domingo, 31 de marzo de 2024

La Resurrección de Cristo Nuestro Salvador y la aparición que hizo a su Santísima Madre - Venerable Madre Agreda




La Resurrección de Cristo Nuestro Salvador y la aparición que hizo a 
su Madre Santísima con los Santos Padre del Limbo.

1466. Estuvo el alma santísima de Cristo nuestro Salvador en el limbo desde las tres y media del viernes a la tarde hasta después de las tres de la mañana del domingo siguiente. A esta hora volvió al sepulcro, acompañado como príncipe victorioso de los mismos Ángeles que llevó y de los Santos que rescató de aquellas cárceles inferiores como despojos de su victoria y prendas de su glorioso triunfo, dejando postrados y castigados sus rebeldes enemigos. En el sepulcro estaban otros muchos Ángeles que le guardaban, venerando el sagrado cuerpo unido a la divinidad. Y algunos de ellos, por mandado de su Reina y Señora, habían recogido las reliquias de la sangre que derramó su Hijo santísimo, los pedazos de carne que le derribaron de las heridas y los cabellos que arrancaron de su divino rostro y cabeza, y todo lo demás que pertenecía al ornato y perfecta integridad de su humanidad santísima; que de todo esto cuidó la Madre de la prudencia, y los Ángeles guardaban estas reliquias, gozoso cada uno con la parte que le alcanzó a coger. Y primero que otra cosa se hiciese, se les manifestó a los Santos Padres el cuerpo de su Reparador, llagado, herido y desfigurado, como le puso la crueldad de los judíos. Y reconociéndole así muerto le adoraron todos los Patriarcas y Profetas con los otros Santos y confesaron de nuevo cómo verdaderamente el Verbo humanado tomó sobre sí nuestras enfermedades y dolores (Is 53, 4) y pagó con exceso nuestra deuda, satisfaciendo a la justicia del Eterno Padre lo que nosotros merecíamos, siendo Su Majestad inocentísimo y sin culpa. Allí vieron los primeros padres Adán y Eva el estrago que hizo su inobediencia y el costoso remedió que había tenido y la inmensa bondad del Redentor y su gran misericordia. Los Patriarcas y Profetas conocieron y vieron cumplidos sus vaticinios y esperanzas de las promesas divinas. Y como en la gloria de sus almas sentían el efecto de la copiosa redención, alabaron de nuevo al Omnipotente y Santo de los Santos que por tan maravilloso orden de su sabiduría la había obrado.

1467. Después de esto, a vista de todos aquellos Santos, por ministerio de los Ángeles fueron restituidas al sagrado cuerpo difunto todas las partes y reliquias que tenían recogidas, dejándole con su natural integridad y perfección. Y al mismo instante el alma santísima del Señor se reunió al cuerpo y juntamente le dio inmortal vida y gloria. Y en lugar de la sábana y unciones con que le enterraron, quedó vestido de los cuatro dotes de gloria, claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza. Estos dotes redundan en el cuerpo deificado de la inmensa gloria del alma de Cristo nuestro bien. Y aunque se le debían como por herencia y natural participación desde el instante de su concepción, porque desde entonces fue glorificada su alma santísima y estaba unida a la divinidad toda aquella humanidad inocentísima, pero suspendieron se entonces sin redundar en el cuerpo purísimo, para dejarle pasible y que mereciese nuestra gloria, privándose de la de su cuerpo, como en su lugar queda dicho (Cf. supra n. 147). Y en la resurrección se le restituyeron de justicia estos dotes en el grado y proporción correspondiente a la gloria del alma y a la unión que tenía con la divinidad. Y como la gloria del alma santísima de Cristo nuestro Señor es incomprensible e inefable para nuestra corta capacidad, también es imposible explicar enteramente con palabras y con ejemplos la gloria y dotes de su cuerpo deificado; porque respecto de su pureza es oscuro el cristal, la luz que contenía y despedía excede a los demás cuerpos gloriosos, como el día a la noche y más que mil soles a una estrella, y toda la hermosura de las criaturas, si se juntara en una, pareciera fealdad en su comparación, y no hay símil para ella en todo lo criado. 

1468. Excedió grandemente la excelencia de estos dotes en la resurrección a la gloria que tuvieron en la transfiguración y en otras ocasiones que Cristo Señor nuestro se transfiguró, como en el discurso de esta Historia se ha dicho (Cf. supra n. 695, 851, 1099); porque entonces la recibió de paso y como convenía para el fin que se transfiguraba, pero ahora la tuvo con plenitud para gozarla eternamente. Y por la impasibilidad quedó invencible de todo el poder criado, porque ninguna potencia le podía alterar ni mudar. Por la sutilidad quedó tan purificada la materia gruesa y terrena, que sin resistencia de otros cuerpos se podía penetrar con ellos como si fuera espíritu incorpóreo, y así penetró la lápida del sepulcro sin moverla ni dividirla, el que por semejante modo había salido del virginal vientre de su purísima Madre. La agilidad le dejó tan libre del peso y tardanza de la materia, que excedía a la que tienen los Ángeles inmateriales, y por sí mismo podía moverse con más presteza que ellos de un lugar a otro, como lo hizo en las apariciones de los Apóstoles y en otras ocasiones. Las sagradas llagas que antes afeaban su santísimo cuerpo quedaron en pies, manos y costado tan hermosas, refulgentes y brillantes, que le hacían más vistoso y agraciado, con admirable modo y variedad. Con toda esta belleza y gloria se levantó nuestro Salvador del sepulcro y en presencia de los Santos y Patriarcas prometió a todo el linaje humano la resurrección universal como efecto de la suya en la misma carne y cuerpo de cada uno de los mortales y que en ella serían glorificados los justos. Y en prendas de esta promesa y como en rehenes de la resurrección universal, mandó Su Majestad a las almas de muchos Santos que allí estaban se juntasen con sus cuerpos y los resucitasen a inmortal vida. Al punto se ejecutó este divino imperio y resucitaron los cuerpos que anticipando el misterio refiere San Mateo (Mt 27, 52). Y entre ellos fueron Santa Ana, San José y San Joaquín, y otros de los antiguos padres y patriarcas que fueron más señalados en la fe y esperanza de la Encarnación y con mayores ansias la desearon y pidieron al Señor. Y en retorno de estas obras se les adelantó la resurrección y gloria de sus cuerpos. 

1469. ¡Oh cuan poderoso y admirable, cuán victorioso y fuerte se manifestaba ya este león de Judá, hijo de David! Ninguno se desembarazó del sueño con más presteza que Cristo de la muerte. Y luego a su imperiosa voz se juntaron los huesos secos y esparcidos de aquellos envejecidos difuntos, y la carne que ya estaba convertida en polvo se renovó, y unida con los huesos restauró su antiguo ser, mejorándolo todo los dotes de la gloria que participó el cuerpo del alma glorificada que les dio vida. Quedaron en un instante todos aquellos Santos resucitados en compañía de su Reparador, más claros y refulgentes que el mismo sol, puros, hermosos, transparentes y ligeros para seguirle a todas partes, y nos aseguraron con su dicha la esperanza de que en nuestra misma carne y con nuestros ojos y no con otros veríamos a nuestro Redentor, como lo profetizó Santo Job (Job 19, 26) para nuestro consuelo. Todos estos misterios conocía la gran Reina del cielo y participaba de ellos con la visión que tenía en el cenáculo. Y en el mismo instante que el alma santísima de Cristo entró en su cuerpo y le dio vida, correspondió en el de la purísima Madre la comunicación del gozo, que en el capítulo pasado dije (Cf. supra n. 1463) estaba detenido en su alma santísima y como represado en ella aguardando la resurrección de su Hijo santísimo. Y fue tan excelente este beneficio, que la dejó toda transformada de la pena en gozo, de la tristeza en alegría y de dolor en inefable júbilo y descanso. Sucedió que en aquella ocasión el Evangelista San Juan fue a visitarla, como el día de antes lo había hecho (Cf. supra n. 1463), para consolarla en su amarga soledad, y la encontró repentinamente llena de resplandor y señales de gloria a la que antes apenas conocía por su tristeza. Se admiró el Santo Apóstol y, habiéndola mirado con grande reverencia, juzgó que ya el Señor sería resucitado, pues la divina Madre estaba renovada en alegría. 

1470. Con este nuevo júbilo y las operaciones tan divinas que la gran Señora hacía en la visión de tan soberanos misterios, comenzó a disponerse para la visita, que estaba ya muy cerca. Y entre los actos de alabanzas, cánticos y peticiones que hacía nuestra Reina, sintió luego otra novedad en sí misma sobre el gozo que tenía, y fue un género de júbilo y alivio celestial, correspondiente por admirable modo a los dolores y tribulaciones que en la pasión había sentido; y este beneficio era diferente y más alto que la redundancia de gozo que de su alma resultaba como naturalmente en el cuerpo. Y tras de estos admirables efectos sintió luego otro tercero y diferente beneficio que la daban, de nuevos y divinos favores. Y para esto sintió que la infundían nuevo lumen de cualidades que preceden a la visión beatífica, en cuya declaración no me detengo, por haberlo hecho hablando de esta materia en la primera parte (Cf. supra p. I n. 623). Y en esta segunda sólo añado que recibió la Reina estos beneficios en esta ocasión con más abundancia y excelencia que en otras, porque ahora había precedido la pasión de su Hijo santísimo y los méritos que la divina Madre adquirió en ella, y según la multitud de los dolores correspondía el consuelo de la mano de su Hijo omnipotente. 


1471. Estando así prevenida María santísima, entró Cristo nuestro Salvador resucitado y glorioso, acompañado de todos los Santos y Patriarcas. Se postró en tierra la siempre humilde Reina y adoró a su Hijo santísimo, y Su Majestad la levantó y llegó a sí mismo. Y con este contacto —mayor que el que pedía la Magdalena de la humanidad y llagas santísimas de Cristo (Jn 20, 17)— recibió la Madre Virgen un extraordinario favor, que sola ella le mereció, como exenta de la ley del pecado. Y aunque no fue el mayor de los favores que tuvo en esta ocasión, con todo eso no pudiera recibirle si no fuera confortada de los Ángeles y por el mismo Señor para que sus potencias no desfallecieran. El beneficio fue que el glorioso cuerpo del Hijo encerró en sí mismo al de su purísima Madre, penetrándose con ella o penetrándole consigo, como si un globo de cristal tuviera dentro de sí al sol, que todo lo llenara de resplandores y hermoseara con su luz. Así quedó el cuerpo de María santísima unido al de su Hijo por medio de aquel divinísimo contacto, que fue como puerta para entrar a conocer la gloria del alma y cuerpo santísimo del mismo Señor. Y por estos favores, como por grados de inefables dones, fue ascendiendo el espíritu de la gran Señora a la noticia de ocultísimos sacramentos. Y estando en ellos oyó una voz que le decía: Amiga, asciende más alto (Lc 14, 10).—Y en virtud de esta voz quedó del todo transformada y vio la divinidad intuitiva y claramente, donde halló el descanso y el premio, aunque de paso, de todos sus trabajos y dolores. Forzoso es aquí el silencio, donde de todo punto faltan las razones y el talento para decir lo que pasó a María santísima en esta visión beatífica, que fue la más alta y divina que hasta entonces había tenido. Celebremos este día con admiración de alabanza, con parabienes, con amor y humildes gracias de lo que nos mereció y ella gozó y fue ensalzada. 

1472. Estuvo algunas horas la divina Princesa gozando del ser de Dios con su Hijo santísimo, participando su gloria como había participado de sus tormentos. Y luego descendió de esta visión por los mismos grados que ascendió a ella, y al fin de este favor quedó de nuevo reclinada sobre el brazo izquierdo de la humanidad santísima y regalada por otro modo de la diestra de su divinidad (Cant 2, 6). Tuvo dulcísimos coloquios con el mismo Hijo sobre los altísimos misterios de su pasión y de su gloria. Y en estas conferencias quedó de nuevo embriagada en el vino de la caridad y amor que bebió en su misma fuente sin medida. Y todo cuanto pudo recibir una pura criatura todo se le dio a María purísima abundantemente en esta ocasión, porque, a nuestro modo de entender, quiso la equidad divina recompensar el como agravio —lo digo así porque no me puedo explicar mejor— que había recibido una criatura tan pura y sin mácula de pecado padeciendo los dolores y tormentos de la pasión, que, como arriba he dicho muchas veces (Cf. supra n. 1236, 1264, 1274, 1287, 1341), eran los mismos que padeció Cristo nuestro Salvador, y en este misterio correspondió el gozo y favor a las penas que la divina Madre había padecido. 

