viernes, 23 de febrero de 2024

Santa Brígida: Orando la Santa por los habitantes de Nápoles, Dios se queja de los muchos pecados con que le ofenden...



Orando la Santa por los habitantes de la ciudad de Nápoles, Dios se queja de los muchos pecados con que le ofenden, los estimula a la enmienda y los amenaza. 


A una persona que se hallaba en vela orando, dice santa Brígida, y dedicada a la contemplación, mientras estaba en un arrobamiento de elevación mental, se le apareció Jesucristo y le dijo: Oye tú, a quien es dado oír y ver las cosas espirituales, observa con cuidado y retén en tu memoria lo que ahora oyeres y de mi parte has de anunciar a la gente. 

No digas estas cosas por adquirirte honra o humana alabanza, ni tampoco las calles por temor de humano improperio y desprecio; pues lo que ahora has de oír no se te manifiesta por ti solamente, sino también por los ruegos de mis amigos; porque varios escogidos amigos míos de la ciudad de Nápoles me han estado rogando durante muchos años con todo su corazón, con súplicas y penitencias en favor de mis enemigos que habitan en la misma ciudad, para que les manifestase yo alguna gracia, por medio de la cual pudieran apartarse de sus corrupciones y pecados y restablecerse de un modo saludable. Movido yo por tales súplicas, te digo las siguientes palabras, y así oye con atención lo que te hablo. 

Yo soy el Creador de todas las cosas y Señor, tanto de los demonios, como de todos los ángeles, y nadie se libertará de mi juicio. De tres maneras pecó contra mí el demonio: con la soberbia, con la envidia y con la arrogancia, esto es, con el amor de la propia voluntad. Fue tan soberbio, que quiso ser señor sobre mí, para que yo estuviese sometido a él. También me tenía tanta envidia, que si posible fuera, de buena gana me hubiera muerto, para ser él el Señor y sentarse en mi trono. 

Y quiso también tanto su propio voluntad, que nada se cuidaba de la mía, con tal de que él pudiera hacer la suya; y por esto cayó del cielo, y de ángel fue hecho demonio en lo profundo del infierno. Viendo yo después su malicia y la gran envidia que al hombre tenía, manifesté mi voluntad y di mis mandamientos a los hombres, para que cumpliéndolos, pudieran complacerme y desagradar al demonio. Más adelante, por el amor que siempre tengo a los hombres, vine al mundo y tomé carne de la Virgen, les enseñé también por mí mismo con obras y palabras el camino de la salvación, y para manifestarles perfecta caridad y amor les abrí el cielo con mi propia sangre. 

Pero ¿qué hacen ahora conmigo los hombres que son enemigos míos? Desprecian del todo mis preceptos, me arrojan de sus corazones como abominable veneno, me escupen también de su boca como cosa podrida, y detestan verme como a un leproso que huele muy mal; mas al demonio y a sus hechuras las abrazan con todo ahínco e imitan sus obras, introducen a aquel en sus corazones, y con gusto y alegría hacen la voluntad de ese mal espíritu y siguen sus malignas inspiraciones. 

De consiguiente, por justo juicio mío irán con el demonio al infierno eternamente y sin fin, y por la soberbia que tiene sufrirán confusión y eterna vergüenza, de tal suerte, que ángeles y demonios dirán de ellos: Se hallan llenos de confusión hasta lo sumo. Por la insaciable codicia que ellos tienen, cada demonio del infierno los llenará de su veneno mortífero, de manera que en sus almas no quedará vacío lugar alguno que no esté lleno de veneno diabólico. Y por la lujuria en que están ardiendo como animales estúpidos, nunca serán admitidos a ver mi rostro, sino que serán separados de mí y privados de su desordenado placer. 

Tendrás entendido también, que aunque todos los pecados mortales son gravísimos, has de saber, sin embargo, que se cometen dos pecados que ahora te nombro, los cuales traen consigo otros pecados que todos parecen veniales; mas porque en intención encaminan a los mortales, y porque la gente se deleita en ellos con voluntad de perseverar aunque los lleven y envuelvan en los mortales, se hacen por tanto mortales en la intención, y en la ciudad de Nápoles comete la gente otros muchos pecados abominables que ahora no quiero nombrarte. 

El primero de aquellos dos pecados es, que los rostros de la criatura humana racional son teñidos de diversos colores, con los cuales quedan pintados como las imágenes insensibles y las estatuas de los ídolos, y les parecen a los demás más hermosos de lo que yo les hice. El segundo pecado es, que con las deshonestas formas de vestidos que la gente usa, los cuerpos de hombres y mujeres se desfiguran de su natural estado, y esto lo hacen por soberbia y por parecer en sus cuerpos más lascivos y hermosos de lo que yo, Dios, los crie, y para que los que así los vean sean más pronto provocados e inflamados a la concupiscencia de la carne. 

Ten, pues, como muy cierto, que cuantas veces embadurnan sus rostros con lo colores, otras tantas se les disminuye alguna infusión del Espíritu Santo, y otras tantas el demonio se aproxima más a ellos; y cuantas veces se adornan con vestidos indecorosos y deshonestas, otros tantas se disminuye el ornato del alma y se aumenta el poder del demonio. 

Oh enemigos míos, que hacéis tales cosas y descaradamente cometéis otros pecados contrarios a mi voluntad, ¿por qué os habéis olvidado de mi Pasión, y no veis en vuestros corazones cómo estuve desnudo, atado a la columna y fui azotado cruelmente con duros látigos? ¿Cómo estaba yo desnudo y daba voces en la cruz, cubierto de llagas y vestido con sangre? Y cuando os pintáis y desfiguráis vuestros rostros, ¿por qué no miráis mi rostro cómo estaba lleno de sangre? Ni tampoco miráis mis ojos cómo se oscurecieron y estaban cubiertos de sangre y lágrimas, y mis párpados de color lívido. 

¿Por qué no miráis todavía mi boca, ni veis mis oídos y barba lo descoloridos que estaban y bañados en la misma sangre, ni miráis mis demás miembros atormentados cruelmente con diversas penas? ¿No veis tampoco cómo por vosotros, cárdeno y muerto estuve pendiente en la cruz, donde hecho la mofa y el oprobio de todos, sufrí los ultrajes, para que con semejante recuerdo y teniendo en él fija vuestra memoria, me amaseis a mí, vuestro Dios, y huyerais de esta suerte de los lazos del demonio, con que estáis horrorosamente atados? 

Y puesto que todas esas cosas se hallan puestas en olvido y despreciadas en vuestros ojos y en vuestros corazones, hacéis como las mujeres inflames, que no aman sino el placer y bienestar de su carne y no los hijos. Así, también, lo hacéis vosotros; pues yo, Dios, vuestro Creador y Redentor, os visito a todos, tocando con mi gracia en vuestros corazones, porque a todos os amo. Pero cuando en vuestro corazón sentís alguna compunción o algún llamamiento de inspiración, esto es, de mi Espíritu, o al oír mis palabras formáis algún buen propósito; al punto procuráis el aborto espiritual, excusáis vuestros pecados, os delectáis con ellos, y hasta queréis perseverar criminalmente en los mismos. Hacéis, por consiguiente, la voluntad del demonio, lo introducís en vuestros corazones, y de esta manera, con desprecio me expulsáis a mí; por lo cual estáis sin mí y yo no estoy con vosotros, y no estáis en mí sino en el demonio, porque obedecéis su voluntad y sugestiones. 

