lunes, 28 de agosto de 2023

Palabras del Creador, en las que se queja de los cinco hombres que representan al papa y a sus clérigos, los laicos corruptos, los judíos y los paganos - Santa Brígida





Palabras del Creador, en presencia de la Corte Celestial y de su esposa, en las que se queja de los cinco hombres que representan al papa y a sus clérigos, los laicos corruptos, los judíos y los paganos. También sobre la ayuda enviada a sus amigos, que representan a toda la humanidad y sobre la dura condena de sus enemigos. 


Yo soy el Creador de todas las cosas. Nací del Padre antes de que existiera Lucifer. Existo inseparablemente en el Padre y el Padre en mí y hay un Espíritu en ambos. Por consiguiente, hay un Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo—y no tres dioses. Yo soy el que le hizo la promesa de la herencia eterna a Abraham y conduje a mi pueblo fuera de Egipto a través de Moisés. Yo soy el que habló a través de los profetas. El padre me puso en el vientre de la Virgen, sin separarse de mí, permaneciendo conmigo inseparablemente para que la humanidad, que ha abandonado a Dios, pueda retornar a Dios a través de mi amor. 

Ahora, sin embargo, en vuestra presencia, Corte Celestial, pese a que veis y sabéis todo de mi, por el bien del conocimiento y la instrucción de esta desposada mía, que no puede percibir lo espiritual sino es por medio de lo físico, yo declaro mi pesar ante vosotros en relación de los cinco hombres aquí presentes, por ser ellos ofensivos para mí de muchas maneras. 

De la misma forma que yo, en una ocasión, incluí a todo el pueblo israelita en el nombre de Israel en la Ley, ahora mediante estos cinco hombres me refiero a todos en el mundo. El primer hombre representa al líder de la Iglesia y sus sacerdotes; el segundo, a los laicos corruptos, el tercero a los judíos, el cuarto a los paganos y el quinto a mis amigos. En lo que a ti respecta, judío, he hecho una excepción con todos los judíos que son cristianos en secreto y que me sirven en caridad sincera, conforme a la fe y en sus trabajos perfectos en secreto. En relación a ti, pagano, he hecho una excepción con todos aquellos que con gusto caminarían por la senda de mis mandamientos si tan solo supieran cómo y si fueran instruidos, los que tratan de poner en práctica todo lo que pueden y de lo que son capaces. Éstos, no serán de ninguna manera sentenciados con vosotros. 

Ahora declaro mi disgusto contigo, cabeza de mi Iglesia, tú que te sientas en mi asiento. Le concedí este asiento a Pedro y a sus sucesores para que se sentaran con una triple dignidad y autoridad: primero, para que pudieran tener el poder de atar y desatar a las almas del pecado; segundo, para que pudieran abrirle el Cielo a los penitentes; tercero, para que cerraran el Cielo a los condenados y a aquellos que me desprecian. Pero tú, que deberías estar absolviendo almas y presentándomelas, eres realmente un asesino de almas. Designé a Pedro como el pastor y el sirviente de mis ovejas, pero tú las disipas y las hieres, eres peor que Lucifer. 

Él tenía envidia de mí y no persiguió matar a nadie más que a mí, de forma que pudiera él gobernar en mi lugar. Pero tú eres lo peor en que, no sólo me matas al apartarme de ti por tu mal trabajo sino que, también, matas a las almas debido a tu mal ejemplo. Yo redimí almas con mi sangre y te las encomendé como a un amigo fiable. Pero tú se las devuelvas al enemigo del que yo las redimí. Eres más injusto que Pilatos. Él tan sólo me condenó a muerte. Pero tú no sólo me condenas como si yo fuese un pobre hombre indigno, sino que también condenas a las almas de mis elegidos y dejas libres a los culpables. Mereces menos misericordia que Judas. Él tan solo me vendió. Pero tú, no solo me vendes a mí, sino que también vendes a las almas de mis elegidos en base a tu propio provecho y vana reputación. Tú eres más abominable que los judíos. Ellos tan sólo crucificaron mi cuerpo, pero tú crucificaste y castigaste a las almas de mis elegidos para quienes tu maldad y trasgresión son más afiladas que una espada. 