1473. Después de todo esto, y siempre en altísimo estado, se convirtió la gran Señora a los santos patriarcas y justos que allí estaban y a todos juntos y a cada uno de por sí reconoció por su orden y les habló respectivamente, gozándose y alabando al Todopoderoso en lo que su liberal misericordia había obrado con cada uno de ellos. Con sus padres San Joaquín y Santa Ana, con su esposo San José y con San Juan Bautista tuvo singular gozo y les habló particularmente, luego con los Patriarcas y Profetas y con los primeros padres Adán y Eva. Y todos juntos se postraron ante la divina Señora, reconociéndola por Madre del Redentor del mundo, por causa de su remedio y coadjutora de su Redención, y como a tal la quisieron venerar [con culto de hiperdulía] con digno culto y veneración, disponiéndolo así la divina Sabiduría. Pero la Reina de las virtudes y Maestra de la humildad se postró en tierra y dio a los santos la reverencia que se les debía, y el Señor dio permiso para esto, porque los santos, aunque eran inferiores en la gracia, eran superiores en el estado de bienaventurados con gloria inamisible y eterna, y la Madre de la gracia quedaba en vida mortal y viadora y no había llegado al estado de comprensora. Continuó la conferencia con los Santos Padres en presencia de Cristo nuestro Salvador. Y María santísima convidó a todos los Ángeles y santos que allí asistían, para que alabasen al triunfador de la muerte, del pecado y del infierno, y todos le cantaron nuevos cánticos, salmos, himnos de gloria y magnificencia, y con esto llegó la hora en que el Salvador resucitado hizo otras apariciones, como diré en el capítulo siguiente. 


Doctrina que me dio la gran Señora María santísima. 

1474. Hija mía, alégrate en el mismo cuidado que tienes de que no alcanzan tus razones a explicar lo que tu interior conoce de tan altos misterios como has escrito. Victoria es de la criatura y gloria del Altísimo, darse por vencida de la grandeza de los sacramentos tan soberanos como éstos, y en la carne mortal se pueden penetrar mucho menos. Yo sentí los dolores de la pasión de mi Hijo santísimo y, aunque no perdí la vida, experimenté los dolores de la muerte misteriosamente, y a este género de muerte le correspondió en mí otra admirable y mística resurrección a más levantado estado de gracia y operaciones. Y como el ser de Dios es infinito, aunque la criatura participe mucho, le queda más que entender, que amar y gozar. Y para que ahora ayudada del discurso puedas rastrear algo de la gloría de Cristo mi Señor, de la mía y de los Santos, discurriendo por los dotes del cuerpo glorioso, te quiero proponer la regla por donde en esto puedas pasar a los del alma. Ya sabes que éstos son: visión, comprensión y fruición. Los del cuerpo son los que dejas repetidos (Cf. supra n. 1468): claridad, impasibilidad, sutilidad y agilidad. 

1475. A todos estos dotes corresponde algún aumento por cualquiera buena obra meritoria que hace el que está en gracia, aunque no sea mayor que mover una pajuela por amor de Dios y dar un jarro de agua. Por cualquiera de estas mínimas obras granjeará la criatura, para cuando sea bienaventurada, mayor claridad que la de muchos soles. Y en la impasibilidad se aleja de la corrupción humana y terrena más de lo que todas las diligencias y fuerzas de las criaturas pueden resistirla y apartar de sí lo que las puede ofender o alterar. En la sutilidad se adelanta para ser superior a todo lo que le puede resistir y cobra nueva virtud sobre todo lo que quiere penetrar. En el dote de la agilidad le corresponde a cualquiera obra meritoria más potencia para moverse que la tienen las aves y los vientos y todas las criaturas activas, como el fuego y los demás elementos para caminar a sus centros naturales. Por el aumento que se merece en estos dotes del cuerpo, entenderás el que tienen los dotes del alma, a quien corresponden y de quien se derivan. Porque en la visión beatífica adquiere cualquier mérito mayor claridad y noticia de los atributos y divinas perfecciones que cuanto han alcanzado en esa vida mortal todos los doctores y sabios que ha tenido la Iglesia. También se aumenta el dote de la comprensión o tención del objeto divino, porque de la posesión y firmeza con que se comprende aquel sumo e infinito bien se le concede al justo nueva seguridad y descanso más estimable que si poseyera todo lo precioso y rico, deseable y apetecible de las criaturas, aunque todo lo tuviera por suyo sin temer perderlo. Y en el dote de la fruición, que es el tercero del alma, por el amor con que el justo hace aquella pequeñuela obra, se le conceden en el cielo por premio grados de amor fruitivo tan excelentes, que jamás llegó a compararse con este aumento el mayor afecto que tienen los hombres en la vida a lo visible, ni el gozo que de él resulta tiene comparación con todo el que hay en la vida mortal. 

1476. Levanta ahora, hija mía, la consideración y de estos premios tan admirables, que corresponden a una obra por Dios hecha, pondera bien cuál será el premio de los santos, que por el amor divino hicieron tan heroicas y magníficas obras y padecieron tormentos y martirios tan crueles como la Iglesia santa conoce. Y si en los santos sucede esto con ser puros hombres y sujetos a culpas e imperfecciones que retardan el mérito, considera con toda la alteza que pudieres cuál será la gloria de mi Hijo santísimo, y sentirás cuán limitada es la capacidad humana, y más en la vida mortal, para comprender dignamente este misterio y para hacer concepto proporcionado de tan inmensa grandeza. El alma santísima de mi Señor estaba unida sustancialmente a la divinidad en su divina persona, y por la unión hipostática era consiguiente que se le comunicase el océano infinito de la misma divinidad, beatificándola como a quien tenía comunicado su mismo ser de Dios por inefable modo. Y aunque no mereció esta gloria, porque se le dio desde el instante de su concepción en mi vientre, consiguiente a la unión hipostática, pero las obras que hizo después en treinta y tres años, naciendo en pobreza, viviendo con trabajos, amando como viador, trabajando en todas las virtudes, predicando, enseñando, padeciendo, mereciendo, redimiendo a todo el linaje humano, fundando la Iglesia y cuanto la fe católica enseña, estas obras merecieron la gloria del cuerpo purísimo de mi Hijo y ésta corresponde a la del alma, y todo es inefable y de inmensa grandeza, reservado para manifestarse en la vida eterna. Y en correspondencia de mi Hijo y Señor hizo conmigo magníficas obras el brazo poderoso del Altísimo en el ser de pura criatura, con que olvidé luego los trabajos y dolores de la pasión; y lo mismo sucedió a los padres del limbo, y a los demás santos cuando reciben el premio. Olvidé la amargura y el trabajo que yo padecí, porque el sumo gozo desterró la pena, pero nunca perdí la vista de lo que mi Hijo padeció por el linaje humano. 


MISTICA CIUDAD DE DIOS
  VIDA DE LA VIRGEN MARÍA 
Venerable María de Jesús de Agreda
Libro VI, Cap. 26

viernes, 29 de marzo de 2024

Cómo la Reina del cielo consoló a San Pedro y a otros Apóstoles y la prudencia con que procedió después del entierro de su Hijo - Venerable Madre Agreda



Cómo la Reina del cielo consoló a San Pedro y a otros Apóstoles y la
prudencia con que procedió después del entierro de su Hijo, cómo vio
descender su alma santísima al limbo de los santos padres.


1454. La plenitud de sabiduría que ilustraba el entendimiento de nuestra gran Reina y señora María santísima, no admitía defecto ni vacío alguno para que dejase de advertir y atender entre sus dolores a todas las acciones que la ocasión y el tiempo le pedían. Y con esta divina prudencia lo llevaba todo y obraba lo más santo y perfecto de todas las virtudes. Retiróse, como queda dicho (Cf. supra n. 1449)), después del entierro de Cristo nuestro bien a la casa del cenáculo. Y estando en el aposento donde se celebraron las cenas, acompañada de San Juan Evangelista y de las Marías y otras mujeres santas que seguían al Señor desde Galilea, habló con ellas y con el Apóstol, dándoles las gracias con profunda humildad y lágrimas por la perseverancia con que hasta aquel punto la habían acompañado en el discurso de la pasión de su amantísimo Hijo, en cuyo nombre les ofrecía el premio de su constante piedad y afecto con que la habían seguido, y asimismo se ofrecía por sierva y amiga de aquellas santas mujeres. Y todas ellas con San Juan Evangelista reconocieron este gran favor y la besaron la mano, pidiéndole su bendición. Suplicáronla también descansase un poco y recibiese alguna corporal refección. Respondió la Reina: Mi descanso y mi aliento ha de ser ver a mi Hijo y Señor resucitado. Vosotras, carísimas, satisfaced a vuestra necesidad como conviene, mientras yo me retiro a solas con mi Hijo. 

1455. Fuese luego a recoger acompañándola San Juan Evangelista, y estando con él a solas puesta de rodillas le dijo: No es razón que olvidéis las palabras que mi Hijo santísimo nos habló desde la Cruz. Su dignación Os nombró por hijo mío, a mí por madre Vuestra. Y Vos, señor, sois sacerdote del Altísimo. Por esta gran dignidad es razón que os obedezca en todo lo que hubiere de hacer y desde esta hora quiero que me lo mandéis y ordenéis, advirtiendo que siempre fui sierva, y toda mi alegría está puesta en obedecer hasta la muerte.— Esto dijo la Reina con muchas lágrimas, y el Apóstol con otras copiosas le respondió: Señora mía y Madre de mi Redentor y Señor, yo soy quien ha de estar sujeto a Vuestra obediencia, porque el nombre de hijo no dice autoridad sino rendimiento y sujeción a su madre, y el que a mí me hizo sacerdote Os hizo a Vos su Madre y estuvo sujeto a vuestra voluntad y obediencia, siendo Criador de todo el universo. Razón será que yo lo esté, y trabaje con todas mis potencias en corresponder dignamente al oficio que me ha dado de serviros como hijo, en que deseara ser más ángel que terreno para cumplir con él.—Esta respuesta del Apóstol fue muy prudente, pero no bastante para vencer la humildad de la Madre de las virtudes, que con ella le replicó y dijo: Hijo mío Juan, mi consuelo será obedeceros como a cabeza, pues lo sois. Yo en esta vida siempre he de tener superior a quien rendir mi voluntad y parecer; para esto sois ministro del Altísimo y como hijo me debéis este consuelo en mi trabajosa soledad.—Hágase, Madre mía, Vuestra voluntad, respondió San Juan Evangelista, que en ella está mi acierto.—Y sin replicar más, pidió licencia la divina Madre para quedarse sola en la meditación de los misterios de su Hijo santísimo, y le pidió también saliese a prevenir alguna refección para las mujeres que la acompañaban y que las asistiese y consolase; sólo reservó a las Marías, porque deseaban perseverar en el ayuno hasta ver al Señor resucitado, y a éstas, dijo a San Juan Evangelista, las permitiese que cumpliesen su devoto afecto. 

1456. Salió San Juan Evangelista a consolar a las Marías y ejecutó la orden que la gran Señora le había dado. Y habiendo satisfecho la necesidad de aquellas mujeres piadosas, se recogieron todas y gastaron aquella noche en dolorosas y en amargas meditaciones de la pasión y misterios del Salvador. Con esta ciencia tan divina obraba María santísima entre las olas de sus angustias y dolores, sin olvidar por esto el cumplimiento de la obediencia, de la humildad, caridad y providencia tan puntual, con todo lo necesario. No se olvidó de sí misma por atender a la necesidad de aquellas piadosas discípulas, ni por ellas estuvo inadvertida para todo lo que convenía a su mayor perfección. Admitió la abstinencia de las Marías como más fuertes y fervientes en el amor, atendió a la necesidad de las más flacas, dispuso al Apóstol, advirtiéndole lo que con ella misma debía hacer, y en todo obró como gran Maestra de la perfección y Señora de la gracia, y todo esto hizo cuando las aguas de la tribulación habían inundado hasta su alma (Sal 68, 2). Porque en quedando a solas en su retiro, soltó el corriente impetuoso de sus afectos dolorosos y toda se dejó poseer interior y exteriormente de la amargura de su alma, renovando las especies de todos los tormentos y afrentosa muerte de su Hijo santísimo, de los misterios de su vida, predicación y milagros, del valor infinito de la Redención humana, de la nueva Iglesia que dejaba fundada con tanta hermosura y riquezas de sacramentos y tesoros de gracia, de la felicidad incomparable de todo el linaje humano, tan copiosa y gloriosamente redimido, de la inestimable suerte de los predestinados a quienes alcanzaría eficazmente, de la formidable desdicha de los réprobos que por su mala voluntad se harían indignos de la eterna gloria que les dejaba su Hijo merecida. 