Por tanto, según ya dije, daré mi sentencia, y antes mostraré mi misericordia. Esta misericordia mía es, que no hay ningún enemigo mío que sea tan gran pecador que se le niegue mi misericordia, si la pidiera con corazón puro y humilde. Así, pues, tres cosas deben hacer mis enemigos, si quisieren reconciliarse con mi gracia y amistad. Lo primero es, que se arrepientan y tengan contrición de todo corazón, por haberme ofendido a mí, su Creador y Redentor. Lo segundo es, una confesión pura, fervorosa y humilde que deben hacer ante un confesor, y enmendar así todos sus pecados, haciendo penitencia y satisfacción según el consejo y juicio del mismo confesor: entonces me acercaré yo a ellos, y el demonio se alejará. Lo tercero es, que después de practicadas las diligencias anteriores con devoción y perfecto amor de Dios reciban y tomen mi Cuerpo, teniendo propósito firme de no recaer en los anteriores pecados, sino de perseverar hasta el fin en el bien. 

A todo el que de esta manera se enmendare, al punto le saldré al encuentro como el piadoso padre al hijo perdido, y lo recibiré en mi gracia con mejor gana de lo que él pudiera pensar y pedirme, y entonces yo estaré en él y él en mí, y vivirá conmigo y gozará eternamente. 

Pero en cuanto a los que perseveraren en su pecados y malicia, indudablemente vendrá mi justicia sobre ellos; pues como hace el pescador al ver los peces jugando alegres y divertidos en el agua, que entonces echa al mar el anzuelo, y los va cogiendo uno a uno, no todos a la vez sino paulatinamente, y en seguida los mata, hasta acabar con todos; así haré yo con mis enemigos que perseveren en el pecado. Poco a poco los iré sacando de la vida mundanal de este siglo, en la que temporal y carnalmente se deleitan; y en la hora que menos crean y vivan en mayor deleite, entonces les arrancaré la vida, y los enviaré a la muerte eterna, donde nunca jamás verán mi rostro, porque prefirieron hacer y llevar a cabo su desordenada y corrompida voluntad, antes que cumplir la mía y mis mandamientos. 

Oído así todo esto, desapareció la visión.

Profecías y Revelaciones de Santa Brígida
Libro 7
Capítulo 18

martes, 20 de febrero de 2024

Oración Universal del Papa Clemente XI



Creo Señor, pero afirma mi fe; espero en Ti, pero asegura mi esperanza; Te amo, pero inflama mi amor; me arrepiento, pero aumenta mi arrepentimiento.

Te adoro como primer principio; Te deseo como mi fin ultimo; Te alabo como mi bienhechor perpetuo; Te invoco como mi defensor propicio.

Dirígeme con tu sabiduría, contenme con tu justicia, consuélame con tu clemencia, protégeme con tu poder.

Te ofrezco, Dios mío, mis pensamientos para pensar en Ti, mis palabras para hablar de Ti, mis obras para actuar según Tu voluntad, mis sufrimientos para padecerlos por Ti.

Quiero lo que Tú quieras, porque Tú lo quieres, como Tú lo quieres, y en tanto Tú lo quieras.

No me inficione la soberbia, no me altere la adulación, no me engañe el mundo, no me atrape en sus redes el demonio.

Concédeme la gracia de depurar la memoria, de refrenar la lengua, de recoger la vista, y mortificar los sentidos.

Te ruego, Señor, ilumina mi entendimiento, inflama mi voluntad, purifica mi corazón, santifica mi alma.

Que llore las iniquidades pasadas, rechace las tentaciones futuras, corrija las inclinaciones viciosas, cultive las virtudes necesarias.

Concédeme, oh buen Dios, amor a Ti, odio a mí, celo del prójimo, desprecio del mundo.

Que procure obedecer a los superiores, asistir a mis inferiores, favorecer a mis amigos, perdonar a mis enemigos.

Que venza la sensualidad con la mortificación, la avaricia con la generosidad, la ira con la mansedumbre, la tibieza con la devoción.

Hazme prudente en las determinaciones, constante en los peligros, paciente en las adversidades, humilde en la prosperidad.

Haz Señor, que sea en la oración fervoroso, en las comidas sobrio, en mis deberes diligente, en los propósitos constante.

Que me aplique a alcanzar la inocencia interior, la modestia exterior, una conversación edificante, una conducta regular.

Que me esfuerce por someter a mi naturaleza, secundar a la gracia, observar Tu ley y merecer la salvación.

Dame a conocer cuán frágil es lo terreno, cuán grande lo celestial y divino, cuán breve lo temporal, cuán perdurable lo eterno.

Haz que me prepare para la muerte, que tema el juicio, que evite el infierno y que obtenga el paraíso.

Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

jueves, 15 de febrero de 2024

El Infierno de San Alfonso María de Ligorio

 


DE LAS PENAS DEL INFIERNO

E irán éstos al suplicio eterno.

Mt. 25, 46


PUNTO 1

Dos males comete el pecador cuando peca: deja a Dios, Sumo Bien, y se entrega a las criaturas. Porque dos males hizo mi pueblo: me dejaron a Mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí aljibes rotos, que no pueden contener las aguas (Jer. 2, 13). Y porque el pecador se dio a las criaturas, con ofensa de Dios, justamente será luego atormentado en el infierno por esas mismas criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de sentido. Mas como su culpa mayor, en la cual consiste la maldad del pecado, es el apartarse de Dios, la pena más grande que hay en el infierno es la pena de daño, el carecer de la vista de Dios y haberle perdido para siempre.

Consideremos primeramente la pena de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla esa cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios.

¿Qué es, pues, el infierno? El lugar de tormentos (Lucas 16, 28), como le llamó el rico Epulón, lugar de tormentos, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiere servido de medio para ofender a Dios será más gravemente atormentado (Sb. 11, 17; Ap. 18, 7). La vista padecerá el tormento de las tinieblas (Jb. 10, 21).

Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz que pasara cuarenta o cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues el infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de luz alguna (Salmo 48, 20).

El fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. “Voz del Señor, que corta llama de fuego” (Sal. 28, 7). Es decir, como lo explica San Basilio, que el Señor separará del fuego la luz, de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar. O como más brevemente dice San Alberto Magno: “Apartará del calor el resplandor”. Y el humo que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice San Judas (1, 3), cegará los ojos de los réprobos. No habrá allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos. Un pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios y del horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto.

El olfato padecerá su propio tormento. Sería insoportable que estuviésemos encerrados en estrecha habitación con un cadáver fétido. Pues el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí (Is. 34, 3).

Dice San Buenaventura que si el cuerpo de un condenado saliera del infierno, bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo... Y aún dice algún insensato: “Si voy al infierno, no iré solo...” ¡Infeliz!, cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos.

“Allí –dice Santo Tomás– la compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura”. Mucho más penarán, sin duda, por la fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, como ovejas en tiempo de invierno (Sal. 48, 15), como uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios (Ap. 19, 15).

