los pecadores no sienten temor ninguno por tan grande pérdida, porque se contentan con vivir largos años sin Dios, hundidos en tinieblas. Pero en la hora de la muerte conocerán el gran bien que han perdido.

El alma, al salir de este mundo –dice San Antonino–, conoce que fue creada por Dios, e irresistiblemente vuela a unirse y abrazarse con el Sumo Bien; mas si está en pecado, Dios la rechaza.

Si un lebrel sujeto y amarrado ve cerca de sí exquisita caza, se esfuerza por romper la cadena que le retiene y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al separarse del cuerpo, se siente naturalmente atraída hacia Dios. Pero el pecado la aparta y arroja lejos de Él (Is. 1, 2).

Todo el infierno, pues, se cifra y resume en aquellas primeras palabras de la sentencia: Apartaos de Mí, malditos (Mt. 25, 41). Apartaos, dirá el Señor; no quiero que veáis mi rostro. “Ni aun imaginando mil infiernos podrá nadie concebir lo que es la pena de ser aborrecido de Cristo”.

Cuando David impuso a Absalón el castigo de que jamás compareciese ante él, sintió Absalón dolor tan profundo, que exclamó: Decid a mi padre que, o me permita ver su rostro, o me dé la muerte (2 Rg. 14, 32).

Felipe II, viendo que un noble de su corte estaba en el templo con gran irreverencia, le dijo severamente: “No volváis a presentaros ante mí”; y tal fue la confusión y dolor de aquel hombre, que al llegar a su casa murió... ¿Qué será cuando Dios despida al réprobo para siempre?... “Esconderé de él mi rostro, y hallarán todos los males y aflicciones” (Dt. 31, 17). No sois ya míos, ni Yo vuestro, dirá Cristo (Os. 1, 9) a los condenados en el día del juicio.

Aflige dolor inmenso a un hijo o a una esposa cuando piensan que nunca volverán a ver a su padre o esposo, que acaban de morir... Pues si al oír los lamentos del alma de un réprobo le preguntásemos la causa de tanto dolor, ¿qué sentiría ella cuando nos dijese: “Lloro porque he perdido a Dios, y ya no le veré jamás”? ¡Y si, a lo sumo, pudiese el desdichado amar a Dios en el infierno y conformarse con la divina voluntad! Mas no; si eso pudiese hacer, el infierno ya no sería infierno. Ni podrá resignarse ni le será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole eternamente, y ése ha de ser su mayor tormento: conocer que Dios es el Sumo Bien, digno de infinito amor, y verse forzado a aborrecerle siempre. “Soy aquel malvado desposeído del amor de Dios”, así respondió un demonio interrogado por Santa Catalina de Génova.

El réprobo odiará y maldecirá a Dios, y maldiciéndole maldecirá los beneficios que de Él recibió: la creación, la redención, los sacramentos, singularmente los del bautismo y penitencia, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a todos los ángeles y Santos, y con odio implacable a su ángel custodio, a sus santos protectores y a la Virgen Santísima. Maldecidas serán por él las tres divinas Personas, especialmente la del Hijo de Dios, que murió por salvarnos, y las llagas, trabajos, Sangre, Pasión y muerte de Cristo Jesús.


DE LA ETERNIDAD DEL INFIERNO

E irán éstos al suplicio eterno.
MT. 25, 46


PUNTO 1

Si el infierno tuviese fin no sería infierno. La pena que dura poco, no es gran pena. Si a un enfermo se le saja un tumor o se le quema una llaga, no dejará de sentir vivísimo dolor; pero como este dolor se acaba en breve, no se le puede tener por tormento muy grave. Mas sería grandísima tribulación que al cortar o quemar continuara sin treguas semanas o meses. Cuando el dolor dura mucho, aunque sea muy leve, se hace insoportable. Y no ya los dolores, sino aun los placeres y diversiones duraderos en demasía, una comedia, un concierto continuado sin interrupción por muchas horas, nos ocasionarían insufrible tedio. ¿Y si durasen un mes, un año?

¿Qué sucederá, pues, en el infierno, donde no es música ni comedia lo que siempre se oye, ni leve dolor lo que se padece, ni ligera herida o breve quemadura de candente hierro lo que atormenta, sino el conjunto de todos los males, de todos los dolores, no en tiempo limitado, sino por toda la eternidad? (Ap. 20, 10).