1457. En la ponderación digna de tan altos y ocultos sacramentos pasó la gran Señora toda aquella noche llorando, suspirando, alabando y engrandeciendo las obras de su Hijo, su pasión, sus juicios ocultísimos y otros altísimos misterios de la divina sabiduría y oculta Providencia del Señor; y sobre todos pensaba y entendía como Madre única de la verdadera sabiduría, confiriendo a veces con los Santos Ángeles y otras con el mismo Señor lo que su luz divina le daba a sentir en su castísimo corazón. El sábado de mañana, después de las cuatro, entró San Juan Evangelista deseoso de consolar a la dolorosa Madre, y puesta de rodillas le pidió ella que le diese la bendición como Sacerdote y superior suyo. El nuevo hijo se la pidió también con lágrimas, y se la dieron uno a otro. Ordenó la divina Reina que luego saliese a la ciudad, donde encontraría con brevedad a San Pedro que venía a buscarle y que le admitiese, consolase y llevase a su presencia, y lo mismo hiciese con los demás Apóstoles que encontrase, dándoles esperanza del perdón y ofreciéndoles su amistad. Salió San Juan Evangelista del cenáculo y a pocos pasos encontró a San Pedro, lleno de confusión y lágrimas, que iba muy temeroso a la presencia de la gran Reina. Venía de la cueva donde había llorado su negación, y el Evangelista le consoló y dio algún aliento con el recado de la divina Madre. Luego los dos buscaron a los demás Apóstoles y hallaron algunos, y todos juntos se fueron al cenáculo, donde estaba su remedio. Entró Pedro el primero y solo a la presencia de la Madre de la gracia y arrojándose a sus pies dijo con gran dolor: Pequé, Señora, pequé delante de mi Dios, ofendí a mi Maestro y a Vos.—No pudo hablar otra palabra, oprimido de las lágrimas, suspiros y sollozos que despedía de lo íntimo de su afligido corazón. 

1458. La prudentísima Virgen, viendo a Pedro postrado en tierra y considerándole por una parte penitente de su reciente culpa y por otra cabeza de la Iglesia elegido por su Hijo santísimo para vicario suyo, no le pareció conveniente postrarse ella a los pies del pastor que tan poco antes había negado a su Maestro, ni sufría tampoco su humildad dejar de darle la reverencia que se le debía por el oficio. Y para satisfacer a entrambas obligaciones, juzgó que convenía darle reverencia y ocultarle el motivo. Para esto se le hincó de rodillas, venerándole con esta acción, y para disimular su intento le dijo: Pidamos perdón de vuestra culpa a mi Hijo y vuestro Maestro.—Hizo oración y alentó al Apóstol confortándole en la esperanza y acordándole las obras y misericordias que el Señor había hecho con los pecadores reconocidos, y la obligación que él tenía como cabeza del Colegio Apostólico para confirmar con su ejemplo a todos en la constancia y confesión de la fe. Y con estas y otras razones de gran fuerza y dulzura confirmó a Pedro en la esperanza del perdón. Entraron luego los otros Apóstoles en la presencia de María santísima y postrados también a sus pies le pidieron les perdonase su cobardía y haber desamparado a su Hijo santísimo en su pasión. Lloraron todos amargamente su pecado, moviéndoles a mayor dolor la presencia de la Madre llena de lastimosa compasión, pero su semblante tan admirable les causaba divinos efectos de contrición de sus culpas y amor de su Maestro. Y la gran Señora los levantó y animó, prometiéndoles el perdón que deseaban y su intercesión para alcanzarle. Luego comenzaron todos por su orden a contar lo que a cada uno había sucedido en su fuga, como si algo de ello ignorara la divina Señora. Pero dioles grata audiencia a todos, tomando ocasión de lo que decían para hablarles al corazón y confirmarlos en la fe de su Redentor y Maestro y despertar en ellos su divino amor. Y todo lo consiguió María santísima eficazmente, porque de su presencia y conferencia salieron todos fervorizados y justificados con nuevos aumentos de gracia. 

1459. En estas obras se ocupó nuestra divina Reina parte del sábado. Y cuando se hizo tarde se retiró otra vez a su recogimiento, dejando a los Apóstoles renovados en el espíritu y llenos de consuelo y gozo del Señor, pero siempre lastimados de la pasión de su Maestro. En el retiro de esta tarde convirtió la gran Señora su mente a las obras que hacía el alma santísima de su Hijo después que salió de su sagrado cuerpo. Porque desde entonces conoció la beatísima Madre cómo aquella alma de Cristo unida a la divinidad descendía al limbo de los Santos Padres para sacarlos de aquella cárcel subterránea, donde estaban detenidos desde el primer justo que murió en el mundo esperando la venida del universal Redentor de los hombres. Y para declarar este misterio, que es uno de los artículos de la santísima humanidad de Cristo nuestro Señor, me ha parecido dar noticia de todo lo que a mí se me ha dado a entender sobre aquel lugar del limbo y su asiento. Digo, pues, que la tierra y su globo tiene de diámetro, pasando por el centro de una superficie a otra, dos mil quinientas y dos leguas [legua ~ 5.556 Km] , y hasta la mitad, que es el centro, hay mil doscientas cincuenta y una, y respecto del diámetro se ha de medir la redondez de este globo. En el centro está el infierno de los condenados como en el corazón de la tierra, y este infierno es una caverna o caos que contiene muchas estancias tenebrosas con diversidad de penas, todas formidables y espantosas, y de todas se formó un globo al modo de una tinaja de inmensa magnitud, con su boca o entrada muy espaciosa y dilatada. En este horrible calabozo de confusión y tormentos estaban los demonios y todos los condenados, y estarán en él por toda la eternidad mientras Dios fuere Dios, porque en el infierno no hay ninguna redención. 

1460. A un lado del infierno está el purgatorio, donde las almas de los justos purgan y se purifican, cuando en esta vida no acabaron de satisfacer por sus culpas, ni salen de ella tan limpios de sus defectos que puedan luego llegar a la visión beatífica. Esta caverna también es grande, pero mucho menos que el infierno. A otro lado está el limbo con dos estancias diferentes: una para los niños que mueren con solo el pecado original y sin obras buenas ni malas del propio albedrío; otra servía para depositar las almas de los justos, purgados ya sus pecados, porque no podían entrar en el cielo ni gozar de Dios hasta que se hiciese la Redención humana y Cristo nuestro Salvador abriese las puertas que cerró el pecado de Adán. Esta caverna del limbo también es menor que el infierno y no se comunica con él, ni tiene penas del sentido como el purgatorio, porque ya llegaban a él las almas purificadas desde el purgatorio y sólo carecían de la visión beatífica, que es pena de daño, y allí estaban todos los que habían muerto en gracia hasta que murió el Salvador. A este lugar del limbo bajó su alma santísima con la divinidad, cuando decimos que bajó a los infiernos, porque este nombre de infierno significa cualquiera parte de aquellas inferiores que están en lo profundo de la tierra; aunque en el común modo de hablar por el nombre de infierno entendemos el de los demonios y condenados, porque aquél es el más famoso significado, como por nombre de cielo entendemos el empíreo ordinariamente, donde están los santos, y donde permanecerán para siempre, como los condenados en el infierno, aunque el limbo y purgatorio tienen otros nombres particulares. Y después del juicio final sólo el cielo y el infierno serán habitados, porque el purgatorio no será necesario y del limbo han de salir también los niños a otra habitación diferente. 


1461. A está caverna del limbo llegó el alma santísima de Cristo nuestro Señor, acompañada de innumerables Ángeles que como a su Rey victorioso y triunfador le iban alabando, dando gloria, fortaleza y divinidad. Y para representar su grandeza y majestad, mandaban que se abriesen las puertas de aquella antigua cárcel, para que el Rey de la gloria, poderoso en las batallas y Señor de las virtudes, las hallase francas y patentes en su entrada. Y en virtud de este imperio se quebrantaron y rompieron algunos peñascos del camino, aunque no era necesario para entrar el Rey y su milicia, que todos eran espíritus sutilísimos. Con la presencia del alma santísima aquella oscura caverna se convirtió en cielo, porque toda se llenó de admirable resplandor, y las almas de los justos que allí estaban fueron beatificadas con visión clara de la divinidad, y en un instante pasaron del estado de tan larga esperanza a la eterna posesión de la gloria y de las tinieblas a la luz inaccesible que ahora gozan. Reconocieron todos a su verdadero Dios y Redentor y le dieron gracias y alabanzas con nuevos cánticos de loores y decían: Digno es el Cordero que fue muerto de recibir divinidad, virtud y fortaleza. Redimístenos, Señor, con tu sangre de todos las tribus, pueblos y naciones; hicístenos reino para nuestro Dios, y reinaremos. Tuya es, Señor, la potencia, tuyo el reino y tuya es la gloria de tus obras (Ap 5, 9-12).—Mandó luego Su Majestad a los Ángeles que sacasen del purgatorio todas las almas que en él estaban padeciendo y al punto fueron traídas todas a su presencia. Y como en estrenar de la Redención humana fueron todas absueltas por el mismo Redentor de las penas que les faltaban de padecer y fueron glorificadas como las demás almas de los justos con la visión beatífica. De manera, que aquel día en la presencia del Rey quedaron desiertas las dos cárceles limbo y purgatorio. 

1462. Para solo el infierno de los condenados fue terrible este día, porque fue disposición del Altísimo que todos conociesen y sintiesen el descender al limbo el Redentor, y también que los Santos Padres y justos conociesen el terror que puso este misterio a los condenados y demonios. Estaban éstos aterrados y oprimidos con la ruina que padecieron en el monte Calvario, como se dijo arriba (Cf. supra n. 1421), y como oyeron —en el modo que hablan y oyen— las voces de los Ángeles que iban delante de su Rey al limbo, se turbaron y atemorizaron de nuevo y como serpientes cuando las persiguen se escondían y pegaban a las cavernas infernales más remotas. A los condenados sobrevino nueva confusión sobre confusión, conociendo con mayor despecho sus engaños y que por ellos perdieron la Redención de que los justos se aprovecharon. Y como Judas Iscariotes y el mal ladrón eran más recientes en el infierno y señalados mucho más en esta desdicha, así fue mayor su tormento, y los demonios se indignaron más contra ellos; y cuanto era de su parte propusieron los malignos espíritus perseguir y atormentar más a los cristianos que profesasen su fe católica, y a los que la negasen o cayesen darles mayor castigo, porque juzgaban que todos éstos merecían mayores penas que los infieles a quien no se les predicó la fe. 

1463. De todos estos misterios y otros secretos del Señor que no puedo yo declarar, tuvo noticia y singular visión la gran Señora del mundo desde su retiro. Y aunque esta noticia en la porción o parte superior del espíritu, donde la recibía, le causó admirable gozo, no lo participó en su virginal cuerpo, sentidos y parte sensitiva, como naturalmente pudiera redundar en ella, antes bien, cuando sintió que se extendía algo este júbilo a la parte inferior del alma, pidió al Eterno Padre se le suspendiese esta redundancia, porque no la quería admitir en su cuerpo mientras el de su Hijo santísimo estaba en el sepulcro y no era glorificado. Tan advertido y fiel amor fue el de la prudentísima Madre con su Hijo y Señor, como imagen viva, adecuada y perfecta de aquella humanidad deificada. Y con esta atenta fineza quedó llena de gozo en el alma y de dolores y congoja en el cuerpo, al modo que sucedió en Cristo nuestro Salvador. Pero en esta visión hizo cánticos de alabanza, engrandeciendo el misterio de este triunfo, y la amantísima y sabia Providencia del Redentor, que como Padre amoroso y Rey omnipotente quiso bajar por sí mismo a tomar la posesión de aquel nuevo reino que por sus manos le entregó su Padre, y quiso rescatarlos con su presencia para que en el mismo comenzasen a gozar el premio que les había merecido. Y por todas estas razones y las demás que conocía de este sacramento se gozaba y glorificaba al Señor como Coadjutora y Madre del triunfador. 

Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima. 