Padecerán asimismo el tormento de la inmovilidad (Ex. 15, 16). Tal como caiga el condenado en el infierno, así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie mientras Dios sea Dios.

Será atormentado el oído con los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo que los demonios moverán (Jb. 15, 21). Huye a menudo de nosotros el sueño cuando oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o ladrido de algún perro... ¡Infelices réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos pavorosos de todos los condenados!...

La gula será castigada con el hambre devoradora... (Sal. 58, 15). Mas no habrá allí ni un pedazo de pan. Padecerá el condenado abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua nomás pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.


PUNTO 2

La pena de sentido que más atormenta a los réprobos es el fuego del infierno, tormento del tacto (Ecl. 7, 19). El Señor le mencionará especialmente en el día del juicio: Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno (Mateo 25, 41).

Aun en este mundo el suplicio del fuego es el más terrible de todos. Mas hay tal diferencia entre las llamas de la tierra y las del infierno, que, según dice San Agustín, en comparación de aquéllas, las nuestras son como pintadas; o como si fueran de hielo, añade San Vicente Ferrer. Y la razón de esto consiste en que el fuego terrenal fue creado para utilidad nuestra; pero el del infierno sólo para castigo fue formado. “Muy diferentes son –dice Tertuliano– el fuego que se utiliza para el uso del hombre y el que sirve para la justicia de Dios”. La indignación de Dios enciende esas llamas de venganza (Jer. 15, 14); y por esto Isaías (4, 4) llama espíritu de ardor al fuego del infierno.

El réprobo estará dentro de las llamas, rodeado de ellas por todas partes, como leño en el horno. Tendrá abismos de fuego bajo sus plantas, inmensas masas de fuego sobre su cabeza y alrededor de sí. Cuanto vea, toque o respire, fuego ha de respirar, tocar y ver. Sumergido estará en fuego como el pez en el agua. Y esas llamas no se hallarán sólo en derredor del réprobo, sino que penetrarán dentro de él, en sus mismas entrañas, para atormentarle.

El cuerpo será pura llama; arderá el corazón en el pecho, las vísceras en el vientre, el cerebro en la cabeza, en las venas la sangre, la médula en los huesos. Todo condenado se convertirá en un horno ardiente (Salmo 20, 10).

Hay personas que no sufren el ardor de un suelo calentado por los rayos del sol, o estar junto a un brasero encendido, en cerrado aposento, ni pueden resistir una chispa que les salte de la lumbre, y luego no temen aquel fuego que devora, como dice Isaías (33, 14). Así como una fiera devora a un tierno corderillo, así las llamas del infierno devorarán al condenado. Le devorarán sin darle muerte.

“Sigue, pues, insensato –dice San Pedro Damián hablando del voluptuoso–; sigue satisfaciendo tu carne, que un día llegará en que tus deshonestidades se convertirán en ardiente pez dentro de tus entrañas y harán más intensa y abrasadora la llama infernal en que has de arder”.

Y añade San Jerónimo que aquel fuego llevará consigo todos los dolores y males que en la tierra nos atribulan; hasta el tormento del hielo se padecerá allí (Jb. 24, 19). Y todo ello con tal intensidad, que, como dice San Juan Crisóstomo, los padecimientos de este mundo son pálida sombra en comparación de los del infierno.

Las potencias del alma recibirán también su adecuado castigo. Tormento de la memoria será el vivo recuerdo del tiempo que en vida tuvo el condenado para salvarse y lo gastó en perderse, y de las gracias que Dios le dio y fueron menospreciadas. El entendimiento padecerá considerando el gran bien que ha perdido perdiendo a Dios y el Cielo, y ponderando que esa pérdida es ya irremediable. La voluntad verá que se le niega todo cuanto desea (Sal. 140, 10).

El desventurado réprobo no tendrá nunca nada de lo que quiere, y siempre ha de tener lo que más aborrezca: males sin fin. Querrá librarse de los tormentos y disfrutar de paz. Mas siempre será atormentado, jamás hallará momento de reposo.


PUNTO 3

Todas las penas referidas nada son si se comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el llanto y las llamas no constituyen la esencia del infierno. El verdadero infierno es la pena de haber perdido a Dios.

Decía San Bruno: “Multiplíquense los tormentos, con tal que no se nos prive de Dios”. Y San Juan Crisóstomo: “Si dijeres mil infiernos de fuego, nada dirás comparable al dolor aquél”. Y San Agustín añade que si los réprobos gozasen de la vista de Dios, “no sentirían tormento alguno, y el mismo infierno se les convertiría en paraíso”.

Para comprender algo de esta pena, consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra preciosa que valga cien escudos, tendrá disgusto grande; pero si esa piedra valiese doscientos, sentiría la pérdida mucho más, y más todavía si valiera quinientos.

En suma: cuanto mayor es el valor de lo que se pierde, tanto más se acrecienta la pena que ocasiona el haberlo perdido... Y puesto que los réprobos pierden el bien infinito, que es Dios, sienten –como dice Santo Tomás– una pena en cierto modo infinita.

En este mundo solamente los justos temen esa pena, dice San Agustín. San Ignacio de Loyola decía: “Señor, todo lo sufriré, mas no la pena de estar privado de Vos”. Los pecadores no sienten temor ninguno por tan grande pérdida, porque se contentan con vivir largos años sin Dios, hundidos en tinieblas. Pero en la hora de la muerte conocerán el gran bien que han perdido.

El alma, al salir de este mundo –dice San Antonino–, conoce que fue creada por Dios, e irresistiblemente vuela a unirse y abrazarse con el Sumo Bien; mas si está en pecado, Dios la rechaza.

Si un lebrel sujeto y amarrado ve cerca de sí exquisita caza, se esfuerza por romper la cadena que le retiene y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al separarse del cuerpo, se siente naturalmente atraída hacia Dios. Pero el pecado la aparta y arroja lejos de Él (Is. 1, 2).

Todo el infierno, pues, se cifra y resume en aquellas primeras palabras de la sentencia: Apartaos de Mí, malditos (Mt. 25, 41). Apartaos, dirá el Señor; no quiero que veáis mi rostro. “Ni aun imaginando mil infiernos podrá nadie concebir lo que es la pena de ser aborrecido de Cristo”.

Cuando David impuso a Absalón el castigo de que jamás compareciese ante él, sintió Absalón dolor tan profundo, que exclamó: Decid a mi padre que, o me permita ver su rostro, o me dé la muerte (2 Rg. 14, 32).

Felipe II, viendo que un noble de su corte estaba en el templo con gran irreverencia, le dijo severamente: “No volváis a presentaros ante mí”; y tal fue la confusión y dolor de aquel hombre, que al llegar a su casa murió... ¿Qué será cuando Dios despida al réprobo para siempre?... “Esconderé de él mi rostro, y hallarán todos los males y aflicciones” (Dt. 31, 17). No sois ya míos, ni Yo vuestro, dirá Cristo (Os. 1, 9) a los condenados en el día del juicio.