Así, puesto que eres como Lucifer, más injusto que Pilatos, menos digno de misericordia que Judas y más abominable que los judíos, mi enfado contigo está justificado. El Señor dijo al segundo hombre, es decir, al que representa a los laicos: “Yo creé todas las cosas para tu uso. Tú me diste tu consentimiento a mí y Yo a ti. Tú me prometiste tu fe y me juraste que me servirías. Ahora, sin embargo, te has apartado de mí como alguien que no conoce a Dios. Te refieres a mis palabras como mentiras y a mis trabajos como carentes de sentido. Tú dices que mi voluntad y mis mandamientos son muy duros. Has violado la fe que prometiste. Has roto tu juramento y has abandonado mi Nombre. 

Te has disociado a ti mismo de la compañía de mis santos y te has integrado en la compañía de los demonios, haciéndote socio suyo. Tú no crees que ninguno merezca alabanza y honor salvo tú mismo. Consideras difícil todo lo que tiene que ver conmigo y lo que estás obligado a hacer por mí, mientras que las cosas que te gusta hacer son fáciles para ti. Es por esto que mi enfado contigo está justificado, porque tú has quebrado la fe que me prometiste en el bautismo y en adelante. Encima, me acusas de mentir sobre el amor que te he mostrado de palabra y de hecho. Dices que yo era un loco por sufrir”. 

Al tercer hombre, es decir al representante de los judíos, le dijo: “Yo comencé mi amoroso idilio contigo. Te elegí como mi pueblo, te libré de la esclavitud, te di Mi Ley, te conduje hasta la Tierra que les había prometido a tus padres y te envié profetas que te consolaran. Después, elegí una Virgen de entre vosotros y tomé de ella naturaleza humana. Mi disgusto contigo es que aún rehúsas creer en mí, diciendo: “Cristo no ha venido todavía sino que tiene que venir”. 

El Señor dijo al cuarto hombre, es decir a los paganos: “Yo te creé y te redimí para que fueras cristiano. Hice contigo todo el bien. Pero tú eres como alguien que está fuera de sus sentidos, porque no sabes lo que haces. Eres como un ciego, porque no sabes hacia dónde te diriges. Adoras a las criaturas en lugar de al Creador, a la falsedad en lugar de a la verdad. Te arrodillas ante las cosas que son inferiores a ti. Esta es la causa de mi disgusto en relación a ti”. Al quinto hombre le dijo: “¡Acércate más, amigo!” Y se dirigió directamente a la Corte Celestial: “Queridos amigos, este amigo mío representa a mis muchos amigos. Él es como un hombre cercado entre los corruptos y mantenido en un duro cautiverio. Cuando dice la verdad le arrojan piedras en la boca. Cuando hace algo bueno, le clavan una lanza en el pecho. ¡Ay, mis amigos y santos! ¿Cómo puedo soportar a esas personas y cuánto tiempo me mantendré con semejante desprecio?”. 

San Juan Bautista respondió: “Eres como un espejo inmaculado. Vemos y sabemos todas las cosas en ti como en un espejo, sin necesidad de palabras. Eres la dulzura incomparable en la que saboreamos todo lo bueno. Eres como la más afilada de las espadas y un Juez justo”. El Señor le respondió: “Amigo mío, lo que has dicho es cierto. Mis elegidos ven toda la bondad y justicia en mí. Aún los espíritus diabólicos lo hacen, aunque no en la luz sino en su propia conciencia. Como un hombre en prisión, que se aprendió las letras y aún las conoce cuando se encuentra en la oscuridad y no las ve, los demonios, pese a que no ven mi justicia a la luz de mi claridad, aún así, conocen y ven en su conciencia. Yo soy como una espada que corta en dos. Le doy a cada persona lo que él o ella merecen. Entonces, el Señor agregó, hablando al Bienaventurado Pedro: “Tú eres el fundador de la fe y de mi Iglesia. Mientras lo escucha mi Ejército, ¡declara la sentencia de estos cinco hombres!”. 

Pedro contestó: “¡Gloria y honor para Ti, Señor, por el amor que has demostrado a la tierra! ¡Que toda tu Corte te bendiga, porque Tú nos haces ver y saber en Ti todo lo que es y lo que será! Vemos y sabemos todo en Ti. Es verdaderamente justo que el primer hombre, el que se sienta en tu asiento mientras que realiza los hechos de Lucifer, vergonzosamente deba renunciar a ese asiento en el que presumió sentarse y compartir el castigo de Lucifer. La sentencia del segundo hombre es que aquél que haya abandonado la fe debe descender al infierno con la cabeza abajo y los pies arriba, por haberte despreciado a Ti, que deberías ser su cabeza y por haberse amado a sí mismo. 