1464. Hija mía, atiende a la enseñanza de este capítulo, como más legítima y necesaria para ti en el estado que te ha puesto el Altísimo y para lo que de ti quiere en correspondencia de su amor. Esto ha de ser, que entre las operaciones, ejercicios y comunicación con las criaturas, ahora sean como prelada o como súbdita, gobernando, mandando u obedeciendo, por ninguna de éstas o de otras ocupaciones exteriores pierdas la atención y vista del Señor en lo íntimo y superior del alma, ni te distraigas de la luz del Espíritu Santo, que te asistirá para la incesante comunicación; que quiere mi Hijo santísimo en el secreto de tu corazón aquellas sendas que quedan ocultas al demonio y no alcanzan a ellas las pasiones, porque guían al santuario, donde entra sólo el sumo sacerdote (Heb 9, 7), y donde el alma goza de los ocultos abrazos del Rey y del Esposo, cuando toda y desocupada le previene el tálamo de su descanso. Allí hallarás propicio a tu Señor, liberal al Altísimo, misericordioso a tu Criador y amoroso a tu dulce Esposo y Redentor, y no temerás la potestad de las tinieblas, ni los efectos del pecado, que se ignoran en aquella región de luz y de verdad. Pero cierra estos caminos el amor desordenado de lo visible, los descuidos en la guarda de la divina ley, embarázalos cualquier apego y desorden de las pasiones, impídelos cualquiera inútil atención y mucho más la inquietud del ánimo y no guardar serenidad y paz interior, que todo se requiere solo, puro y despejado de lo que no es verdad y luz. 

1465. Bien has entendido y experimentado esta doctrina y sobre eso te la he manifestado en práctica como en claro espejo. El modo de obrar que tenía entre los dolores, congojas y aflicciones de la pasión de mi Hijo santísimo, y entre los cuidados, atención, ocupaciones y desvelo con que acudí a los Apóstoles, al entierro, a las mujeres santas, y en todo el resto de mi vida has conocido lo mismo y cómo juntaba estas operaciones con las de mi espíritu, sin que se encontrasen ni impidiesen. Pues para imitarme en este modo de obrar, como de ti lo quiero, necesario es que ni por el trato forzoso de las criaturas, ni por el trabajo de tu estado, ni por las penalidades de la vida de este destierro, ni por las tentaciones ni malicia del demonio, admitas en tu corazón afecto alguno que te impida ni atención que te divierta el interior. Y te advierto, carísima, que si en este cuidado no eres muy vigilante, perderás mucho tiempo, malograrás infinitos y extraordinarios beneficios y frustrarás los altísimos y santos fines del Señor, y me contristarás a mí y a los Ángeles, que todos queremos sea tu conversación con nosotros; y tú perderás la quietud de tu espíritu y consuelo de tu alma y muchos grados de gracia y aumentos del amor divino que deseas y al fin copiosísimo premio en el cielo. Tanto te importa oírme y obedecerme en lo que te enseño con dignación de Madre. Considéralo, hija mía, pondéralo y atiende a mis palabras en tu interior, para que las pongas por obra con mi intercesión y con la divina gracia. Advierte asimismo a imitarme en la fidelidad del amor con que excusé el regalo y júbilo, por imitar a mi Señor y Maestro y alabarle por esto y por el beneficio que hizo a los santos del limbo, bajando su alma santísima a rescatarlos y llenarlos del gozo de su vista, que todas fueron obras de su infinito amor. 

MISTICA CIUDAD DE DIOS
  VIDA DE LA VIRGEN MARÍA 
Venerable María de Jesús de Agreda
Libro VI, Cap. 25

jueves, 28 de marzo de 2024

Como Nuestro Salvador fue Crucificado en el monte calvario y las siete palabras que hablo en la Cruz - Venerable Madre Agreda

 


Como Nuestro Salvador fue Crucificado en el monte calvario y las siete palabras que hablo en la Cruz y le asistió su Madre Santísima. 

1375. Llegó nuestro verdadero y nuevo Isaac, Hijo del Eterno Padre, al monte del sacrificio, que fue el mismo donde precedió el ensayo y la figura en el hijo del Patriarca San Abrahán [Día 9 de octubre: Memoria sancti Abrahae, Patriárchae et ómnium credéntium Patris] (Gen 22, 9), y donde se ejecutó en el inocentísimo Cordero el rigor que se suspendió en el antiguo Isaac que le figuraba. Era el monte Calvario lugar inmundo y despreciado, como destinado para el castigo de los facinerosos y condenados, de cuyos cuerpos recibía mal olor y mayor ignominia. Llegó tan fatigado nuestro amantisimo Jesús, que parecía todo transformado en llagas y dolores, cruentado, herido y desfigurado. La virtud de la divinidad, que deificaba su santísima humanidad por la unión hipostática, le asistió, no para aliviar sus tormentos sino para confortarle en ellos, y que quedase su amor inmenso saciado en el modo conveniente, conservándole la vida, hasta que se le diese licencia a la muerte de quitársela en la cruz. Llegó también la dolorosa y afligida Madre llena de amargura a lo alto del Calvario, muy cerca de su Hijo corporalmente, pero en el espíritu y dolores estaba como fuera de sí, porque se transformaba toda en su amado y en lo que padecía. Estaban con ella San Juan Evangelista y las tres Marías, porque para esta sola y santa compañía había pedido y alcanzado del Altísimo este gran favor de hallarse tan vecinos y presentes al Salvador y su cruz. 

1376. Y como la prudentísima Madre conocía que se iban ejecutando los misterios de la Redención humana, cuando vio que trataban los ministros de desnudar al Señor para crucificarle, convirtió su espíritu al eterno Padre y oró de esta manera: Señor mío y Dios eterno, Padre sois de vuestro unigénito Hijo, que por la eterna generación Dios verdadero nació de Dios verdadero, que sois vos, y por la humana generación nació de mis entrañas, donde le di la naturaleza de hombre en que padece. Con mis pechos le di leche y sustenté, y como al mejor hijo que jamás pudo nacer de otra criatura le amo como Madre verdadera, y como Madre tengo derecho natural a su humanidad santísima en la persona que tiene, y nunca Vuestra Providencia se le niega a quien le tiene y pertenece. Ahora, pues, ofrezco este derecho de Madre y le pongo en Vuestras manos de nuevo, para que vuestro Hijo y mío sea sacrificado para la Redención del linaje humano. Recibid, Señor mío, mi aceptable ofrenda y sacrificio, pues no ofreciera tanto si yo misma fuera sacrificada y padeciera, no sólo porque mi Hijo es verdadero Dios y de Vuestra sustancia misma, sino también de parte de mi dolor y pena. Porque si yo muriera y se trocaran las suertes, para que su vida santísima se conservara, fuera para mí de grande alivio y satisfacción de mis deseos.—Esta oración de la gran Reina aceptó el Eterno Padre con inefable agrado y complacencia. Y no se le consintió al Patriarca San Abrahán más que la figura y ademán del sacrificio de su Hijo (Gen 22, 12), porque la ejecución y verdad la reservaba el Padre Eterno para su Unigénito. Ni tampoco a su madre Sara se le dio cuenta de aquella mística ceremonia, no sólo por la pronta obediencia de San Abrahán, sino también porque aun esto sólo no se fiaba del amor maternal de Sara, que acaso intentaría impedir el mandato del Señor, aunque era santa y justa. Pero no fue así con María santísima, que sin recelo le pudo fiar el Eterno Padre su voluntad eterna, porque con proporción cooperase en el sacrificio del Unigénito con la misma voluntad del Padre. 

1377. Acabó esta oración la invictísima Madre y conoció que los impíos ministros de la pasión intentaban dar al Señor la bebida del vino mirrado con hiel, que dicen San Mateo (Mt 27, 34) y San Marcos (Mc 15, 23). Para añadir este nuevo tormento a nuestro Salvador, tomaron ocasión los judíos de la costumbre que tenían de dar a los condenados a muerte una bebida de vino fuerte y aromático, con que se confortasen los espíritus vitales, para tolerar con más esfuerzo los tormentos del suplicio, derivando esta piedad de lo que Salomón dejó escrito en los Proverbios (Prov 31, 6): Dales sidra a los que están tristes y el vino a los que padecen amargura del corazón. Esta bebida, que en los demás ajusticiados podía ser algún socorro y alivio, pretendió la crueldad de los impíos judíos conmutar en mayor pena con nuestro Salvador (Am 2, 8), dándosela amarguísima y mezclada con hiel y que no tuviese en él otros efectos más que el tormento de la amargura. Conoció la divina Madre esta inhumanidad y con maternal compasión y lágrimas oró al Señor pidiéndole no la bebiese. Y Su Majestad, condescendió con la petición de su Madre, de manera que, sin negarse del todo a este nuevo dolor, gustó la poción amarga y no la bebió (Mt 37, 34). 

1378. Era ya la hora de sexta, que corresponde a la de mediodía, y los ministros de justicia, para crucificar desnudo al Salvador, le despojaron de la túnica inconsútil y vestiduras. Y como la túnica era cerrada y larga, desnudáronsela, para sacarla por la cabeza, sin quitarle la corona de espinas, y con la violencia que hicieron arrancaron la corona con la misma túnica con desmedida crueldad, porque le rasgaron de nuevo las heridas de su sagrada cabeza, y en algunas se quedaron las puntas de las espinas, que con ser tan duras y aceradas se rompieron con la fuerza que los verdugos arrebataron la túnica, llevando tras de sí la corona; la cual le volvieron a fijar en la cabeza con impiísima crueldad abriendo llagas sobre llagas. Renovaron junto con esto las de todo su cuerpo santísimo, porque en ellas estaba ya pegada la túnica, y el despegarla fue, como dice Santo Rey y Profeta David (Sal 68, 27), añadir de nuevo sobre el dolor de sus heridas. Cuatro veces desnudaron y vistieron en su pasión a nuestro bien y Señor: la primera, para azotarle en la columna; la segunda, para ponerle la púrpura afrentosa; la tercera, cuando se la quitaron y le volvieron a vestir de su túnica; la cuarta fue ésta del Calvario, para no volverle a vestir; y en ésta fue más atormentado, porque las heridas fueron más, y su humanidad santísima estaba debilitada, y en el monte Calvario más desabrigado y ofendido del viento, que también tuvo licencia este elemento para afligirle en su muerte la destemplanza del frío. 

1379. A todas estas penas se añadía el dolor de estar desnudo en presencia de su Madre santísima y de las devotas mujeres que la acompañaban y de la multitud de gente que allí estaba. Sólo reservó en su poder los paños interiores que su Madre santísima le había puesto debajo la túnica en Egipto, porque ni cuando le azotaron se los pudieron quitar los verdugos, como queda dicho, ni tampoco se los desnudaron para crucificarle, y así fue con ellos al sepulcro; y esto se me ha manifestado muchas veces (Cf. supra n. 1338). No obstante que, para morir Cristo nuestro bien en suma pobreza y sin llevar ni tener consigo cosa alguna de cuantas era Criador y verdadero Señor, por su voluntad muriera totalmente desnudo y sin aquellos paños, si no interviniera la voluntad y petición de su Madre santísima, que fue la que así lo pidió, y lo concedió Cristo nuestro Señor, porque satisfacía con este género de obediencia de hijo a la suma pobreza en que deseaba morir. Estaba la Santa Cruz tendida en tierra, y los verdugos prevenían lo demás necesario para crucificarle, como a los otros dos que juntamente habían de morir. Y en el ínterin que todo esto se disponía, nuestro Redentor y Maestro oró al Padre y dijo: 

1380. Eterno Padre y Señor Dios mío, a tu majestad incomprensible de infinita bondad y justicia ofrezco todo el ser humano y obras que en él por tu voluntad santísima he obrado, bajando de tu seno en esta carne pasible y mortal, para redimir en ella a mis hermanos los hombres. Ofrézcote, Señor, conmigo a mi amantísima Madre, su amor, sus obras perfectísimas, sus dolores, sus penas, sus cuidados y prudentísima solicitud en servirme, imitarme y acompañarme hasta la muerte. Ofrézcote la pequeña grey de mis Apóstoles, la Santa Iglesia y congregación de fieles, que ahora es y será hasta el fin del mundo, y con ella a todos los mortales hijos de Adán. Todo lo pongo en tus manos, como de su verdadero Dios y Señor Omnipotente; y cuanto es de mi parte por todos padezco y muero de voluntad, y con ella quiero que todos sean salvos, si todos me quisieren seguir y aprovecharse de mi Redención, para que de esclavos del demonio pasen a ser hijos tuyos y mis hermanos y coherederos por la gracia que les dejo merecida. Especialmente, Señor mío, te ofrezco los pobres, despreciados y afligidos, que son mis amigos y me siguieron por el camino de la cruz. Y quiero que los justos y predestinados estén escritos en tu memoria eterna. Suplícote, Padre mío, que detengas el castigo y levantes el azote de tu justicia con los hombres, no sean castigados como lo merecen sus culpas, y desde esta hora seas su Padre como lo eres mío. Suplicóte asimismo por los que con pío afecto asisten a mi muerte, para que sean ilustrados con tu divina luz, y por todos los que me persiguen, para que se conviertan a la verdad, y sobre todo te pido por la exaltación de tu inefable y santo nombre. 