Aflige dolor inmenso a un hijo o a una esposa cuando piensan que nunca volverán a ver a su padre o esposo, que acaban de morir... Pues si al oír los lamentos del alma de un réprobo le preguntásemos la causa de tanto dolor, ¿qué sentiría ella cuando nos dijese: “Lloro porque he perdido a Dios, y ya no le veré jamás”? ¡Y si, a lo sumo, pudiese el desdichado amar a Dios en el infierno y conformarse con la divina voluntad! Mas no; si eso pudiese hacer, el infierno ya no sería infierno. Ni podrá resignarse ni le será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole eternamente, y ése ha de ser su mayor tormento: conocer que Dios es el Sumo Bien, digno de infinito amor, y verse forzado a aborrecerle siempre. “Soy aquel malvado desposeído del amor de Dios”, así respondió un demonio interrogado por Santa Catalina de Génova.

El réprobo odiará y maldecirá a Dios, y maldiciéndole maldecirá los beneficios que de Él recibió: la creación, la redención, los sacramentos, singularmente los del bautismo y penitencia, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a todos los ángeles y Santos, y con odio implacable a su ángel custodio, a sus santos protectores y a la Virgen Santísima. Maldecidas serán por él las tres divinas Personas, especialmente la del Hijo de Dios, que murió por salvarnos, y las llagas, trabajos, Sangre, Pasión y muerte de Cristo Jesús.


DE LA ETERNIDAD DEL INFIERNO

E irán éstos al suplicio eterno.
MT. 25, 46


PUNTO 1

Si el infierno tuviese fin no sería infierno. La pena que dura poco, no es gran pena. Si a un enfermo se le saja un tumor o se le quema una llaga, no dejará de sentir vivísimo dolor; pero como este dolor se acaba en breve, no se le puede tener por tormento muy grave. Mas sería grandísima tribulación que al cortar o quemar continuara sin treguas semanas o meses. Cuando el dolor dura mucho, aunque sea muy leve, se hace insoportable. Y no ya los dolores, sino aun los placeres y diversiones duraderos en demasía, una comedia, un concierto continuado sin interrupción por muchas horas, nos ocasionarían insufrible tedio. ¿Y si durasen un mes, un año?

¿Qué sucederá, pues, en el infierno, donde no es música ni comedia lo que siempre se oye, ni leve dolor lo que se padece, ni ligera herida o breve quemadura de candente hierro lo que atormenta, sino el conjunto de todos los males, de todos los dolores, no en tiempo limitado, sino por toda la eternidad? (Ap. 20, 10).

Esta duración eterna es de fe, no una mera opinión, sino verdad revelada por Dios en muchos lugares de la Escritura. “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno (Mt. 25, 41). E irán éstos al suplicio eterno (Mt. 25, 46). Pagarán la pena de eterna perdición (2 Tes. 19). Todos serán con fuego asolados (Mc. 9, 48)”. Así como la sal conserva los manjares, el fuego del infierno atormenta a los condenados y al mismo tiempo sirve como de sal, conservándoles la vida. “Allí el fuego consume de tal modo –dice San Bernardo (Med., c. 3)–, que conserva siempre”.

¡Insensato sería el que, por disfrutar un rato de recreo, quisiera condenarse a estar luego veinte o treinta años encerrado en una fosa! Si el infierno durase, no ya cien años, sino dos o tres nomás, todavía fuera locura incomprensible que por un instante de placer nos condenásemos a esos dos o tres años de tormento gravísimo. Pero no se trata de treinta, ni de ciento, ni de mil, ni de cien mil años; se trata de padecer para siempre terribles penas, dolores sin fin, males espantosos, sin alivio alguno.

Con razón, pues, aun los Santos gemían y temblaban mientras subsistía con la vida temporal el peligro de condenarse. El bienaventurado Isaías ayunaba y hacía penitencia en el desierto, y se lamentaba, exclamando: “¡Ah infeliz de mí, que aún no estoy libre de las llamas infernales!”.


PUNTO 2

El que entra en el infierno jamás saldrá de allí. Por este pensamiento temblaba el rey David cuando decía (Sal. 68, 16): Ni me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca. Apenas se hunda el réprobo en aquel pozo de tormentos, se cerrará la entrada y no se abrirá nunca.

Puerta para entrar hay en el infierno, mas no para salir, dice Eusebio Emiseno; y explicando las palabras del Salmista, escribe: “No cierra su boca el pozo, porque se cerrará en lo alto y se abrirá en lo profundo cuando recibe a los réprobos”.
Mientras vive, el pecador puede conservar alguna esperanza de remedio; pero si la muerte le sorprende en pecado, acabará para él toda esperanza (Pr. 11, 7). ¡Y si, a lo menos, pudiesen los condenados forjarse alguna engañosa ilusión que aliviara su desesperación horrenda!...

El pobre enfermo, llagado e impedido, postrado en el lecho y desahuciado de los médicos, tal vez se ilusiona y consuela pensando que ha de llegar algún doctor o nuevo remedio que le cure. El infeliz criminal condenado a perpetua cadena busca también alivio a su pesar en la remota esperanza de huir y libertarse. ¡Si lograse siquiera el condenado engañarse así, pensando que algún día podría salir de su prisión!... Mas no; en el infierno no hay esperanza, ni cierta ni engañosa; no hay allí un ¿quién sabe? consolador.

El desventurado verá siempre ante sí escrita su sentencia, que le obliga a estar perpetuamente lamentándose en aquella cárcel de dolores. Unos para la vida eterna y otros para oprobio, para que lo vean siempre (Dn. 12, 2).
El réprobo no sólo padece lo que ha de padecer en cada instante, sino en todo momento, la pena de la eternidad. “Lo que ahora padezco –dirá– he de padecerlo siempre”. “Sostienen –dice Tertuliano– el peso de la eternidad”.

Roguemos, pues, al Señor, como rogaba San Agustín: “Quema y corta y no perdones aquí, para que perdones en la eternidad”. Los castigos de esta vida, transitorios son: “Tus saetas pasan. La voz del trueno va en rueda por el aire” (Sal. 76, 19). Pero los castigos de la otra vida no acaban jamás.

Temámoslos, pues. Temamos la voz de trueno con que el supremo Juez pronunciará en el día del juicio su sentencia contra los réprobos: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno”. Dice la Escritura en rueda, porque esa curva es símbolo de la eternidad, que no tiene fin. Grande es el castigo del infierno, pero lo más terrible de él es ser irrevocable.

Mas ¿dónde?, dirá el incrédulo; ¿dónde está la justicia de Dios, al castigar con pena eterna un pecado que dura un instante?... ¿Y cómo, responderemos; cómo se atreve el pecador, por el placer de un instante, a ofender a un Dios de Majestad infinita? Aun en el juicio humano, dice Santo Tomás, la pena se mide, no por la duración, sino por la calidad del delito. “No porque el homicidio de cometa en un momento ha de castigarse con pena momentánea” (1-2, q. 87, a. 4).

Para el pecado mortal, un infierno es poco. A la ofensa de la Majestad infinita debe corresponder el infinito castigo, dice San Bernardino de Siena. Y como la criatura, escribe el Angélico Doctor, no es capaz de recibir pena infinita, justamente hace Dios que esa pena sea infinita en duración.