La sentencia del tercero es que no verá Tu rostro y será condenado por su perversidad y avaricia, puesto que los que no creen no merecen contemplar la visión de Ti. La sentencia del cuarto es que debería ser encerrado y confinado en la oscuridad, como un hombre fuera de sus sentidos. La sentencia del quinto es que deberá serle enviada ayuda” Cuando el Señor oyó esto, respondió: “Prometo por Dios, el Padre, cuya voz oyó Juan el Bautista en el Jordán, que haré justicia a éstos cinco”. 

Después, el Señor continuó, diciendo al primero de los cinco hombres: “La espada de mi severidad atravesará tu cuerpo, entrando desde lo alto de tu cabeza y penetrando tan profunda y firmemente que nunca podrá ser sacada. Tu asiento se hundirá como una piedra pesada y no cesará hasta que alcance la parte más baja de las profundidades. Tus dedos, es decir, tus consejeros, arderán en un fuego sulfuroso e inextinguible. 

Tus brazos, es decir, tus vicarios, que debieran de haber conseguido el beneficio de las almas, pero que en su lugar consiguieron provechos mundanos y honores, serán sentenciados al castigo del que habla David: ‘Que sus hijos queden huérfanos y su mujer viuda, que los extraños le arrebaten su propiedad’. ¿Qué significa ‘su mujer’ sino el alma que ha sido separada de la gloria del Cielo y que quedará viuda de Dios? ‘Sus hijos’, es decir, las virtudes que aparentaron poseer y mi gente sencilla, aquellos que se les sometieron, serán apartados de ellos. Su rango y propiedad caerá en manos de otros, y ellos heredarán la eterna vergüenza en lugar de su rango privilegiado. 

Sus mitras se hundirán en el barro del infierno y ellos mismos nunca se levantarán de él. Por ello, lo mismo que el honor y el orgullo que alcanzaron sobre otros aquí en la tierra, se hundirán en el infierno tan profundamente, más que los demás, que les será imposible levantarse. Sus extremidades, o sea, todos los sacerdotes aduladores que les secunden, serán separados de ellos y aislados, igual que una pared que se derrumba, en la que no quedará piedra sobre piedra y el cemento ya no se adherirá a las piedras. La misericordia nunca les llegará, porque mi amor nunca les calentará ni les repondrá en la eterna Mansión Celestial. En su lugar, despojados de todo bien, serán eternamente atormentados junto a sus líderes. 

Al segundo hombre, Yo le digo: Dado que tú no quieres mantenerte en la fe que me prometiste ni manifestar amor hacia mí, te enviaré un animal que procederá del torrente impetuoso para devorarte. Y, lo mismo que un torrente siempre corre hacia abajo, así el animal te llevará a las partes más bajas del infierno. Tan imposible como es para ti viajar corriente arriba contra un torrente impetuoso, igual de difícil será para ti ascender desde el infierno. 

Al tercer hombre, le digo: ‘Ya que tú, judío, no quieres creer que Yo ya he venido, por ello, cuando vuelva para el segundo juicio, no me verás en mi gloria sino en tu conciencia, y comprobarás que todo lo que te dije era verdad. Entonces ahí quedará que seas castigado como mereces’. Al cuarto hombre, le digo: ‘Como no te has ocupado de creer ni has querido saber, tu propia oscuridad será tu luz y tu corazón será iluminado para que comprendas que mis juicios son verdaderos pero, sin embargo, tú no alcanzarás la luz’. 

Al quinto hombre, le digo: ‘Haré tres cosas por ti. Primero, te llenaré internamente de mi calor. Segundo, haré que tu boca sea más fuerte y más firme que cualquier piedra, de modo que las piedras que te arrojen serán rebotadas. Tercero, te armaré con mis armas, de forma que ninguna lanza te dañará sino que todo cederá ante ti como la cera frente al fuego. 