1381. Esta oración y peticiones de nuestro Salvador Jesús conoció su santísima Madre, y la imitó y oró al Padre respectivamente como a ella le tocaba. Nunca olvidó ni omitió la prudentísima Virgen el cumplimiento de aquella palabra primera que oyó de la boca de su Hijo y Maestro recién nacido: Asimílate a mí, amiga mía (Cf. supra n.480). Y siempre se cumplió la promesa, que le hizo el mismo Señor, de que, en retorno del nuevo ser humano que dio al Verbo eterno en su virginal vientre, la daría su omnipotencia otro nuevo ser de gracia divina y eminente sobre todas las criaturas. Y a este beneficio pertenecía la ciencia y luz altísima con que conocía la gran Señora todas las operaciones de la humanidad santísima de su Hijo, sin que ninguna se le ocúltase ni la perdiese de vista. Y como las conoció, las imitó; de manera que siempre fue cuidadosa en atenderlas, profunda en penetrarlas, pronta en la ejecución y fuerte y muy intensa en las operaciones. Ni para esto la turbó el dolor, ni la impidió la congoja, ni la embarazó la persecución, ni la entibió la amargura de la pasión. Y si bien fue admirable en la gran Reina esta constancia, pero fuéralo menos si a la pasión y tormentos de su Hijo asistiera con los sentidos y dolor interior, al modo que los demás justos. Mas no sucedió así, porque fue única y singular en todo, que, como se ha dicho arriba (Cf. supra n. 1341), sintió en su virginal cuerpo los dolores que padecía Cristo nuestro bien en su persona interiores y exteriores. Y en cuanto a esta correspondencia, podemos decir que también la divina Madre fue azotada, coronada, escupida y abofeteada, y llevó la cruz a cuestas y fue clavada en ella, porque sintió todos estos tormentos y los demás en su purísimo cuerpo, aunque por diferente modo pero con suma similitud, para que en todo fuese la Madre retrato vivo de su Hijo. Y a más de la grandeza que debía corresponder en María santísima y su dignidad a la de Cristo, con toda la proporción posible que tuvo, encerró esta maravilla otro misterio, que fue satisfacer en algún modo al amor de Cristo y a la excelencia de su pasión y beneplácito quedando para todo esto copiada en alguna pura criatura, y ninguna tenía tanto derecho a este beneficio como su misma Madre. 

1382. Para señalar los barrenos de los clavos en la cruz, mandaron los verdugos con imperiosa soberbia al Criador del universo —¡oh temeridad formidable!— que se tendiese en ella, y el Maestro de la humildad obedeció sin resistencia. Pero ellos con inhumano y cruel instinto señalaron los agujeros, no iguales al sagrado cuerpo, sino más largos, para lo que después hicieron. Esta nueva impiedad conoció la Madre de la luz, y fue una de las mayores aflicciones que padeció su corazón castísimo en toda la Pasión, porque penetró los intentos depravados de aquellos ministros del pecado y previno el tormento que su Hijo santísimo había de padecer para clavarle en la cruz; pero no lo pudo remediar, porque el mismo Señor quería padecer también aquel trabajo por los hombres. Y cuando se levantó Su Majestad para que barrenasen la cruz, acudió la gran Señora y le tuvo de un brazo y le adoró y besó la mano con suma reverencia. Dieron lugar a esto los verdugos, porque juzgaron que a la vista de su Madre se afligiría más el Señor, y ningún dolor que le pudieran dar le perdonaron. Pero no entendieron el misterio, porque no tuvo Su Majestad en su pasión otra causa de mayor consuelo y gozo interior como ver a su Madre santísima y la hermosura de su alma y en ella el retrato de sí mismo y el entero logro del fruto de su pasión y muerte; y este gozo en algún modo confortó a Cristo nuestro bien en aquella hora.  




1383. Formados en la Santa Cruz los tres barrenos, mandaron los verdugos a Cristo Señor nuestro segunda vez que se tendiese sobre ella para clavarle. Y el sumo y poderoso Rey, como artífice de la paciencia, obedeció y se puso en la cruz, extendiendo los brazos sobre el feliz madero a la voluntad de los ministros de su muerte. Estaba Su Majestad tan desfallecido, desfigurado y exangüe, que, si en la impiedad ferocísima de aquellos hombres tuvieran algún lugar la natural razón y humanidad, no era posible que la crueldad hallara objeto en que obrar entre la mansedumbre, humildad, llagas y dolores del inocente Cordero. Pero no fue así, porque ya los judíos y ministros —¡oh juicios terribles y ocultísimos del Señor!— estaban transformados en el odio mortal y mala voluntad sugerida por los demonios y desnudos de los afectos de hombres sensibles y terrenos, y así obraban con indignación y furor diabólico. 

1384. Luego cogió la mano de Jesús nuestro Salvador uno de los verdugos, y asentándola sobre el agujero de la cruz, otro verdugo la clavó en él, penetrando a martilladas la palma del Señor con un clavo esquinado y grueso. Rompiéronse con él las venas y los nervios, y se quebraron y desconcertaron los huesos de aquella mano sagrada que fabricó los cielos y cuanto tiene ser. Para clavarle la otra mano no alcanzaba el brazo al agujero, porque los nervios se le habían encogido y de malicia le habían alargado el barreno, como arriba se dijo (Cf. supra n. 1382); y para remediar esta falta tomaron la misma cadena con que el mansísimo Señor había estado preso desde el huerto y, argollándole la muñeca con el un extremo donde tenía una argolla como esposas, tiraron con inaudita crueldad del otro extremo y ajustaron la mano con el barreno y la clavaron con otro clavo. Pasaron a los pies y, puesto el uno sobre el otro, amarrándolos con la misma cadena y tirando de ella con gran fuerza y crueldad, los clavaron juntos con el tercer clavo, algo más fuerte que los otros. Quedó aquel sagrado cuerpo, en quien estaba unida la divinidad, clavado y fijo en la Santa Cruz, y aquella fábrica de sus miembros, deificados y formados por el Espíritu Santo, tan disuelta y desencuadernada, que se le pudieron contar los huesos (Sal 21, 18), porque todos quedaron dislocados y señalados, fuera de su lugar natural; desencajáronse los del pecho y de los hombros y espaldas, y todos se movieron de su lugar, cediendo a la violenta crueldad de los verdugos. 

1385. No cabe en lengua ni discurso nuestro la ponderación de los dolores de nuestro Salvador Jesús en este tormento y lo mucho que padeció; sólo el día del juicio se conocerá más, para justificar su causa contra los réprobos y para que los Santos le alaben y glorifiquen dignamente. Pero ahora que la fe de esta verdad nos da licencia y nos obliga a extender el juicio —si es que le tenemos— pido, suplico y ruego a los hijos de la Santa Iglesia consideremos a solas cada uno tan venerable misterio; ponderémosle y pesémosle con todas sus circunstancias y hallaremos motivos eficaces para aborrecer al pecado y no volverle a cometer, como causa de tanto padecer el autor de la vida; ponderemos y miremos tan oprimido el espíritu de su Madre Virgen y rodeado de dolores su purísimo cuerpo, que por esta puerta de la luz entraremos a conocer el sol que nos alumbra el corazón. ¡Oh Reina y Señora de las virtudes! ¡Oh Madre verdadera del inmortal Rey de los siglos humanado! Verdad es, Señora mía, que la dureza de nuestros ingratos corazones nos hace ineptos y muy indignos de sentir Vuestros dolores, y de Vuestro Hijo santísimo nuestro Salvador, pero vénganos por Vuestra clemencia este bien que desmerecemos; purificad y apartad de nosotros tan pesada torpeza y grosería. Si nosotros somos la causa de tales penas, ¿qué razón hay y qué justicia es que se queden en Vos y en Vuestro amado? Pase el cáliz de los inocentes a que le beban los reos que le merecieron. Mas ¡ay de mí!, ¿dónde está el seso?, ¿dónde la sabiduría y la ciencia?, ¿dónde la lumbre de nuestros ojos?, ¿quién nos ha privado del sentido?, ¿quién nos ha robado el corazón sensible y humano? Cuando no hubiera recibido, Señor mío, el ser que tengo a Vuestra imagen y semejanza, cuando Vos no me dierais la vida y movimiento, cuando todos los elementos y criaturas, formadas por Vuestra mano para mi servicio, no me dieran noticia tan segura de Vuestro amor inmenso, el infinito exceso de haberos clavado en la cruz con tan inauditos dolores y tormentos me dejara satisfecha y presa con cadenas de compasión y agradecimiento, de amor y de confianza en vuestra inefable clemencia. Pero si no me despiertan tantas voces, si vuestro amor no me enciende, si vuestra pasión y tormentos no me mueven, si tales beneficios no me obligan, ¿qué fin esperaré de mi estulticia? 

1386. Fijado el Señor en la cruz, para que los clavos no soltasen al divino cuerpo, arbitraron los ministros de la justicia redoblarlos por la parte que traspasaban el sagrado madero, y para ejecutarlo comenzaron a levantar la cruz para volverla, cogiendo debajo contra la tierra al mismo Señor crucificado. Esta nueva crueldad alteró a todos los circunstantes y se levantó grande gritería en aquella turba movida de compasión, pero la dolorosa y compasiva Madre ocurrió a tan desmesurada impiedad y pidió al Eterno Padre no la permitiese como los verdugos la intentaban, y luego mandó a los Santos Ángeles acudiesen y sirviesen a su Criador con aquel obsequio, y todo se ejecutó como la gran Reina lo ordenó; porque volviendo los verdugos la cruz, para que el cuerpo clavado cayera el rostro contra la tierra, los Ángeles le sustentaron cerca del suelo, que estaba lleno de piedras e inmundicia, y con esto no tocó el Señor con su divino rostro en él ni en los guijarros. Y los ministros redoblaron las puntas de los clavos, sin haber conocido el misterio y maravilla, porque se les ocultó, y el cuerpo estuvo tan cerca de la tierra y la cruz tan fija sustentada de los Ángeles, que los judíos creyeron estaba en el duro suelo. 

1387. Luego arrimaron la cruz con el Crucificado divino al agujero donde se había de enarbolar. Y llegándose unos con los hombros y otros con alabardas y lanzas, levantaron al Señor en la cruz, fijándola en el hoyo que para esto habían abierto en el suelo. Y quedó nuestra verdadera salud y vida en el aire pendiente del sagrado madero, a vista de innumerable pueblo de diversas gentes y naciones. Y no quiero omitir otra crueldad, que he conocido usaron con Su Majestad cuando le levantaron, que con las lanzas e instrumentos de armas le hirieron, haciéndole debajo los brazos profundas heridas, porque le fijaron los hierros en la carne, para ayudar a levantarle en la cruz. Renovóse al espectáculo la vocería del pueblo con mayores gritos y confusión: los enemigos de Cristo blasfemaban, los compasivos se lamentaban, los extranjeros se admiraban; unos a otros se convidaban al espectáculo, otros no le podían mirar con el dolor; unos ponderaban el escarmiento en cabeza ajena, otros le llamaban justo; y toda esta variedad de juicios y palabras eran flechas para el corazón de la afligida Madre. Y el sagrado cuerpo derramaba mucha sangre de las heridas de los clavos, que con el peso y el golpe de la cruz se estremeció, y se rompieron de nuevo las llagas, quedando más patentes las fuentes a que nos convidó por Isaías (Is 12, 3), para que fuésemos a coger de ellas con alegría las aguas con que apagar la sed y lavar las manchas de nuestras culpas. Y nadie tiene excusa, si no se diere prisa llegando a beber en ellas, pues se venden sin conmutación de plata ni oro y se dan de balde sólo por la voluntad de recibirlas. 