Además, la pena debe ser necesariamente eterna, porque el réprobo no podrá jamás satisfacer por su culpa. En este mundo puede satisfacer el pecador penitente, en cuanto se le aplican los méritos de Jesucristo; pero el condenado no participa de esos méritos, y, por tanto, no pudiendo nunca satisfacer a Dios, siendo eterno el pecado, eterno también ha de ser el castigo (Sal. 48, 8-9).

“Allí, la culpa –dice el Belluacense– podrá ser castigada; pero expiada, jamás”; porque, como dice San Agustín, “allí, el pecador no podrá arrepentirse”, y por eso el Señor estará siempre airado contra él (Mal. 1, 4). Y aun dado el caso que Dios quisiera perdonar al réprobo, éste no querría el perdón, porque su voluntad, obstinada y rebelde, está confirmada en odio contra Dios.

Dice Inocencio III: “Los condenados no se humillarán; antes bien, la malignidad del odio crecerá en ellos”. Y San Jerónimo afirma que “en los réprobos el deseo de pecar es insaciable”. La herida de tales desventurados no tiene curación; ellos mismos se niegan a sanar (Jer. 15, 18).


PUNTO 3

En la vida del infierno, la muerte es lo que más se desea. Buscarán los hombres la muerte, y no la hallarán. Desearán morir, y la muerte huirá de ellos (Ap. 9, 6). Por lo cual exclama San Jerónimo: “¡Oh muerte, cuán grata serías a los mismos para quienes fuiste tan amarga!”.

Dice David (Sal. 48, 15) que la muerte se apacentará con los réprobos. Y lo explica San Bernardo, añadiendo que, así como al pacer los rebaños comen las hojas de la hierba y dejan la raíz, así la muerte devora a los condenados: los mata en cada instante y, a la vez, les conserva la vida para seguir atormentándolos con eterno castigo.

De suerte, dice San Gregorio, que el réprobo muere continuamente, sin morir jamás. Cuando a un hombre le mata el dolor, le compadecen las gentes. Mas el condenado no tendrá quién le compadezca. Estará siempre muriendo de angustia, y nadie le compadecerá...

El emperador Zenón, sepultado vivo en una fosa, gritaba y pedía, por piedad, que le sacaran de allí, mas no le oyó nadie, y le hallaron después muerto en ella. Y las mordeduras que en los brazos él mismo, sin duda se había hecho, patentizaron la horrible desesperación que habría sentido...

Pues los condenados, exclama San Cirilo de Alejandría, gritan en la cárcel del infierno, pero nadie acude a librarlos, ni nadie los compadece nunca.

¿Y cuánto durará tanta desdicha?... Siempre, siempre. Refiéranse en los Ejercicios Espirituales, del Padre Séñeri, publicados por Muratori, que en Roma se interrogó a un demonio (que estaba en el cuerpo de un poseso), y le preguntaron cuánto tiempo debía estar en el infierno..., y respondió, dando señales de rabiosa desesperación: ¡Siempre, siempre!...

Fue tal el terror de los circunstantes, que muchos jóvenes del Seminario Romano, allí presentes, hicieron confesión general, y sinceramente mudaron de vida, convertidos por aquel breve sermón de dos palabras solas...

¡Infeliz Judas!... ¡Más de mil novecientos años han pasado desde que está en el infierno, y, sin embargo, diríase que ahora acaba de empezar su castigo!... ¡Desdichado Caín!... ¡Cerca de seis mil años lleva en el suplicio infernal, y puede decirse que aún se halla en el principio de su pena!

Un demonio a quien fue preguntado cuánto tiempo hacía que estaba en el infierno, respondió: Desde ayer. Y como se le replicó que no podía ser así, porque habían transcurrido ya más de cinco mil años desde su condenación, exclamó: “Si supierais lo que es eternidad, comprenderíais que, en comparación de ella, cincuenta siglos no son ni un instante”.

Si algún ángel dijese a un réprobo: “Saldrás del infierno cuando hayan pasado tantos siglos como gotas hay en las aguas de la tierra, hojas en los árboles y arena en el mar”, el réprobo se regocijaría tanto como un mendigo que recibiese la nueva de que iba a ser rey. Porque pasarán todos esos millones de siglos, y otros innumerables después, y con todo, el tiempo de duración del infierno estará comenzando...

Los réprobos desearían recabar de Dios que les acrecentaran en extremo la intensidad de sus penas, y que las dilatase cuanto quisiera, con tal que les pusiese fin, por remoto que fuese. Pero ese término y límite no existen ni existirán. La voz de la divina justicia sólo repite en el infierno las palabras siempre, jamás.

Por burla preguntarán a los réprobos los demonios: “¿Va muy avanzada la noche? (Is. 21, 11). ¿Cuándo amanecerá? ¿Cuándo acabarán esas voces, esos llantos y el hedor, los tormentos y las llamas?...” Y los infelices responderán: ¡Nunca, jamás!... Pues ¿cuánto ha de durar?... ¡Siempre, siempre!...

¡Ah Señor! Ilumina a tantos ciegos que cuando se les insta para que no se condenen, responden: “Dejadnos. Si vamos al infierno, ¿qué le hemos de hacer? ¡Paciencia!...”

¡Oh Dios mío!, no tienen paciencia para soportar a veces las molestias del calor o del frío, ni sufrir un leve golpe, ¿y la tendrán después para padecer las llamas de un mar de fuego, los tormentos diabólicos, el abandono absoluto de Dios y de todos, por toda la eternidad?


REMORDIMIENTOS DEL CONDENADO

El gusano de aquéllos no muere.
Mc. 9, 47.


PUNTO 1

Este gusano que no muere nunca significa, según Santo Tomás, el remordimiento de conciencia de los réprobos, que eternamente ha de atormentarlos en el infierno. Muchos serán los remordimientos con que la conciencia roerá el corazón de los condenados. Pero tres de ellos llevarán consigo más vehemente dolor: el considerar la nada de las cosas por que el réprobo se ha condenado, lo poco que tenía que hacer para salvarse y el gran bien que ha perdido.

Cuando Esaú hubo tomado aquel plato de lentejas por el cual vendió su derecho de primogenitura, se apenó tanto por haber consentido en tal pérdida, que, como dice la Escritura (Gn. 27, 34), se lamentó con grandes alaridos...

¡Oh, con qué gemidos y clamores se quejarán los réprobos al ponderar que por breves, momentáneos y envenenados placeres han perdido un reino eterno de felicidad y se ven por siempre condenados a continua e interminable muerte! Más amargamente llorarán que Jonatás, sentenciado a morir por orden de su padre, Saúl, sin otro delito que el haber probado un poco de miel (1 S. 14, 43).

¡Cuán honda pena traerá al condenado el recuerdo de la causa que le acarreó tanto mal!... Sueño de un instante nos parece nuestra vida pasada. ¿Qué le parecerán al réprobo los cincuenta o sesenta años de su vida terrena cuando se halle en la eternidad y pasen cien o mil millones de años, y vea que entonces aquella su eterna vida terrena está comenzando? Y, además, los cincuenta años de la vida en la tierra, ¿son acaso cincuenta años de placer?...