Esta duración eterna es de fe, no una mera opinión, sino verdad revelada por Dios en muchos lugares de la Escritura. “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno (Mt. 25, 41). E irán éstos al suplicio eterno (Mt. 25, 46). Pagarán la pena de eterna perdición (2 Tes. 19). Todos serán con fuego asolados (Mc. 9, 48)”. Así como la sal conserva los manjares, el fuego del infierno atormenta a los condenados y al mismo tiempo sirve como de sal, conservándoles la vida. “Allí el fuego consume de tal modo –dice San Bernardo (Med., c. 3)–, que conserva siempre”.

¡Insensato sería el que, por disfrutar un rato de recreo, quisiera condenarse a estar luego veinte o treinta años encerrado en una fosa! Si el infierno durase, no ya cien años, sino dos o tres nomás, todavía fuera locura incomprensible que por un instante de placer nos condenásemos a esos dos o tres años de tormento gravísimo. Pero no se trata de treinta, ni de ciento, ni de mil, ni de cien mil años; se trata de padecer para siempre terribles penas, dolores sin fin, males espantosos, sin alivio alguno.

Con razón, pues, aun los Santos gemían y temblaban mientras subsistía con la vida temporal el peligro de condenarse. El bienaventurado Isaías ayunaba y hacía penitencia en el desierto, y se lamentaba, exclamando: “¡Ah infeliz de mí, que aún no estoy libre de las llamas infernales!”.


PUNTO 2

El que entra en el infierno jamás saldrá de allí. Por este pensamiento temblaba el rey David cuando decía (Sal. 68, 16): Ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca. Apenas se hunda el réprobo en aquel pozo de tormentos, se cerrará la entrada y no se abrirá nunca.

Puerta para entrar hay en el infierno, mas no para salir, dice Eusebio Emiseno; y explicando las palabras del Salmista, escribe: “No cierra su boca el pozo, porque se cerrará en lo alto y se abrirá en lo profundo cuando recibe a los réprobos”.
Mientras vive, el pecador puede conservar alguna esperanza de remedio; pero si la muerte le sorprende en pecado, acabará para él toda esperanza (Pr. 11, 7). ¡Y si, a lo menos, pudiesen los condenados forjarse alguna engañosa ilusión que aliviara su desesperación horrenda!...

El pobre enfermo, llagado e impedido, postrado en el lecho y desahuciado de los médicos, tal vez se ilusiona y consuela pensando que ha de llegar algún doctor o nuevo remedio que le cure. El infeliz criminal condenado a perpetua cadena busca también alivio a su pesar en la remota esperanza de huir y libertarse. ¡Si lograse siquiera el condenado engañarse así, pensando que algún día podría salir de su prisión!... Mas no; en el infierno no hay esperanza, ni cierta ni engañosa; no hay allí un ¿quién sabe? consolador.

El desventurado verá siempre ante sí escrita su sentencia, que le obliga a estar perpetuamente lamentándose en aquella cárcel de dolores. Unos para la vida eterna y otros para oprobio, para que lo vean siempre (Dn. 12, 2).
El réprobo no sólo padece lo que ha de padecer en cada instante, sino en todo momento, la pena de la eternidad. “Lo que ahora padezco –dirá– he de padecerlo siempre”. “Sostienen –dice Tertuliano– el peso de la eternidad”.

Roguemos, pues, al Señor, como rogaba San Agustín: “Quema y corta y no perdones aquí, para que perdones en la eternidad”. Los castigos de esta vida, transitorios son: “Tus saetas pasan. La voz del trueno va en rueda por el aire” (Sal. 76, 19). Pero los castigos de la otra vida no acaban jamás.

Temámoslos, pues. Temamos la voz de trueno con que el supremo Juez pronunciará en el día del juicio su sentencia contra los réprobos: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno”. Dice la Escritura en rueda, porque esa curva es símbolo de la eternidad, que no tiene fin. Grande es el castigo del infierno, pero lo más terrible de él es ser irrevocable.

Mas ¿dónde?, dirá el incrédulo; ¿dónde está la justicia de Dios, al castigar con pena eterna un pecado que dura un instante?... ¿Y cómo, responderemos; cómo se atreve el pecador, por el placer de un instante, a ofender a un Dios de Majestad infinita? Aun en el juicio humano, dice Santo Tomás, la pena se mide, no por la duración, sino por la calidad del delito. “No porque el homicidio de cometa en un momento ha de castigarse con pena momentánea” (1-2, q. 87, a. 4).

Para el pecado mortal, un infierno es poco. A la ofensa de la Majestad infinita debe corresponder el infinito castigo, dice San Bernardino de Siena. Y como la criatura, escribe el Angélico Doctor, no es capaz de recibir pena infinita, justamente hace Dios que esa pena sea infinita en duración.