1388. Crucificaron luego a los dos ladrones y fijaron sus cruces, la una a la mano derecha y la otra a la siniestra de nuestro Redentor, dándole el lugar de medio como a quien reputaban por principal malhechor. Y olvidándose los pontífices y fariseos de los dos facinerosos, convirtieron todo su furor contra el Impecable y Santo por naturaleza. Y moviendo las cabezas con escarnio y mofa, arrojaron piedras y polvo contra la cruz del Señor y contra su real persona, y decían: Ah, tú que destruyes el templo de Dios y en tres días lo reedificas, sálvate ahora a ti mismo; a otros hizo salvos y a sí mismo no se puede salvar.—Otros decían: Si éste es Hijo de Dios, descienda ahora de la cruz y le creeremos.—Los dos ladrones también entrambos se burlaban de Su Divina Majestad al principio, y decían: Si eres Hijo de Dios, sálvate a ti mismo y a nosotros (Mt 27, 42-44).— Y estas blasfemias de los ladrones fueron para el Señor de tanto mayor sentimiento, cuanto a ellos estaba más próxima la muerte y perdían aquellos dolores con que morían y podían satisfacer en parte por sus delitos castigados por la justicia; como luego lo hizo el uno de ellos, aprovechando la ocasión más oportuna que tuvo pecador ninguno del mundo. 

1389. Cuando la gran Reina de los Ángeles María santísima conoció que los judíos, los que eran sus enemigos, con su obstinada envidia intentaban deshonrar más a Cristo crucificado, y que todos le blasfemaban y juzgaban por el pésimo de los hombres, y deseaban se borrase y olvidase su nombre de la tierra de los vivientes, como San Jeremías (Jer 11, 19) lo dejó profetizado, fue de nuevo enardecido su corazón fidelísimo en el celo de la honra de su Hijo y Dios verdadero. Y postrada ante su real persona crucificada, donde le estaba adorando, pidió al Eterno Padre volviese por la honra de su Unigénito con señales tan manifiestas que la perfidia quedase confusa y frustrada su maliciosa intención. Presentada esta petición al Padre, con el mismo celo y potestad de Reina del universo se convirtió a todas las criaturas irracionales de él y dijo: Insensibles criaturas, criadas por la mano del Todopoderoso, manifestad vosotras el sentimiento que por su muerte le niegan estultamente los hombres capaces de razón. Cielos, sol, luna, estrellas y planetas, detened vuestro curso, suspended vuestras influencias con los mortales. Elementos, alterad vuestra condición, y pierda la tierra su quietud, rómpanse las piedras y peñascos duros. Sepulcros y monumentos de los muertos, abrid vuestros ocultos senos para confusión de los vivos. Velo del templo místico y figurativo, divídete en dos partes y con tu rompimiento intima su castigo a los incrédulos y testifica la verdad, que ellos pretenden oscurecer, de la gloria de su Criador y Redentor. 

1390. En virtud de esta oración e imperio de María Madre de Jesús crucificado, tenía dispuesto la omnipotencia del Altísimo todo lo que sucedió en la muerte de su Unigénito. Ilustró Su Majestad y movió los corazones de muchos circunstantes al tiempo de las señales de la tierra, y a otros antes, para que confesaran al crucificado Jesús por santo, justo y verdadero Hijo de Dios, como lo hizo el centurión, y otros muchos que dicen los Evangelistas (Mt 27, 54; Lc 23, 48) se volvían del Calvario hiriendo sus pechos de dolor. Y no sólo le confesaron los que antes le habían oído y creído su doctrina, pero también otros muchos que ni le habían conocido, ni visto sus milagros. Por la misma oración fue inspirado Pilatos para que no mudase el título de la cruz, que ya le habían puesto sobre la cabeza del Señor en las tres lenguas, hebrea, griega y latina. Y aunque los judíos reclamaron al juez y le pidieron que no escribiese, Jesús Nazareno Rey de los judíos, sino que antes escribiese: Este dijo era Rey de los judíos, respondió Pilatos: Lo que está escrito será escrito, y no quiso mudarlo (Jn 19, 21-22). Todas las otras criaturas insensibles por voluntad divina obedecieron al imperio de María santísima, y de la hora de mediodía hasta las tres de la tarde, que era la de nona, cuando expiró el Salvador, hicieron el sentimiento y novedad que dicen los sagrados evangelistas (Lc 23, 45; Mt 27, 51-52): el sol escondió su luz, los planetas mudaron el influjo, los cielos y la luna sus movimientos, los elementos se turbaron, tembló la tierra y muchos montes se rompieron, quebrantáronse las piedras unas con otras, abrieron su seno los sepulcros, para que después salieran de ellos algunos difuntos vivos, y fue tan insólita y nueva la alteración de todo lo visible y elementar, que se sintió en todo el orbe. 

1391. Los soldados que crucificaron a Jesús nuestro Salvador, como ministros a quien tocaban los despojos del justiciado, trataron de dividir los vestidos del inocente Cordero. Y la capa o manto superior, que por divina dispensación la llevaron al Calvario, la hicieron partes —ésta era la que se desnudó en la cena para lavar los pies a los apóstoles— dividiéronla entre sí mismos (Jn 19, 23-24), que eran cuatro. Pero la túnica inconsútil no quisieron dividirla, ordenándolo así la Providencia del Señor con gran misterio, y echaron suertes sobre ella y la llevó a quien le tocó, cumpliéndose a la letra la profecía del Santo Rey David en el salmo 21 (Sal 21, 19). Los misterios de no romper esta túnica declaran los Santos y doctores; y uno de ellos fue significar cómo este hecho de los judíos, aunque rompieron con tormentos y heridas la humanidad santísima de Cristo nuestro bien, con que estaba cubierta la divinidad, pero a ésta no pudieron ofenderla con la pasión ni tocar en ella; y a quien tocare la suerte de justificarse por su participación, éste la poseerá y gozará por entero.  

1392. Y como el madero de la Santa Cruz era el trono de la majestad real de Cristo y la cátedra de donde quería enseñar la ciencia de la vida, estando ya Su Majestad levantado en ella y confirmando la doctrina con el ejemplo, dijo aquella palabra en que comprendió la suma de la caridad y perfección: Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Este principio de la caridad y amor fraternal se vinculó el divino Maestro, llamándole suyo propio (Jn 15, 12). Y en prueba de esta verdad que nos había enseñado, le practicó y ejecutó en la cruz, no sólo amando y perdonando a sus enemigos, pero disculpándolos con su misma ignorancia, cuando su malicia había llegado a lo supremo que pudo subir en los hombres, persiguiendo, crucificando y blasfemando de su mismo Dios y Redentor. Esto hizo la ingratitud humana después de tanta luz, doctrina y beneficios, y esto hizo nuestro Salvador Jesús con su ardentísima caridad, en retorno de los tormentos, de las espinas, clavos, cruz y blasfemias. ¡Oh amor incomprensible!, ¡oh suavidad inefable!, ¡oh paciencia nunca imaginada de los hombres, admirable a los Ángeles y temida de los demonios! Conoció algo de este sacramento el uno de los ladrones llamado Dimas y, obrando al mismo tiempo la intercesión y oración de Mana santísima, fue ilustrado interiormente para conocer a su Reparador y Maestro en esta primera palabra que habló en la cruz. Y movido con verdadero dolor y contrición de sus culpas, se convirtió a su compañero y le dijo: ¿Ni tú tampoco temes a Dios, que con estos blasfemos perseveras en la misma condición? Nosotros pagamos nuestro merecido, pero éste, que padece con nosotros, no ha cometido culpa alguna.—Y hablando luego a nuestro Salvador, le dijo: Señor, acuérdate de mí cuando llegares a tu reino (Lc 23, 40-42). 

1393. En este felicísimo ladrón y en el centurión, y en los demás que confesaron a Cristo en la cruz, se comenzaron a estrenar los efectos de la Redención. Pero el mejor afortunado fue Dimas, que mereció oír la segunda palabra que dijo el Señor: De verdad te digo, que hoy serás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43). ¡Oh bienaventurado ladrón, que tú solo alcanzaste para ti tal palabra deseada de todos los justos y santos de la tierra! No la pudieron oír los antiguos Patriarcas y Profetas, juzgándose por muy dichosos en bajar al limbo y esperar largos siglos el paraíso, que tú ganaste en un punto, en que mudaste felizmente el oficio. Acabas ahora de robar la hacienda ajena y terrena, y luego arrebatas el cielo de las manos de su dueño. Pero tú le robas de justicia, y él te le da de gracia, porque fuiste el último discípulo de su doctrina en su vida y el primero en practicarla después de haberla oído. Amaste y corregiste a tu hermano, confesaste a tu Criador, reprendiste a los que le blasfemaban, imitástele en padecer con paciencia, rogástele con humildad como a Redentor, para que en lo futuro no se acordase de tus miserias, y Él como glorificador premió de contado tus deseos, sin dilatar el galardón que te mereció a ti y a todos los mortales. 

1394. Justificado el buen ladrón volvió Jesús la amorosa vista a su afligida Madre, que con San Juan Evangelista estaba al pie de la cruz, y hablando con entrambos, dijo primero a su Madre: Mujer, ves ahí a tu hijo; y al Apóstol dijo también: Hijo, veis ahí a tu madre (Jn 19, 26-27) Llamóla Su Majestad mujer y no madre, porque este nombre era de regalo y dulzura y que sensiblemente le podía recrear el pronunciarle, y en su pasión no quiso admitir esta consolación exterior, conforme a lo que arriba se dijo (Cf. supra n. 960), por haber renunciado en ella todo consuelo y alivio. Y en aquella palabra mujer, tácitamente y en su aceptación dijo: Mujer bendita entre todas las mujeres, la más prudente entre los hijos de Adán, mujer fuerte y constante, nunca vencida de la culpa, fidelísima en amarme, indefectible en servirme y a quien las muchas aguas de mi pasión no pudieron extinguir ni contrastar. Yo me voy a mi Padre y no puedo desde hoy acompañarte; mi discípulo amado te asistirá y servirá como a madre y será tu hijo. Todo esto entendió la divina Reina. Y el Santo Apóstol en aquella hora la recibió por suya, siendo de nuevo ilustrado su entendimiento para conocer y apreciar la prenda mayor que la divinidad había criado después de la humanidad de Cristo nuestro Señor. Y con esta luz la veneró y sirvió en lo restante de la vida de nuestra gran Reina, como diré adelante (Cf. infra n. 1455; p.III n. 175, 369, etc.). Admitióle también Su Majestad por Hijo con humilde rendimiento y obediencia. Y desde entonces se la prometió, sin que los inmensos dolores de la pasión embarazasen su magnánimo y prudentísimo corazón, que siempre obraba lo sumo de la perfección y santidad, sin omitir acción alguna. 

1395. Llegábase ya la hora de nona del día, aunque por la obscuridad y turbación más parecía confusa noche, y nuestro Salvador Jesús habló la cuarta palabra desde la cruz en voz grande y clamorosa, que los circunstantes pudieron oír, y dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mt 27, 46) Estas palabras, aunque las dijo el Señor en su lengua hebrea, no todos las entendieron. Y porque la primera dicción dice: Eli, Eli, pensaron algunos que llamaba a Elías; y otros burlando de su clamor decían: Veamos si vendrá Elías a librarlo ahora de nuestras manos.—Pero el misterio de estas palabras de Cristo nuestro bien fue tan profundo como escondido de los judíos y gentiles, y en ellas caben muchos sentidos que los doctores sagrados les han dado. Lo que a mí se me ha manifestado es que el desamparo de Cristo no fue que la divinidad se apartase de la humanidad santísima, disolviéndose la unión sustancial hipostática, ni cesando la visión beatífica de su alma, que entrambas uniones tuvo la humanidad con la divinidad desde el instante que por obra del Espíritu Santo fue concebido en el tálamo virginal y nunca dejó a lo que una vez se unió. Esta doctrina es la católica y verdadera, y también es cierto que la humanidad santísima fue desamparada de la divinidad en cuanto a no defenderla de la muerte y de los dolores de la pasión acerbísima. Pero no le desamparó del todo el Padre eterno en cuanto a volver por su honra, pues la testificó con el movimiento de todas las criaturas, que mostraron sentimiento en su muerte. Otro desamparo manifestó Cristo Salvador nuestro con esta querella, originada de su inmensa caridad con los hombres, y éste fue el de los réprobos y prescitos, y de éstos se dolió en la última hora, como en la oración del huerto, donde se entristeció su alma santísima hasta la muerte, como allí se dijo (Cf. supra n. 1210); porque ofreciéndose por todo el linaje humano tan copiosa y superabundante Redención, no sería eficaz en los condenados y se hallaría desamparado de ellos en la eterna felicidad para donde los crio y redimió, y como éste era decreto de la voluntad eterna del Padre, amorosa y dolorosamente se querelló y dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste?, entendiendo de la compañía de los réprobos. 