El pecador que vive sin Dios, ¿goza siempre en su pecado? Un momento dura el placer culpable; lo demás, para quien existe apartado de Dios, es tiempo de penas y aflicciones... ¿Qué le parecerán, pues, al réprobo infeliz esos breves momentos de deleite? ¿Qué le parecerá, sobre todo, el último pecado por el cual se condenó?... “¡Por un vil placer, que duró un instante, y que como el humo se disipó –exclamará–, he de arder en estas llamas, desesperado y abandonado, mientras Dios sea Dios, por toda la eternidad!”.


PUNTO 2

Dice Santo Tomás que ha de ser singular tormento de los condenados el considerar que se han perdido por verdaderas naderías, y que pudieran, si hubiesen querido, alcanzar fácilmente el premio de la gloria. El segundo remordimiento de su conciencia consistirá, pues, en pensar lo poco que debían haber hecho para salvarse.

Se apareció un condenado a San Humberto, y le reveló que su aflicción mayor en el infierno era el conocimiento del vil motivo que le había ocasionado la condenación, y de la facilidad con que hubiera podido evitarla.

Dirá, pues, el réprobo: “Si me hubiese mortificado en no mirar aquel objeto, en vencer ese respeto humano, en huir de tal ocasión, trato o amistad, no me hubiese condenado... Si me hubiese confesado todas las semanas, y frecuentado las piadosas Congregaciones, y leído cada día en aquel libro espiritual, y me hubiera encomendado a Jesús y a María, no habría recaído en mis culpas... Propuse muchas veces hacer todo eso, mas no perseveré. Comenzaba a practicarlo, y lo dejaba luego. Por eso me perdí”.

Aumentará la pena causada por tal remordimiento el recordar los ejemplos de muchos buenos compañeros y amigos del condenado, los dones que Dios le concedió para que se salvara; unos, de naturaleza, como buena salud, hacienda y talento, que bien empleados, como Dios quería, hubieran servido para procurar la santificación; otros, dones de gracia, luces, inspiraciones, llamamientos, largos años para remediar el mal que hizo.

Pero el réprobo verá que en el estado en que se halla no cabe ya remedio. Y oirá la voz del ángel del Señor que exclama y jura: Por el que vive en los siglos de los siglos, que no habrá ya más tiempo... (Ap. 10, 5-6).

Como agudas espadas serán para el corazón del condenado los recuerdos de todas esas gracias que recibió cuando vea que no es posible ya reparar la ruina perdurable. Exclamará con sus otros desesperados compañeros: Pasó la siega, acabó el estío, y nosotros no hemos sido libertados (Jer. 8, 20). ¡Oh si el trabajo y tiempo que empleé en condenarme los hubiese invertido en servicio de Dios, hubiera sido un santo!... ¿Y ahora qué hallo, sino remordimientos y penas sin fin?”

Sin duda el pensar que podría ser eternamente dichoso, y que será siempre desgraciado, atormentará más al réprobo que todos los demás castigos infernales.


PUNTO 3

Considerar el alto bien que han perdido, será el tercer remordimiento de los condenados, cuya pena, como dice San Juan Crisóstomo, será más grave por la privación de la gloria que por los mismos dolores del infierno.

“Deme Dios cuarenta años de reinado, y renuncio gustosa al paraíso”, decía la infeliz princesa Isabel de Inglaterra... Obtuvo los cuarenta años de reinado. Mas, ahora, su alma en la otra vida, ¿qué dirá? Seguramente no pensará lo mismo. ¡Cuán afligida y desesperada se hallará viendo que, por reinar cuarenta años entre angustias y temores, disfrutando un trono temporal, perdió para siempre el reino de los Cielos!

Mayor aflicción todavía ha de tener el réprobo al conocer que perdió la gloria y el Sumo Bien, que es Dios, no por azares de mala fortuna ni por malevolencia de otros, sino por su propia culpa. Verá que fue creado para el Cielo, y que Dios le permitió elegir libremente entre la vida y la muerte eternas. Verá que en su mano tuvo el ser para siempre dichoso, y que, a pesar de ello, quiso hundirse por sí propio en aquel abismo de males, de donde nunca podrá salir, y del cual nadie le librará.

Verá cómo se salvaron muchos de sus compañeros, que, aunque se hallaron entre idénticos o mayores peligros de pecar, supieron vencerlos encomendándose a Dios, o si cayeron, no tardaron en levantarse y se consagraron nuevamente al servicio del Señor. Mas él no quiso imitarlos, y fue desastrosamente a caer en el infierno, mar de dolores donde no existe la esperanza.

¡Oh hermano mío! Si hasta aquí has sido tan insensato que por no renunciar a un mísero deleite preferiste perder el reino de los Cielos, procura a tiempo remediar el daño. No permanezcas en tu locura, y teme ir a llorarla en el infierno.

Quizá estas consideraciones que lees son los postreros llamamientos de Dios. Tal vez, si no mudas de vida y cometes otro pecado mortal, te abandonará el Señor y te enviará a padecer eternamente entre aquellas muchedumbres de insensatos que ahora reconocen su error (Sb. 5, 6), aunque le confiesan desesperados, porque no ignoran que es irremediable.

Cuando el enemigo te induzca a pecar, piensa en el infierno y acude a Dios y a la Virgen Santísima. La idea del infierno podrá librarte del infierno mismo. Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás (Ecl. 7, 40), porque ese pensamiento te hará recurrir a Dios.


AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Soberano Bien! ¡Cuántas veces os perdí por nada, y cuántas merecía perderos para siempre! Pero me reaniman y consuelan aquellas palabras del profeta (Sal. 104, 3): Alégrese el corazón de los que buscan al Señor. No debo, pues, desconfiar de recuperar vuestra gracia y amistad, si de veras os busco.

Sí, Señor mío; ahora suspiro por vuestra gracia más que por ningún otro bien. Prefiero verme privado de todo, hasta de la vida, antes que perder vuestro amor. Os amo, Creador mío, sobre todas las cosas; y porque os amo, me pesa de haberos ofendido...

¡Oh Dios mío!, a quien menosprecié y perdí, perdonadme y haced que os halle, porque no quiero perderos más. Admitidme de nuevo en vuestra amistad y lo abandonaré todo para amar únicamente a Vos. Así lo espero de vuestra misericordia...

Eterno Padre, oídme: por amor de Jesucristo, perdonadme y concededme la gracia de que nunca me aparte de Vos, que si de nuevo y voluntariamente os ofendiese, con harta causa temería que me abandonaseis...

¡Oh María, esperanza de pecadores, reconciliadme con Dios y amparadme bajo vuestro manto, a fin de que jamás me separe de mi Redentor!


PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso María de Ligorio

domingo, 11 de febrero de 2024

El Acto de Contrición



Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío; por ser vos quien sois, bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén.