Por tanto, ¡hazte fuerte y resiste como un hombre! Como un soldado que, en la guerra, espera la ayuda de su Señor y lucha mientras le quedan fluidos de vida, así también tú, ¡mantente firme y lucha! El Señor, tu Dios, aquél a quien nadie puede resistir, te ayudará. Y, como vosotros sois pocos en número, os daré honor y os convertiré en muchos. Mirad, amigos míos, veis estas cosas y las reconocéis en Mí y, por ello, se mantienen ante mí’. Las palabras que ahora he pronunciado se cumplirán. Aquellos hombres nunca entrarán en mi Reino mientras yo sea el Rey, a menos que enmienden sus caminos. Porque el Cielo no será sino para aquellos que se humillan a sí mismos y hacen penitencia”. Entonces, toda la corte respondió: “¡Gloria a Ti, Señor Dios, que no tienes principio ni fin!”.

Profecías y Revelaciones de Santa Brígida
Libro 1 - Capitulo 41

martes, 22 de agosto de 2023

Fiesta del Inmaculado Corazón de María - 22 de Agosto


 


Consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María, por Pío XII

Reina del Santísimo Rosario, auxilio de los cristianos, refugio del género humano, triunfadora en todos los combates de Dios, nos prosternamos suplicantes ante vuestro trono, seguros de obtener misericordia y de recibir las gracias, el apoyo y la defensa oportuna en las presentes calamidades, no en virtud de nuestros propios méritos, de los que no podemos presumir, sino únicamente a causa de la inmensa bondad de vuestro corazón maternal.

A Vos, a vuestro Corazón Inmaculado, en esta hora trágica de la historia de la humanidad, nos confiamos y nos consagramos, no sólo en unión con la Santa Iglesia, Cuerpo Místico de vuestro amado Jesús, que sufre y sangra en las tribulaciones que soporta de tantas maneras y en tantos lugares, sino también con el mundo entero, desgarrado por feroces discordias, encendido por un incendio de odio, víctima de su propia iniquidad.

¡Que puedas Tú tocar tantas ruinas materiales y morales, tanto dolor y angustia de padres y madres, de esposos, de hermanos, de niños inocentes; tantas vidas tronchadas en su flor, tantos cuerpos lacerados en una afrentosa carnicería, tantas almas torturadas y agonizantes, y tantas otras en peligro de perderse para toda la eternidad!

¡Oh, Madre de misericordia, obtennos de Dios la paz! y sobre todo, aquellas gracias que pueden, en un instante, convertir los corazones humanos, esas gracias que preparan, conducen y aseguran la paz. Reina de la paz, ruega por nosotros y da al mundo en guerra la paz a la que aspiran los pueblos, ¡la paz en la verdad, en la justicia, en la caridad de Cristo! Concédele la paz de las armas y la paz de las almas, para que en la tranquilidad del orden se extienda el Reino de Dios.

Concede tu protección a los infieles y a todos los que aún yacen en la sombra de la muerte; concédeles la paz; haz que luzca para ellos el Sol de la Verdad y que puedan repetir con nosotros, ante el único Salvador del mundo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y sobre la tierra paz a los hombres de buena voluntad!" (Lc. 2,14).

A los pueblos separados por el error y la discordia, y sobre todo a aquellos que profesan por Vos una devoción singular y en los cuales casi no hay hogar en que no se venere vuestra imagen (quizás hoy escondida y reservada en espera de días mejores), concédeles la paz, y condúcelos al único rebaño de Cristo, bajo el único y verdadero Pastor.

Obtén para la Santa Iglesia de Dios la paz y la libertad completa; detén el diluvio invasor del neopaganismo, fomenta en los fieles el amor a la pureza, la práctica de la vida cristiana y el celo apostólico, a fin de que el pueblo de los que sirven a Dios crezca en número y en méritos.

De igual modo que al Corazón de vuestro amado Jesús fueron consagrados la Iglesia y todo el género humano, para que, habiendo puesto toda esperanza en Él, fuese para nosotros signos y prenda de victoria y salvación, así igualmente nosotros también nos consagramos perpetuamente a Vos, a vuestro Corazón Inmaculado, ¡oh Madre nuestra, Reina del mundo!, para que vuestro amor y vuestro patrocinio apresuren el triunfo del Reino de Dios, y que todas las naciones, puestas en paz entre ellas y con Dios, Os proclamen bienaventurada y entonen con Vos, de un extremo a otro del mundo, un eterno Magníficat de gloria, amor y reconocimiento al Corazón de Jesús, el único en que ellas pueden encontrar la Verdad, la Vida y la Paz. Amén.