1396. En mayor testificación de esto añadió luego el Señor la quinta palabra y dijo: Sed tengo (Jn 19, 28). Los dolores de la pasión y congojas pudieron causar en Cristo nuestro bien natural sed, pero no era tiempo entonces de manifestarla ni apagarla, ni Su Majestad hablara para esto sin más alto sacramento, sabiendo estaba tan inmediato a expirar. Sediento estaba de que los cautivos hijos de Adán no malograsen la libertad que les merecía y ofrecía, sediento, ansioso y deseoso de que le correspondieran todos con la fe y con el amor que le debían, de que admitiesen sus méritos y dolores, su gracia y amistad, que por ellos podían adquirir, y que no perdiesen su eterna felicidad que les dejaba por herencia, si la quisieran admitir y merecer; ésta era la sed de nuestro Salvador y Maestro. Y sola María santísima la conoció perfectamente entonces, y con íntimo afecto y caridad convidó y llamó en su interior a los pobres, a los afligidos, a los humildes, despreciados y abatidos, para que llegasen al Señor y mitigasen aquella sed en parte, pues no era posible en todo. Pero los verdugos, en testimonio de su infeliz dureza, ofrecieron al Señor con irrisión una esponja de vinagre y hiel sobre una caña y se la llegaron a la boca para que bebiese, cumpliendo la profecía del Santo Rey David, que dijo (Sal 68, 22): En mi sed me dieron a beber vinagre. Gustólo nuestro pacientísimo Jesús y tomó algún trago en misterio de lo que toleraba la condenación de los réprobos; pero a petición de su Madre santísima lo rehusó luego y lo dejó, porque la Madre de la gracia había de ser la puerta y medianera para los que se aprovechasen de la pasión y redención humana. 

1397. Luego con el mismo misterio pronunció el Salvador la sexta palabra: Consummatum est (Jn 19, 30). Ya está consumada esta obra de mi legacía del cielo y redención de los hombres y la obediencia con que me envió el Eterno Padre a padecer y morir por la salvación de los hombres; ya están cumplidas las Escrituras, profecías y figuras del Viejo Testamento, y el curso de la vida pasible y mortal que admití en el vientre virginal de mi Madre; ya queda en el mundo mi ejemplo, doctrina, sacramentos y remedios para la dolencia del pecado; ya queda satisfecha la justicia de mi Eterno Padre para la deuda de la posteridad de Adán; ya queda enriquecida mi Iglesia para el remedio de los pecados que los hombres cometieren; y toda la obra de mi venida al mundo queda en suma perfección, por la parte que me tocaba como su Reparador, y para la fábrica de la Iglesia triunfante queda puesto el seguro fundamento en la militante, sin que nadie le pueda alterar ni mudar. Todos estos misterios contienen aquellas palabras breves: Consummatum est. 

1398. Acabada y puesta la obra de la Redención humana en su última perfección, era consiguiente que, como el Verbo humanado por la vida mortal salió del Padre y vino al mundo, por la muerte de esta vida volviese al Padre con la inmortalidad. Para esto dijo Cristo nuestro Salvador la última y séptima palabra: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46). Exclamó y pronunció el Señor estas palabras en voz alta y sonora, que la oyeron los presentes, y para decirlas levantó los ojos al cielo, como quien hablaba con su Eterno Padre, y en el último acento le entregó su espíritu, volviendo a inclinar la cabeza. Con la virtud divina de estas últimas palabras fue arruinado y arrojado Lucifer con todos sus demonios en las profundas cavernas del infierno, donde quedaron todos apegados, como diré en el capítulo siguiente. La invencible Reina y Señora de las virtudes penetró altamente todos estos misterios sobre todas las criaturas, como Madre del Salvador y coadjutora de su pasión. Y para que en todo la participase, así como había sentido los dolores correspondientes a los tormentos de su Hijo santísimo, padeció y sintió, quedando viva, los dolores y tormentos que tuvo el Señor en el instante de la muerte. Y aunque ella no murió con efecto, pero fue porque milagrosamente, cuando se había de seguir la muerte, le conservó Dios la vida, siendo este milagro mayor que los demás con que fue confortada en todo el discurso de la pasión. Porque este último dolor fue más intenso y vivo, y todos cuantos han padecido los mártires y los hombres justiciados desde el principio del mundo no llegan a los que María santísima padeció y sufrió en la pasión. Perseveró la gran Señora al pie de la cruz hasta la tarde, que fue enterrado el sagrado cuerpo, como adelante diré, y en retorno de este último dolor en especial quedó la purísima Madre más espiritualizada en lo poco que su virginal cuerpo sentía del ser terreno. 

1399. Los Sagrados Evangelistas no escribieron otros sacramentos y misterios ocultos que obró Cristo nuestro Salvador en la cruz, ni los católicos tenemos de ellos más que las prudentes conjeturas que deducen de la infalible certeza de la fe. Pero entre los que se me han manifestado en esta Historia y en este lugar de la pasión, es una oración que hizo al Eterno Padre antes de hablar las siete palabras referidas por los Evangelistas. Y llamóla oración, porque fue hablando con el Eterno Padre, aunque es como última disposición y testamento que hizo como verdadero y sapientísimo Padre de la familia que le entregó el suyo, que fue todo el linaje humano. Y como la misma razón natural enseña que quien es cabeza de alguna familia y señor de muchos o pocos bienes, no sería prudente despensero, ni atento a su oficio o dignidad, si no declarase a la hora de la muerte la voluntad con que dispone de sus bienes y familia, para que los herederos y sucesores conozcan lo que a cada uno le toca sin litigio y después lo adquiera de justicia en herencia y posesión pacífica; por esta razón y para morir desocupados de lo terreno hacen los hombres del siglo sus testamentos. Y hasta los religiosos se desapropian porque en aquella hora pesa mucho lo terreno y sus cuidados, para que no se levante el espíritu a su Criador. Y aunque a nuestro Salvador no le pudieran embarazar éstas, porque ni las tenía, ni cuando las tuviera estorbaran su poder infinito, pero convenía que dispusiese en aquella hora de los tesoros espirituales y dones que había merecido para los hombres en el discurso de su peregrinación. 

1400. De estos bienes eternos hizo el Señor en la cruz su testamento, determinando a quién tocaba y quiénes habían de ser legítimos herederos y cuáles desheredados y las causas de lo uno y de lo otro, y todo lo hizo confiriéndolo con su Eterno Padre, como Señor supremo y justísimo Juez de todas las criaturas. Y porque en este testamento y disposición estaban resumidos los secretos de la predestinación de los santos y de la reprobación de los prescitos, fue testamento cerrado y oculto para los hombres, y sola María santísima lo entendió, porque a más de serle patentes todas las operaciones del alma santísima de Cristo, era su universal heredera, constituida por Señora de todo lo criado, y como coadjutora de la Redención, había de ser también como testamentaria, por cuyas manos, en que su Hijo puso todas las cosas, como el Padre en las del Hijo (Jn 13, 3), se ejecutase su voluntad y esta gran Señora distribuyese los tesoros adquiridos y debidos a su Hijo por ser quien es y por sus infinitos merecimientos. Esta inteligencia se me ha dado como parte de esta Historia, para que se declare más la dignidad de nuestra Reina y acudan los pecadores a ella como a depositaría de las riquezas que su Hijo y nuestro Redentor se hace cargo con su Eterno Padre; porque todos nuestros socorros se han de librar en María santísima y ella los ha de distribuir por sus piadosas y liberales manos. 

Testamento que hizo Cristo nuestro Salvador, orando a su Eterno Padre en la cruz. 

1401. Enarbolado el madero de la Cruz Santa en el monte Calvario con el Verbo humanado que estaba crucificado en ella, antes de hablar ninguna de las siete palabras, habló con su Eterno Padre interiormente y dijo: Padre mío y Dios eterno, yo te confieso y te engrandezco desde este árbol de mi cruz y te alabo con el sacrificio de mis dolores, pasión y muerte, porque con la unión hipostática de la naturaleza divina levantaste mi humanidad a la suprema dignidad de ser Cristo, Dios-hombre, ungido con tu misma divinidad. Confiésote por la plenitud de dones posibles de gracia y gloria que desde el instante de mi Encarnación comunicaste a mi humanidad, y porque para la eternidad desde aquel punto me diste el pleno dominio universal de todas las criaturas en el orden de gracia y de naturaleza, me hiciste Señor de los cielos y de los elementos, del sol, luna y estrellas, del fuego, del aire, de la tierra y de los mares y de todas las criaturas sensibles e insensibles que en ellos viven, de la disposición de los tiempos, de los días y las noches, dándome señorío y potestad sobre todo, a mi voluntad y disposición; y porque me hiciste Cabeza y Rey, Señor de todos los Ángeles y de los hombres, para que los gobierne y mande, para que premie a los buenos y castigue a los malos; y para todo me diste la potestad y llaves del abismo, desde el supremo cielo hasta el profundo de las cavernas infernales; y porque pusiste en mis manos la justificación eterna de los hombres, sus imperios, reinos y principados, a los grandes y pequeños, a los pobres y a los ricos; y de todos los que son capaces de tu gracia y gloria me hiciste Justificador, Redentor y Glorificador universal de todo el linaje humano, Señor de la muerte y de la vida, de todos los nacidos, de la Iglesia Santa y sus tesoros, de las Escrituras, misterios y sacramentos, auxilios, leyes y dones de la gracia; todo lo pusiste, Padre mío, en mis manos y lo subordinaste a mi voluntad y disposición, y por esto te alabo y engrandezco, te confieso y magnifico. 

1402. Ahora, Señor y Padre Eterno, cuando vuelvo de este mundo a tu diestra por medio de mi muerte de cruz, y con ella y mi pasión dejo cumplida la Redención de los hombres que me encomendaste, quiero, Dios mío, que la misma cruz sea el tribunal de nuestra justicia y misericordia; y estando clavado en ella quiero juzgar a los mismos por quien doy la vida, y justificando mi causa quiero dispensar y disponer de los tesoros de mi venida al mundo y de mi pasión y muerte, para que desde ahora quede establecido el galardón que a cada uno de los justos o réprobos le pertenece, conforme a sus obras con que me hubieren amado o aborrecido. A todos los mortales he buscado y llamado a mi amistad y gracia, y desde el instante que tomé carne humana, sin cesar he trabajado por ellos: he padecido molestias, fatigas, afrentas, ignominias, oprobios, azotes, corona de espinas, y padezco muerte acerbísima de cruz; he rogado por todos a tu inmensa piedad, he orado con vigilias, ayunado y peregrinado, enseñándoles el camino de la eterna vida; y cuanto es de mi parte y de mi voluntad, para todos la quiero, como para todos la he merecido, sin exceptuar ni excluir alguno, y para todos he puesto y fabricado la ley de gracia, y siempre la Iglesia, donde fueren salvos, será estable y permanente. 

1403. Pero con nuestra ciencia y previsión conocemos, Dios y Padre mío, que por la malicia y rebeldía de los hombres no todos quieren nuestra salvación eterna, ni valerse de nuestra misericordia y del camino que yo les he abierto con mi vida, obras y muerte, sino que quieren seguir sus pecados hasta la perdición. Justo eres, Señor y Padre mío, y rectísimos son tus juicios, y justo es que, pues me hiciste juez de los vivos y muertos, entre los buenos y malos, dé a los justos el premio de haberme servido y seguido y a los pecadores el castigo de su perversa obstinación, y aquéllos tengan parte conmigo de mis bienes y estos otros sean privados de mi herencia, pues ellos no la quisieron admitir. Ahora, pues, Eterno Padre mío, en tu nombre y mío, engrandeciéndote, dispongo por mi última voluntad humana, que es conforme a la tuya eterna y divina, y quiero que en primer lugar sea nombrada mi purísima Madre, que me dio el ser humano, porque la constituyo por mi heredera única y universal de todos los bienes de naturaleza, gracia y gloria, que son míos, para que ella sea Señora con dominio pleno de todos; y los que ella en sí puede recibir de la gracia, siendo pura criatura, todos se los concedo con efecto, y los de gloria se los prometo para su tiempo; y quiero que los Ángeles y los hombres sean suyos, y que en ellos tenga entero dominio y señorío, que todos la obedezcan y sirvan; y los demonios la teman y le estén sujetos, y lo mismo hagan todas las criaturas irracionales, los cielos, astros y planetas, los elementos, y todos los vivientes, aves, peces y animales que en ellos se contienen; de todo la hago Señora, para que todos la glorifiquen conmigo; y quiero asimismo que ella sea depositaría y dispensadora de todos los bienes que se encierran en los cielos y en la tierra; lo que ella ordenare y dispusiere en la Iglesia con mis hijos los hombres, será confirmado en el cielo por las tres divinas personas, y todo lo que pidiere para los mortales ahora, después y siempre, lo concederemos a su voluntad y disposición. 