Eduardo García Serrano anima a los valientes agricultores a llegar a Ferraz

 



lunes, 5 de febrero de 2024

Cake entrevista al abogado Pablo Jarque por la corrupción que rodea al derribo de cruces en Cáceres

 



Declaración de Mons. Viganò a propósito del escandaloso libelo La pasión mística

 


NEC NOMINETUR IN VOBIS

Declaración de Mons. Viganò a propósito del escandaloso libelo La pasión mística a propósito del escandaloso libelo La pasión mística de Víctor Manuel Fernández

Fornicatio autem et omnis inmunditia aut avaritia
nec nominetur in vobis sicut decet sanctos.
Fornicación y cualquier impureza o avaricia,
ni siquiera se nombre entre vosotros, como conviene a los santos
Ef 5, 3

Si antes del Vaticano II un funcionario del Santo Oficio hubiera tenido que examinar La pasión mística para elaborar un informe con vistas a un dictamen al respecto, con toda probabilidad no le habría dedicado más de “diez, quince segundos” antes de arrojarlo al fuego. Pero antes del Vaticano II un pornógrafo herético nunca habría aspirado, no digo a la Santa Púrpura, ni siquiera al sacerdocio; ni sus Superiores jamás lo habrían admitido al Orden Sagrado. Víctor Manuel Fernández –Tucho para los amigos de Santa Marta– ascendió en cambio a la cima de la Jerarquía, fue creado Cardenal y nombrado prefecto del Santo Oficio –perdón, del Dicasterio para la Doctrina de la Fe– por otro hereje argentino, Jorge Mario Bergoglio. Quien, desde el 13 de marzo de 2013, ha demostrado con su propia acción de gobierno y de magisterio que es un emisario de la élite globalista, según los desiderata -o más bien los mandatos– del Estado profundo angloamericano. Pero justamente cuando el cursus horrorum de Fernández parecía reservarle el ingreso al Cónclave como candidato de Jorge Mario, surge del polvo de un estante el bochornoso panfleto, destinado a pesar como una lápida sepulcral sobre las ambiciones de Tucho.

Una lectura superficial de La pasión mística resulta difícil e impactante para cualquiera. La prosa claudicante y la insistencia didáctica en aspectos de la cópula van acompañadas de descripciones de obscenidades que avergonzarían incluso a un frecuentador consumado de prostíbulos, hasta el punto de preguntarse si ciertos detalles también fueron objeto de experimentación personal por parte de Tucho Fernández. La reacción más obvia y normal, ante las páginas obscenas de este libelo, es el instintivo disgusto que se experimenta ante la vergonzosa satisfacción de yuxtaponer perversiones indignas de una persona civilizada al ámbito de la espiritualidad, y esto basta para evitar caer en peligrosas curiosidades y arrojarlo a las llamas. No se necesitan especulaciones teológicas complejas para comprender que esta insistencia en la sexualidad envuelta en veleidades místicas es uno de los signos incontrovertibles de la acción diabólica, como enseña San Ignacio. Pero una vez que hemos visto la inmunda obra de Fernández consumida en el fuego vengador, nos queda la sensación de haber sido de alguna manera manchados por su inmundicia moral.

Si ni siquiera se debe explicar la condena sin apelación de esta obra, tan evidente es su obscenidad, es necesario sin embargo plantearnos algunas preguntas sobre su autor y preguntarnos hasta qué punto la impostación doctrinal y espiritual que brota de La pasión mística y Sáname con tu boca es compatible con la dignidad sacerdotal, episcopal y cardenalicia y con el cargo de prefecto del Dicasterio. Porque lo que escandaliza al lector no es sólo la facilidad que exhibe para abordar temas escabrosos, sino el haberse atrevido a tomarlos como clave de lectura para comprender la experiencia mística, en una subversión blasfema. En efecto, si el alma cristiana parte de la unión con Dios, del vínculo de Caridad purísima y espiritual que lo une a su Señor, Creador y Redentor, para comportarse en forma coherente frente al bien y al mal, Tucho parte de una realidad límite para convertirla en vara de medición de la vida divina, para interpretar las relaciones entre las Tres Divinas Personas y el alma a la luz de una sexualidad corrupta y desviada. No es, pues, la verdad de Dios la que ilumina nuestro obrar moral, santificándolo y haciéndolo meritorio, sino el obrar pecaminoso del individuo y de la pareja la que determina la esencia misma de Dios. Ya hemos tenido varios anticipos de esta visión invertida de los términos, no el último es el que querría considerar los Mandamientos como objetivos ideales a los que el hombre no podría llegar a conformarse, según la moral de situación avalada por el jesuita argentino. No es el individuo quien debe obedecer a Dios, sino Dios quien debe adecuar Sus peticiones y Su Ley a lo que el individuo decide. Es la mentalidad de Fiducia Supplicans, que a falta de cualquier base doctrinal que legitime una unión gravemente pecaminosa inventa una nueva manera de considerar las bendiciones en uso en la Iglesia -una “verdadera novedad”- para bendecir lo que no se puede bendecir y ratificar lo que no sólo no puede ser ratificado, sino que debe ser condenado.

“Preguntémonos ahora si estas particularidades de lo masculino y de lo femenino en el orgasmo están de alguna manera también presentes en la relación mística con Dios”, escribe Tucho. El cual no sólo habla de los “gruñidos agresivos” del hombre o de “imágenes con escenas sexuales violentas, imágenes de orgías” que según el autor deberían atraer más al hombre que a la mujer, sino de su uso sacrílego como figura del amor sobrenatural, de modo que ya no son los esposos los que se entregan en la relación conyugal fructífera según el modelo de la divina Caridad, sino que son las Personas divinas las que se ven reducidas a compañeros en una relación sexual, con el agravante de que este modelo de referencia es deliberadamente distorsionado y falseado, eligiéndolo entre los más extremos e inspirados en la pornografía, una industria gestionada casi en su totalidad por MindGeek del rabino Solomon Friedman, con el objetivo de corromper moralmente a los goyim.

Si pensamos en el modelo esponsal que nos ofrece san Pablo en la relación castísima entre Cristo y la Iglesia (Ef 5, 22), las inconfesables obscenidades de Tucho nos revelan un alma totalmente corrompida por el vicio, vicio que con toda evidencia parece haber sido ampliamente experimentado.

El horror que una persona normal experimenta al leer el repugnante libelo es doble: al de los contenido indecentes y blasfemos se agrega el horror de ver cómo el actual prefecto del más importante Dicasterio romano no sólo no se avergüenza de ello, sino que incluso ha intentado descaradamente justificar sus intentos literarios, que según él podrían constituir “un momento de diálogo con parejas jóvenes que querían comprender mejor el significado espiritual de sus relaciones”. Porque si ciertas perversiones son deplorables y graves en un alma brutalizada por el vicio, se vuelven intolerables cuando son objeto de publicación por un sacerdote, profesor de teología moral, como lo era entonces Tucho, antes de ser nombrado obispo por Bergoglio.

No sorprende que, en concomitancia con la noticia de la existencia de este libelo, el arzobispo maltés Charles Jude Scicluna -secretario adjunto del dicasterio de Tucho, ex promotor de Justicia de la Congregación para la Doctrina de la Fe bajo Benedicto XVI- haya pedido discutir –rectius: poner en discusión- el celibato eclesiástico. Si el Prefecto del ex Santo Oficio pudo escribir y publicar obscenidades tan blasfemas es porque quiere que se conviertan en algo normal no sólo para los laicos, sino también y sobre todo para los clérigos, de tal modo que su embrutecimiento moral impida cualquier posibilidad siquiera remota de predicar un Evangelio que ellos son los primeros en contradecir y que según otro cardenal “no es un destilado de verdades”. Quienes piden abolir el celibato lo hacen porque es el último bastión católico para proteger el sacerdocio.