Además, la pena debe ser necesariamente eterna, porque el réprobo no podrá jamás satisfacer por su culpa. En este mundo puede satisfacer el pecador penitente, en cuanto se le aplican los méritos de Jesucristo; pero el condenado no participa de esos méritos, y, por tanto, no pudiendo nunca satisfacer a Dios, siendo eterno el pecado, eterno también ha de ser el castigo (Sal. 48, 8-9).

“Allí, la culpa –dice el Belluacense– podrá ser castigada; pero expiada, jamás”; porque, como dice San Agustín, “allí, el pecador no podrá arrepentirse”, y por eso el Señor estará siempre airado contra él (Mal. 1, 4). Y aun dado el caso que Dios quisiera perdonar al réprobo, éste no querría el perdón, porque su voluntad, obstinada y rebelde, está confirmada en odio contra Dios.

Dice Inocencio III: “Los condenados no se humillarán; antes bien, la malignidad del odio crecerá en ellos”. Y San Jerónimo afirma que “en los réprobos el deseo de pecar es insaciable”. La herida de tales desventurados no tiene curación; ellos mismos se niegan a sanar (Jer. 15, 18).


PUNTO 3

En la vida del infierno, la muerte es lo que más se desea. Buscarán los hombres la muerte, y no la hallarán. Desearán morir, y la muerte huirá de ellos (Ap. 9, 6). Por lo cual exclama San Jerónimo: “¡Oh muerte, cuán grata serías a los mismos para quienes fuiste tan amarga!”.

Dice David (Sal. 48, 15) que la muerte se apacentará con los réprobos. Y lo explica San Bernardo, añadiendo que, así como al pacer los rebaños comen las hojas de la hierba y dejan la raíz, así la muerte devora a los condenados: los mata en cada instante y, a la vez, les conserva la vida para seguir atormentándolos con eterno castigo.

De suerte, dice San Gregorio, que el réprobo muere continuamente, sin morir jamás. Cuando a un hombre le mata el dolor, le compadecen las gentes. Mas el condenado no tendrá quién le compadezca. Estará siempre muriendo de angustia, y nadie le compadecerá...

El emperador Zenón, sepultado vivo en una fosa, gritaba y pedía, por piedad, que le sacaran de allí, mas no le oyó nadie, y le hallaron después muerto en ella. Y las mordeduras que en los brazos él mismo, sin duda se había hecho, patentizaron la horrible desesperación que habría sentido...

Pues los condenados, exclama San Cirilo de Alejandría, gritan en la cárcel del infierno, pero nadie acude a librarlos, ni nadie los compadece nunca.

¿Y cuánto durará tanta desdicha?... Siempre, siempre. Refiéranse en los Ejercicios Espirituales, del Padre Séñeri, publicados por Muratori, que en Roma se interrogó a un demonio (que estaba en el cuerpo de un poseso), y le preguntaron cuánto tiempo debía estar en el infierno..., y respondió, dando señales de rabiosa desesperación: ¡Siempre, siempre!...

Fue tal el terror de los circunstantes, que muchos jóvenes del Seminario Romano, allí presentes, hicieron confesión general, y sinceramente mudaron de vida, convertidos por aquel breve sermón de dos palabras solas...

¡Infeliz Judas!... ¡Más de mil novecientos años han pasado desde que está en el infierno, y, sin embargo, diríase que ahora acaba de empezar su castigo!... ¡Desdichado Caín!... ¡Cerca de seis mil años lleva en el suplicio infernal, y puede decirse que aún se halla en el principio de su pena!

Un demonio a quien fue preguntado cuánto tiempo hacía que estaba en el infierno, respondió: Desde ayer. Y como se le replicó que no podía ser así, porque habían transcurrido ya más de cinco mil años desde su condenación, exclamó: “Si supierais lo que es eternidad, comprenderíais que, en comparación de ella, cincuenta siglos no son ni un instante”.

Si algún ángel dijese a un réprobo: “Saldrás del infierno cuando hayan pasado tantos siglos como gotas hay en las aguas de la tierra, hojas en los árboles y arena en el mar”, el réprobo se regocijaría tanto como un mendigo que recibiese la nueva de que iba a ser rey. Porque pasarán todos esos millones de siglos, y otros innumerables después, y con todo, el tiempo de duración del infierno estará comenzando...

Los réprobos desearían recabar de Dios que les acrecentaran en extremo la intensidad de sus penas, y que las dilatase cuanto quisiera, con tal que les pusiese fin, por remoto que fuese. Pero ese término y límite no existen ni existirán. La voz de la divina justicia sólo repite en el infierno las palabras siempre, jamás.