Pío XII

domingo, 20 de agosto de 2023

Sermón del Santo Cura de Ars sobre la Humildad

 


Aquel que se exalta, será humillado,
y aquel que se humilla será exaltado.
(S. Lucas XVIII, 14)


¿Podía manifestarnos de una manera más evidente, nuestro divino Salvador, la necesidad de humillarnos, esto, es de formar bajo concepto de nosotros mismos, ya en nuestras acciones, como condición indispensable para ir a cantar las divinas alabanzas por toda una eternidad? - Hallándose un día en compañía de otras personas y viendo que algunos se alababan del bien por ellos obrado y despreciaban a los demás, Jesucristo les propuso esta parábola, la cual tiene todas las apariencias de una verdadera historia. “Dos hombres, dijo, subieron al templo a orar; uno de ellos era fariseo, y el otro publicano. El fariseo permanecía en pie, y hablaba a Dios de esta manera: “Os doy gracias, Dios mío, por que no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano: ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de cuanto poseo”. Tal era su oración, nos dice San Agustín (Serm. CXV, cap.2, in illud Lucae). Bien veis que ella no es más que una afectación llena de su orgullo y vanidad; el fariseo no viene para orar ante Dios, ni para darle gracias; sino para alabarse a sí propio y aun para insultar a aquel que realmente ora. El publicano, por el contrario, apartado del altar, sin atreverse ni siquiera a elevar al cielo su mirada, golpeaba su pecho diciendo: “Dios mío, tened piedad de mí, que soy un miserable pecador”. –“Habéis de saber, añade Jesucristo, que éste regresó justificado a su casa, mas no el otro”. Al publicano le fueron perdonados sus pecados, mientras que el fariseo, con todas sus pretendidas virtudes, volvió a su casa más criminal que antes. Y la razón de ello es ésta: la humildad del publicano, aunque pecador, fue más agradable a Dios que todas las buenas obras del fariseo, mezcladas de orgullo. Y Jesucristo saca de aquí la consecuencia de que “el que quiera exaltarse será humillado, y el que se humille será exaltado”. Desengañémonos, hijos míos, esta es la regla; la ley es general, nuestro divino Maestro es quien la ha publicado. “Aunque remontes tu cabeza hasta el cielo, de allí te arrojaré” (Jer. XLIX, 16), dice el Señor. Sí, hijos míos, el único camino que conduce a la exaltación provechosa para la otra vida, es la humildad (Gloriam praccedit humilitas. Prov. XV, 33). Sin esta bella y preciosa virtud de la humildad, no entraréis en el cielo; será como si os faltase el bautismo. De aquí podéis ya colegir, la obligación que tenemos de humillarnos, y los motivos que a ello deben impulsarnos. Voy pues ahora, a mostraros:
1.º Que la humildad es una virtud absolutamente necesaria para que nuestras acciones sean agradables a Dios y premiadas en la otra vida; 2.º Tenemos grandes motivos para practicarla, sea mirando a Dios, sea mirando a nosotros mismos.

I–Antes de haceros comprender, hijos míos, la necesidad de esta hermosa virtud, para nosotros tan necesaria como el Bautismo después del pecado original; tan necesaria digo yo, como el sacramento de la Penitencia después del pecado mortal, debo primero exponeros en qué consiste una tal virtud, que tanto mérito atribuye a nuestras buenas obras, y que tan pródigamente enriquece nuestros actos. San Bernardo, aquel gran santo que de una manera tan extraordinaria la practicó, que abandonó las riquezas, los placeres, los parientes y los amigos para ir a pasar su vida en las selvas, entre las bestias fieras, a fin de llorar allí sus pecados, nos dice que la humildad es una virtud por la cual nos conocemos a nosotros mismos y, mediante esto, nos sentimos llevados a despreciar nuestra propia persona y a no hallar placer en ninguna alabanza que de nosotros se haga (De gradibus humilitatis et superbiae, cap.I).

Digo: 1º. que esta virtud nos es absolutamente necesaria, si queremos que nuestras obras sean premiadas en el cielo; puesto que el mismo Jesucristo nos dice que tan imposible nos es salvarnos sin la humildad como sin el Bautismo. Dice San Agustín: “Si me preguntáis cuál es la primera virtud de un cristiano, os responderé que es la humildad; si me preguntáis cuál es la segunda, os contestaré que es la humildad; si volvéis a preguntarme cuál es la tercera, os contestaré aún que es la humildad; y cuantas veces me hagáis esta pregunta, os haré la misma respuesta” (Epist.CXVIII ad dioscorum, cap. III, 22).