Miren ustedes los frescos eróticos encargados por Vincenzo Paglia en la catedral de Terni; los rituales de magia sexual blasfemos y sacrílegos de Ivan Rupnik; las fiestas químicas con prostitutas del secretario del cardenal Francesco Coccopalmerio, monseñor Luigi Capozzi; los nombramientos de Battista Ricca en Santa Marta y como Prelado del IOR, de Oscar Andrés Rodríguez Maradiaga en el Consejo Cardenalicio, de Mario Grech, de Jean-Claude Hollerich, sin olvidar al sustituto Edgar Peña Parra; la vergüenza de Fabian Pedacchio Laínez, ex secretario personal de Bergoglio y “compañero” del secretario del Dicasterio de los Obispos, Ilson Montanari; miren los encubrimientos de los escándalos sexuales de Theodore McCarrick que denuncié y de su círculo todavía en roles de alta responsabilidad, en el Vaticano y en Estados Unidos, con Kevin Farrell, Blase Cupich, Joseph Tobin, Wilton Gregory, Robert McElroy; las audiencias de Bergoglio con transexuales, homosexuales reconocidos y amantes del concubinato: ¿creen ustedes que no hay coherencia en este pozo negro de vicios y perversiones con lo que escribió Tucho en 1998?

La primera confirmación de esta coherencia proviene de la aprobación entusiasta de la que disfrutan Bergoglio y sus secuaces entre los enemigos declarados de Cristo y de la Iglesia: masones, globalistas, activistas LGBTQ+ y de género, promotores de la ideología del despertar, partidarios de la eugenesia neomalthusiana, abortistas. ¿Cómo podemos creer que quienes gozan del apoyo de Lynn Forester de Rothschild, de los Soros, de los Clinton, de Bill Gates y de Klaus Schwab puedan al mismo tiempo combatir en nombre del Evangelio de Cristo contra la ideología infernal que impulsa a estos criminales subversivos?

Hay quienes han señalado con razón que, a la luz de esta vergonzosa masa de pornografía pseudo mística y sacrílega, toda la insistencia de Tucho y de la secta bergogliana en la inclusión de sodomitas y concubinarios suena a un impúdico y descarado Cicero pro domo sua. Incluso los simples fieles, con el sentido común que conlleva ser miembros de la Iglesia, han comprendido que esta masa de pervertidos sólo busca legitimar los vicios ajenos para poder practicarlos ellos mismos a plena luz del día, después de haberlos ocultado torpemente ellos durante décadas; y que este vergonzoso conflicto de intereses es tan evidente en su obscena arrogancia que descalifica las melifluas y engañosas declaraciones de bienvenida. Porque estos extraviados no buscan la salvación de las almas perdidas, sino que las utilizan cínicamente como pretexto para su propio beneficio personal, para complacer sus propios vicios y los de sus cómplices, para alimentar la vil red de chantaje que tiene en un puño a gobernantes, políticos, actores, clérigos, periodistas, magistrados, médicos y empresarios de todo el mundo.

Lo que escribe Fernández en La pasión mística no es tan diferente de lo que ocurrió realmente en la isla de Jeffrey Epstein. Pero esto no es normalidad, aunque es lo que quiere hacernos creer con petulancia pseudocientífica el autor del libelo: “A nivel hormonal y psicológico no hay hombres y mujeres puros”. Si estas son las hormonas y la psicología de Tucho, sin embargo hay muchas personas que viven su afectividad y su relación conyugal utilizando la razón, la voluntad y la Gracia de Dios. Hay personas -y esto es lo que Fernández no puede entender- que tienen la humildad de reconocerse débiles y falibles, pero que precisamente por ser conscientes de su propia debilidad encuentran en Dios la fuerza para resistir las tentaciones y crecer en la virtud, con ese heroísmo que sólo la Caridad puede inspirar y alimentar en los corazones de quienes no miran la realidad desde un charco de estiércol maloliente. La virtud, esta desconocida para los nuevos usurpadores de Santa Marta.

Interrogado por la prensa, Fernández afirma: “Cancelé ese libro poco después de su salida y nunca permití que se reimprimiera”. Debemos suponer que con “cancelado” se refiere a “que lo hizo desaparecer”, ya que su ISBN ya no existe. En cualquier caso, el simple hecho de haber sido capaz de acumular ese revoltijo pornográfico obsceno debería ser suficiente –independientemente de lo que diga el turiferario Austen Ivereigh– para hacer caer ipso facto la dignidad de cardenal. El silencio de la Santa Sede es ensordecedor. Las protestas aumentan en el frente de Fiducia Supplicans: la lista de Conferencias episcopales enteras, algunos cardenales, ordinarios diocesanos, asociaciones de clérigos y profesores de disciplinas eclesiásticas que se oponen a Bergoglio es cada día más larga. Y a las quejas del Clero se suman las de los laicos católicos e incluso las de los exponentes de otras confesiones religiosas, cansados y exasperados por esta loca carrera hacia el abismo.

Pero si la indignación por Fiducia Supplicans y por los escándalos vaticanos concomitantes es justa y apropiada, debemos tener el coraje de reconocer que el jesuita argentino representa la metástasis del cáncer conciliar, y que su apostasía a través del sinodalismo -es decir, recurriendo a métodos de control de las asambleas en las que los regímenes comunistas totalitarios son muy expertos- es coherente con los fundamentos ideológicos puestos por la colegialidad teorizada por el Vaticano II.

Repito: hay que reconocer que hay un proceso revolucionario en marcha desde hace más de un siglo; un proceso planificado que luego se materializó con la acción subversiva de los neomodernistas en el Concilio y con su toma del poder a lo largo del período posconciliar; un proceso en el que participaron activamente todos los Papas, desde Juan XXIII hasta Benedicto XVI. Si llegamos a la Pachamama es porque hemos pasado por Asís; si la Declaración de Abu Dhabi fue firmada y deseada por la Santa Sede es porque primero toleramos Nostra Ætate y Dignitatis humanæ; si hemos llegado a escuchar teorizar a las diaconisas es porque hemos sufrido en silencio a los “ministros extraordinarios de la Eucaristía” y a las monaguillas. Y ¡digámoslo! – si hoy el Vaticano está reducido a un burdel es porque desde los tiempos de Pablo VI no se quiso cortar de raíz la mafia lavanda que se enquistaba en el Vaticano, favoreciendo en cambio a aquellos que, siendo más chantajeables, daban mayores garantías de obediencia. El esquema de cómo actuó la Iglesia profunda para infiltrarse en la Iglesia católica es un reflejo de lo que siguió el Estado profundo para tomar el control de los gobiernos civiles, como nos muestran las noticias recientes.

La cloaca de la que resurgió el infame libelo del prefecto del ex Santo Oficio es la misma de la que afloran los escándalos de los personajes mencionados en la lista de Epstein. Es necesario un retorno radical a Dios por parte del género humano, a través de una purificación de la sociedad civil y del cuerpo eclesial. Debemos oponernos a este ataque con una acción colectiva, para que el Papado vuelva a ser un faro de Verdad y puerto de salvación, y no el megáfono de la sinarquía anticrística del Foro Económico Mundial.

 + Carlo Maria Viganò, Arzobispo

10 de enero de 2024

Infra Octava de Epifanía

Fuente: Adelante la Fe