1404. A los Ángeles que obedecieron tu voluntad santa y justa, declaro que les pertenece el supremo cielo por habitación propia y eterna, y en ella el gozo de la visión clara y fruición de nuestra divinidad; y quiero que la gocen en posesión interminable y en nuestra amistad y compañía; y les mando que reconozcan por su legítima Reina y Señora a mi Madre y la sirvan, acompañen y asistan, la lleven en sus manos en todo lugar y tiempo, obedeciendo a su imperio y a todo lo que les quisiere mandar y ordenar. A los demonios, como rebeldes a nuestra voluntad perfecta y santa, los arrojo y aparto de nuestra vista y compañía, de nuevo los condeno a nuestro aborrecimiento y privación eterna de nuestra amistad y gloria y de la vista de mi Madre y de los santos y justos mis amigos; y les determino y señalo por habitación sempiterna el lugar más distante de nuestro real trono, que serán para ellos las cavernas infernales, el centro de la tierra, con privación de luz y horror de sensibles tinieblas; y declaro que ésta es su parte y herencia elegida por su soberbia y obstinación, con que se levantaron contra el ser divino y sus órdenes; y en aquellos calabozos de oscuridad sean atormentados con eterno fuego inextinguible. 

1405. De toda la humana naturaleza con la plenitud de toda mi voluntad llamo y elijo y entresaco a todos los justos y predestinados que por mi gracia e imitación han de ser salvos, cumpliendo mi voluntad y obedeciendo a mi santa ley. A éstos en primer lugar, después de mi Madre purísima, los nombro por herederos de todas mis promesas y misterios, bendiciones y tesoros de mis sacramentos y secretos de mis Escrituras, como en ellas están encerrados; de mi humildad y mansedumbre de corazón; de las virtudes, fe, esperanza y caridad; de la prudencia, justicia, fortaleza y templanza; de mis divinos dones y favores; de mi cruz, trabajos, oprobios y desprecios, pobreza y desnudez. Esta sea su parte y su herencia en la vida presente y mortal, y porque ellos con el bien obrar la han de elegir, para que lo hagan y con alegría, se la señalo por prenda de mi amistad, porque yo la elegí para mí mismo. Y les ofrezco mi protección y defensa, mis inspiraciones santas, mis favores y auxilios poderosos, mis dones y justificación, según su disposición y amor; que para ellos seré padre, hermano y amigo, y ellos serán mis hijos, mis electos y carísimos, y como a tales hijos los nombro por herederos de todos mis merecimientos y tesoros, sin limitación alguna de mi parte. Y quiero que de mi Santa Iglesia y Sacramentos participen y reciban cuanto de ellos se dispusieren a recibir, y que puedan recuperar la gracia y bienes, si la perdieren, y volver a mi amistad, renovados y lavados ampliamente con mi sangre; y que para todo les valga la intercesión de mi Madre y de mis Santos, y que ella los reconozca por hijos y los ampare y tenga por suyos; que mis Ángeles los defiendan, los guíen, patrocinen y los traigan en las palmas para que no tropiecen, y si cayeren les den favor para levantarse. 

1406. Y quiero asimismo que estos mis justos y escogidos sean superiores en excelencia a los réprobos y a los demonios, y que los teman y se les sujeten mis enemigos, y que todas las criaturas racionales e irracionales los sirvan; que los cielos y planetas, los astros y sus influencias los conserven y den vida con sus influjos; la tierra y elementos y todos sus animales los sustenten; todas las criaturas que son mías y me sirven, sean suyas y les sirvan como a mis hijos y amigos; y sea su bendición en el rocío del cielo y grosura de la tierra. Quiero también tener con ellos mis delicias, comunicarles mis secretos, conversar íntimamente y vivir con ellos en la Iglesia militante debajo de las especies de pan y vino, en arras y prendas infalibles de la eterna felicidad y gloria que les prometo, y de ella les hago participantes y herederos, para que conmigo la gocen en el cielo en posesión perpetua y gozo inadmisible.

 1407. A los prescitos y reprobados, por su propia culpa, de nuestra voluntad [Dios quiere sinceramente que todos se salven y a todos da gracia suficiente], aunque fueron criados para otro más alto fin, les permito que su parte y herencia en esta vida mortal sea la concupiscencia de la carne y de los ojos y la soberbia con todos sus efectos, y que coman y sean saciados de la arena de la tierra, que son sus riquezas, y del humo y corrupción de la carne y sus deleites, de la vanidad y presunción mundana. Por adquirir esta posesión han trabajado y en esta diligencia emplearon su voluntad y sus sentidos, a ella convirtieron sus potencias y los dones y beneficios que les dimos, y ellos mismos han hecho voluntaria elección del engaño, aborreciendo la verdad que yo les enseñé en mi ley santa. Renunciaron la que yo escribí en sus mismos corazones y la que les inspiró mi gracia, despreciaron mi doctrina y beneficios, oyeron a mis enemigos y suyos propios, admitieron sus engaños, amaron la vanidad, obraron las injusticias, siguieron la ambición, deleitáronse en la venganza, persiguieron a los pobres, humillaron a los justos, baldonaron de los sencillos e inocentes, apetecieron su propia exaltación y desearon levantarse sobre los cedros del Líbano en la ley de la injusticia que guardaron. 

1408. Y porque todo esto lo hicieron contra la bondad de nuestra divinidad y permanecieron obstinados en su malicia, renunciando el derecho de hijos que yo les he adquirido, los desheredo de mi amistad y gloria; y como San Abrahán apartó de sí a los hijos de las esclavas con algunos dones y reservó su principal hacienda para Isaac, el hijo de la libre Sara, así yo desvío a los prescitos de mi herencia con los bienes transitorios y terrenos que ellos mismos escogieron y, apartándolos de nuestra compañía y de mi Madre y la de los Ángeles y Santos, los condeno a las eternas cárceles y fuego del infierno en compañía de Lucifer y sus demonios, a quien de voluntad sirvieron, y los privo por nuestra eternidad de la esperanza del remedio. Esta es, Padre mío, la sentencia que pronuncio como juez y cabeza de los hombres y los ángeles y el testamento que dispongo para mi muerte y efecto de la Redención humana, remunerando a cada uno lo que de justicia le pertenece, conforme a sus obras y al decreto de tu incomprensible sabiduría, con la equidad de tu rectísima justicia.—Hasta aquí habló Cristo Salvador nuestro en la Cruz con su Eterno Padre, y quedó este misterio y sacramento sellado y guardado en el corazón de María santísima, como testamento oculto y cerrado, para que por su intercesión y disposición a su tiempo y desde luego se ejecutase en la Iglesia, como hasta entonces se había comenzado a ejecutar por la ciencia y previsión divina, donde todo lo pasado y lo futuro está junto y presente. 

Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima. 

1409. Hija mía, procura con todo tu afecto no olvidar en tu vida la noticia de los misterios que en este capítulo te he manifestado. Yo, como tu Madre y Maestra, pediré al Señor que con su virtud divina imprima en tu corazón las especies que te he dado, para que permanezcan fijas y presentes en él, mientras vivieres. Con este beneficio quiero que perpetuamente tengas en tu memoria a Cristo crucificado, mi Hijo santísimo y Esposo tuyo, y nunca olvides los dolores de la Cruz y la doctrina que enseñó y practicó Su Majestad en ella. En este espejo has de componer tu hermosura, y en ella tendrás tu gloria interior, como la hija del príncipe (Sal 44, 14), para que atiendas, procedas y reines como esposa del supremo Rey. Y porque este honroso título te obliga a procurar con todo esfuerzo su imitación y proporción igual, en cuanto te es posible con su gracia, y éste ha de ser el fruto de mi doctrina, así quiero que desde hoy vivas crucificada con Cristo y te asimiles a tu ejemplar y dechado, quedando muerta a la vida terrena. Quiero que se consuman en ti los efectos de la primera culpa y sólo vivas a las operaciones y efectos de la virtud divina y renuncies todo lo que tienes heredado como hija del primer Adán, para que en ti se logre la herencia del segundo, que es Cristo Jesús, tu Redentor y Maestro. 

1410. Para ti ha de ser tu estado muy estrecha cruz donde estés clavada, y no ancha senda, con dispensaciones y explicaciones que la hagan espaciosa, dilatada y acomodada, y no segura ni perfecta. Este es el engaño de los hijos de Babilonia y de Adán, que procuran en sus obras buscar ensanches en la ley de Dios, cada uno en su estado, y recatean la salvación de sus almas, para comprar el cielo muy barato, o aventurarse a perderle, si les ha de costar el estrecharse y ajustarse al rigor de la divina ley y sus preceptos. De aquí nace el buscar doctrinas y opiniones que dilaten las sendas y caminos de la vida eterna, sin advertir que mi Hijo santísimo les enseñó que eran muy angostos (Mt 7, 14) y que Su Majestad fue por ellos, para que nadie imagine que puede ir por otros más espaciosos a la carne y a las inclinaciones viciadas por el pecado. Este peligro es mayor en los eclesiásticos y religiosos, que por su estado deben seguir a su divino Maestro y ajustarse a su vida y pobreza, y para esto eligieron el camino de la cruz, y quieren que la dignidad o la religión sea para comodidad temporal y aumento de mayores honras de su estimación y aplauso, que tuvieran en otro estado. Y para conseguirlo ensanchan la cruz que prometieron llevar, de manera que vivan en ella muy holgados y ajustados a la vida carnal, con opiniones y explicaciones engañosas. Y a su tiempo conocerán la verdad de aquella sentencia del Espíritu Santo, que dice: A cada uno le parece seguro su camino, pero el Señor tiene en su mano el peso de los corazones humanos (Prov 21, 2). 

1411. Tan lejos te quiero, hija mía, de este engaño, que has de vivir ajustada al rigor de tu profesión en lo más estrecho de ella, de manera que en esta cruz no te puedas extender ni ensanchar a una ni otra parte, como quien está clavada en ella con Cristo; y por el menor punto de tu profesión y perfección has de posponer todo lo temporal de tu comodidad. La mano derecha has de tener clavada con la obediencia, sin reservar movimiento, ni obra, ni palabra y pensamiento que no se gobierne en ti con esta virtud. No has de tener ademán que sea obra de tu propia voluntad, sino de la ajena, ni has de ser sabia contigo misma en cosa alguna (Prov 3, 7), sino ignorante y ciega, para que te guíen los superiores. El que promete —dice el Sabio (Prov 6, 1)— clavó su mano, y con sus palabras queda atado y preso. Tu mano clavaste con el voto de la obediencia, y con este acto quedaste sin libertad ni propiedad de querer o no querer. La mano siniestra tendrás clavada con el voto de la pobreza, sin reservar inclinación ni afecto a cosa alguna que suelen codiciar los ojos, porque en el uso y en el deseo has de seguir ajustadamente a Cristo pobre y desnudo en la cruz. Con el tercer voto, de la castidad, han de estar clavados tus pies, para que tus pasos y movimientos sean puros, castos y hermosos. Y para esto no has de consentir en tu presencia palabra que disuene de la pureza, ni admitir especie ni imagen en tus sentidos, mirar, ni tocar a criatura humana; tus ojos y todos tus sentidos han de estar consagrados a la castidad, sin dispensar de ellos más de para ponerlos en Jesús crucificado. El cuarto voto, de la clausura, guardarás segura en el costado y pecho de mi Hijo santísimo, donde yo te la señalo. Y para que esta doctrina te parezca suave y este camino menos estrecho, atiende y considera en tu pecho la imagen que has conocido de mi Hijo y Señor lleno de llagas, tormentos y dolores, y al fin clavado en la cruz, sin dejar en su sagrado cuerpo alguna parte que no estuviese herida y atormentada. Y Su Majestad y yo éramos más delicados y sensibles que todos los hijos de los hombres, y por ellos padecimos y sufrimos tan acerbos dolores, para que ellos se animasen a no recusar otros menores por su bien propio y eterno y por el amor que tanto les obligó; a que debían los mortales ser agradecidos, entregándose al camino de las espinas y abrojos y a llevar la cruz por imitar y seguir a Cristo y alcanzar la eterna felicidad, pues es el camino derecho para ella.

MISTICA CIUDAD DE DIOS
VIDA DE LA VIRGEN MARÍA 
Venerable María de Jesús de Agreda
Libro VI, Cap. 22