Por burla preguntarán a los réprobos los demonios: “¿Va muy avanzada la noche? (Is. 21, 11). ¿Cuándo amanecerá? ¿Cuándo acabarán esas voces, esos llantos y el hedor, los tormentos y las llamas?...” Y los infelices responderán: ¡Nunca, jamás!... Pues ¿cuánto ha de durar?... ¡Siempre, siempre!...

¡Ah Señor! Ilumina a tantos ciegos que cuando se les insta para que no se condenen, responden: “Dejadnos. Si vamos al infierno, ¿qué le hemos de hacer? ¡Paciencia!...”

¡Oh Dios mío!, no tienen paciencia para soportar a veces las molestias del calor o del frío, ni sufrir un leve golpe, ¿y la tendrán después para padecer las llamas de un mar de fuego, los tormentos diabólicos, el abandono absoluto de Dios y de todos, por toda la eternidad?


REMORDIMIENTOS DEL CONDENADO

El gusano de aquéllos no muere.
Mc. 9, 47.


PUNTO 1

Este gusano que no muere nunca significa, según Santo Tomás, el remordimiento de conciencia de los réprobos, que eternamente ha de atormentarlos en el infierno. Muchos serán los remordimientos con que la conciencia roerá el corazón de los condenados. Pero tres de ellos llevarán consigo más vehemente dolor: el considerar la nada de las cosas por que el réprobo se ha condenado, lo poco que tenía que hacer para salvarse y el gran bien que ha perdido.

Cuando Esaú hubo tomado aquel plato de lentejas por el cual vendió su derecho de primogenitura, se apenó tanto por haber consentido en tal pérdida, que, como dice la Escritura (Gn. 27, 34), se lamentó con grandes alaridos...

¡Oh, con qué gemidos y clamores se quejarán los réprobos al ponderar que por breves, momentáneos y envenenados placeres han perdido un reino eterno de felicidad y se ven por siempre condenados a continua e interminable muerte! Más amargamente llorarán que Jonatás, sentenciado a morir por orden de su padre, Saúl, sin otro delito que el haber probado un poco de miel (1 S. 14, 43).

¡Cuán honda pena traerá al condenado el recuerdo de la causa que le acarreó tanto mal!... Sueño de un instante nos parece nuestra vida pasada. ¿Qué le parecerán al réprobo los cincuenta o sesenta años de su vida terrena cuando se halle en la eternidad y pasen cien o mil millones de años, y vea que entonces aquella su eterna vida terrena está comenzando? Y, además, los cincuenta años de la vida en la tierra, ¿son acaso cincuenta años de placer?...

El pecador que vive sin Dios, ¿goza siempre en su pecado? Un momento dura el placer culpable; lo demás, para quien existe apartado de Dios, es tiempo de penas y aflicciones... ¿Qué le parecerán, pues, al réprobo infeliz esos breves momentos de deleite? ¿Qué le parecerá, sobre todo, el último pecado por el cual se condenó?... “¡Por un vil placer, que duró un instante, y que como el humo se disipó –exclamará–, he de arder en estas llamas, desesperado y abandonado, mientras Dios sea Dios, por toda la eternidad!”.


PUNTO 2

Dice Santo Tomás que ha de ser singular tormento de los condenados el considerar que se han perdido por verdaderas naderías, y que pudieran, si hubiesen querido, alcanzar fácilmente el premio de la gloria. El segundo remordimiento de su conciencia consistirá, pues, en pensar lo poco que debían haber hecho para salvarse.

Se apareció un condenado a San Humberto, y le reveló que su aflicción mayor en el infierno era el conocimiento del vil motivo que le había ocasionado la condenación, y de la facilidad con que hubiera podido evitarla.

Dirá, pues, el réprobo: “Si me hubiese mortificado en no mirar aquel objeto, en vencer ese respeto humano, en huir de tal ocasión, trato o amistad, no me hubiese condenado... Si me hubiese confesado todas las semanas, y frecuentado las piadosas Congregaciones, y leído cada día en aquel libro espiritual, y me hubiera encomendado a Jesús y a María, no habría recaído en mis culpas... Propuse muchas veces hacer todo eso, mas no perseveré. Comenzaba a practicarlo, y lo dejaba luego. Por eso me perdí”.

Aumentará la pena causada por tal remordimiento el recordar los ejemplos de muchos buenos compañeros y amigos del condenado, los dones que Dios le concedió para que se salvara; unos, de naturaleza, como buena salud, hacienda y talento, que bien empleados, como Dios quería, hubieran servido para procurar la santificación; otros, dones de gracia, luces, inspiraciones, llamamientos, largos años para remediar el mal que hizo.