Si el orgullo engendra todos los pecados (Initium omnis paccati est superbia. Eccli. X, 15), podemos también decir que la humildad engendra todas las virtudes (Véase Rodríguez. Tratado de la humildad, cap. III). Con la humildad tendréis todo cuando os hace falta para agradar a Dios y salvar vuestra alma; mas sin ella, aun poseyendo todas las demás virtudes, será cual si no tuvieseis nada. Leemos en el santo Evangelio (Matth. XIX, 13) que algunas madres presentaban sus hijos a Jesucristo para que les diese su bendición. Los apóstoles las hacían retirar, mas Nuestro Señor desaprobó aquella conducta, diciendo: “Dejad que los niños vengan a Mí; pues de ellos y de los que se les asemejan, es el reino de los cielos”. Los abrazaba y les daba su santa bendición. ¿A qué viene esa buena acogida del divino Salvador? Porque los niños son sencillos, humildes y sin malicia. Asimismo, H. M., si queremos ser bien recibidos de Jesucristo, es preciso que nos mostremos sencillos y humildes en todos nuestros actos. “Esta hermosa virtud, dice San Bernardo, fue la causa de que el Padre Eterno mirase a la Santísima Virgen con complacencia; y si la virginidad atrajo las miradas divinas, su humildad fue la causa de que concibiese en su seno al Hijo de Dios. Si la Santísima Virgen es la Reina de las Vírgenes, es también la Reina de los humildes” (Hom. Iª super Missus est, 5). Preguntaba un día Santa Teresa al Señor por qué en otro tiempo, el Espíritu Santo se comunicaba con tanta facilidad a los personajes del Antiguo Testamento, patriarcas o profetas, declarándoles sus secretos, cosa que no hace al presente. El Señor le respondió que ello era porque aquéllos eran más sencillos y humildes, mientras que en la actualidad los hombres tienen el corazón doble y están llenos de orgullo y vanidad. Dios no comunica con ellos ni los ama como amaba a aquellos buenos patriarcas y profetas, tan simples y humildes.

Nos dice San Agustín: “Si os humilláis profundamente, si reconocéis vuestra nada y vuestra falta de méritos, Dios os dará gracias en abundancia; mas, si queréis exaltaros y teneros en algo, se alejará de vosotros y os abandonará en vuestra pobreza”.

Nuestro Señor Jesucristo, para darnos a entender que la humildad es la más bella y la más preciosa de todas las virtudes, comienza a enumerar las bienaventuranzas por la humildad, diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos”. Nos dice San Agustín que esos pobres de espíritu son aquellos que tienen la humildad por herencia (Serm. LIII. In illud Matth. Beati pauperes spiritu). Dijo a Dios el profeta Isaías: “Señor, ¿sobre quiénes desciende el Espíritu Santo? Acaso sobre aquellos que gozan de gran reputación en el mundo o sobre los orgullosos? –No, dijo el Señor, sino sobre aquel que tiene un corazón humilde” (Is. LXVI, 2).

Esta virtud no solamente nos hace agradables a Dios, sino también a los hombres. Todo el mundo ama a una persona humilde, todos se deleitan en su compañía. ¿De dónde viene, en efecto, que por lo común los niños son amados de todos, sino de que son sencillos y humildes? La persona que es humilde cede siempre, no contraría jamás a nadie, no causa enfado a nadie, contentase de todo y busca siempre ocultarse a los ojos del mundo. Admirable ejemplo de esto nos lo ofrece San Hilarión. Refiera San Jerónimo que este gran Santo era solicitado de los emperadores, de los reyes y de los príncipes, y atraía hacia el desierto a las muchedumbres por el olor de su santidad, por la fama y renombre de sus milagros; mas él se escondía y huía del mundo cuanto le era posible. Frecuentemente cambiaba de celda, a fin de vivir oculto y desconocido; lloraba continuamente a la vista de aquella multitud de religiosos y de gente que acudían a él para que les curase sus males. Echando de menos su pasada soledad, decía, llorando: “He vuelto otra vez al mundo, mi recompensa será sólo en esta vida, pues todos me miran ya como persona de consideración”. “Y nada tan admirable, nos dice San Jerónimo, como el hallarle tan humilde en medio de los muchos honores que se le tributaban. Habiendo corrido el rumor de que iba a retirarse a lo más hondo del desierto donde nadie pusiese verle, interpusieron se veinte mil hombres para atajarle el paso; mas el Santo les dijo que no tomaría alimento hasta que le dejasen libre. Persistieron ellos durante siete días, pero, viendo que no comía nada… Huyó entonces a lo más apartado del desierto, donde se entregó a todo cuanto el amor de Dios pudo inspirarle. Sólo entonces creyó que comenzaba a servir a Dios” (Vida de los Padres del desierto, t. V, p. 191-194) Decidme, ¿es esto humildad y desprecio de sí mismo? ¡Ay! ¡cuán raras son estas virtudes! ¡mas también cuánto escasean los santos! En la misma medida que se aborrece a un orgulloso, se aprecia a un humilde, puesto que éste toma siempre para sí el último lugar, respeta a todo el mundo, y ama también a todos; esta es la causa de que sea tan buscada la compañía de las personas que están adornadas de tan bellas cualidades.