Pero el réprobo verá que en el estado en que se halla no cabe ya remedio. Y oirá la voz del ángel del Señor que exclama y jura: Por el que vive en los siglos de los siglos, que no habrá ya más tiempo... (Ap. 10, 5-6).

Como agudas espadas serán para el corazón del condenado los recuerdos de todas esas gracias que recibió cuando vea que no es posible ya reparar la ruina perdurable. Exclamará con sus otros desesperados compañeros: Pasó la siega, acabó el estío, y nosotros no hemos sido libertados (Jer. 8, 20). ¡Oh si el trabajo y tiempo que empleé en condenarme los hubiese invertido en servicio de Dios, hubiera sido un santo!... ¿Y ahora qué hallo, sino remordimientos y penas sin fin?”

Sin duda el pensar que podría ser eternamente dichoso, y que será siempre desgraciado, atormentará más al réprobo que todos los demás castigos infernales.


PUNTO 3

Considerar el alto bien que han perdido, será el tercer remordimiento de los condenados, cuya pena, como dice San Juan Crisóstomo, será más grave por la privación de la gloria que por los mismos dolores del infierno.

“Deme Dios cuarenta años de reinado, y renuncio gustosa al paraíso”, decía la infeliz princesa Isabel de Inglaterra... Obtuvo los cuarenta años de reinado. Mas, ahora, su alma en la otra vida, ¿qué dirá? Seguramente no pensará lo mismo. ¡Cuán afligida y desesperada se hallará viendo que, por reinar cuarenta años entre angustias y temores, disfrutando un trono temporal, perdió para siempre el reino de los Cielos!

Mayor aflicción todavía ha de tener el réprobo al conocer que perdió la gloria y el Sumo Bien, que es Dios, no por azares de mala fortuna ni por malevolencia de otros, sino por su propia culpa. Verá que fue creado para el Cielo, y que Dios le permitió elegir libremente entre la vida y la muerte eternas. Verá que en su mano tuvo el ser para siempre dichoso, y que, a pesar de ello, quiso hundirse por sí propio en aquel abismo de males, de donde nunca podrá salir, y del cual nadie le librará.

Verá cómo se salvaron muchos de sus compañeros, que, aunque se hallaron entre idénticos o mayores peligros de pecar, supieron vencerlos encomendándose a Dios, o si cayeron, no tardaron en levantarse y se consagraron nuevamente al servicio del Señor. Mas él no quiso imitarlos, y fue desastrosamente a caer en el infierno, mar de dolores donde no existe la esperanza.

¡Oh hermano mío! Si hasta aquí has sido tan insensato que por no renunciar a un mísero deleite preferiste perder el reino de los Cielos, procura a tiempo remediar el daño. No permanezcas en tu locura, y teme ir a llorarla en el infierno.

Quizá estas consideraciones que lees son los postreros llamamientos de Dios. Tal vez, si no mudas de vida y cometes otro pecado mortal, te abandonará el Señor y te enviará a padecer eternamente entre aquellas muchedumbres de insensatos que ahora reconocen su error (Sb. 5, 6), aunque le confiesan desesperados, porque no ignoran que es irremediable.

Cuando el enemigo te induzca a pecar, piensa en el infierno y acude a Dios y a la Virgen Santísima. La idea del infierno podrá librarte del infierno mismo. Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás (Ecl. 7, 40), porque ese pensamiento te hará recurrir a Dios.


AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Soberano Bien! ¡Cuántas veces os perdí por nada, y cuántas merecía perderos para siempre! Pero me reaniman y consuelan aquellas palabras del profeta (Sal. 104, 3): Alégrese el corazón de los que buscan al Señor. No debo, pues, desconfiar de recuperar vuestra gracia y amistad, si de veras os busco.

Sí, Señor mío; ahora suspiro por vuestra gracia más que por ningún otro bien. Prefiero verme privado de todo, hasta de la vida, antes que perder vuestro amor. Os amo, Creador mío, sobre todas las cosas; y porque os amo, me pesa de haberos ofendido...

¡Oh Dios mío!, a quien menosprecié y perdí, perdonadme y haced que os halle, porque no quiero perderos más. Admitidme de nuevo en vuestra amistad y lo abandonaré todo para amar únicamente a Vos. Así lo espero de vuestra misericordia...

Eterno Padre, oídme: por amor de Jesucristo, perdonadme y concededme la gracia de que nunca me aparte de Vos, que si de nuevo y voluntariamente os ofendiese, con harta causa temería que me abandonaseis...

¡Oh María, esperanza de pecadores, reconciliadme con Dios y amparadme bajo vuestro manto, a fin de que jamás me separe de mi Redentor!


PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso María de Ligorio