2.º Digo que la humildad es el fundamento de todas las demás virtudes (Cogitas magnam fabricam construere cessitudinis? De fundamento Prius cogita humilitatis. S. Agust. Serm. in Matth. Cap. XI). Quien desee servir a Dios y salvar su alma, debe comenzar por practicar esta virtud en toda su extensión. Sin ella nuestra devoción será como un montón de paja que habremos levantado muy voluminoso, pero al primer embate de los vientos queda derribado y deshecho. Sí, H. M., el demonio teme muy poco esas devociones que no están fundadas en la humildad, pues sabe muy bien que podrá echarlas al traste cuando le plazca. Lo cual vemos aconteció a aquel solitario que llegó hasta a caminar sobre carbones encendidos sin quemarse; pero, falto de humildad, al poco tiempo cayó en los más deplorables excesos (Vida de los Padres del desierto, t. Iº pág. 256). Si no tenéis humildad, podéis decir que no tenéis nada, a la primera tentación seréis derribados. Se refiere en la vida de San Antonio (ibid. Pág.52) que Dios le hizo ver el mundo sembrado de lazos que el demonio tenía pre parados para hacer caer a los hombres en pecado. Quedó de ello tan sorprendido, que su cuerpo temblaba cual la hoja de un árbol, y dirigiéndose a Dios, le dijo: “¡Ay! Señor, ¿quién podrá escapar de tantos lazos?” Y oyó una voz que le dijo: “Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria para que puedan resistir a las tentaciones; mientras permite que el demonio se divierta con los orgullosos, los cuales caerán en pecado en cuanto sobrevenga la ocasión. Mas a las personas humildes el demonio no se atreve a atacarlas”. Al verse tentado San Antonio, no hacía otra cosa que humillarse profundamente ante Dios, diciendo: “¡Ay, Señor, bien sabéis que no soy más que un miserable pecador!” Y al momento el demonio emprendía la fuga.

Cuando nos sintamos tentados, mantengámonos escondidos bajo el velo de la humildad y veremos cuán escasa sea la fuerza que el demonio tiene sobre nosotros. Leemos en la vida de San Macario que, habiendo un día salido de su celda en busca de hojas de palma, se le apareció el demonio con espantoso furor, amenazando herirle; mas viendo que le era imposible porque Dios no le había dado poder para ellos, exclamó: “¡Oh Macario, cuánto me haces sufrir! No tengo facultad para maltratarte, aunque cumpla más perfectamente que tú lo que tú practicas: pues tú ayunas algunos días, y yo no como nunca; tú pasas algunas noches en vela, yo no duermo nunca. Sólo hay una cosa en la cual ciertamente me aventajas”. San Macario le preguntó cuál era aquella cosa. –“Es la humildad”. El Santo se postro, la faz en tierra, pidió a Dios no le dejase sucumbir a la tentación, y al momento el demonio emprendió la fuga (Vida de los Padre del desierto, t. II. p. 358. S. Macario de Egipto). ¡Oh! ¡Cuán agradables nos hace a Dios esta virtud, y cuán poderosa es para ahuyentar el demonio! ¡Pero también cuán rara! Lo cual claramente se ve con sólo considerar el escaso número de cristianos que resisten al demonio cuando son tentados.

Y para desengañaros, para ver que no la habéis poseído nunca, fijaos sólo en un detalle bien sencillo. No, no son todas las palabras, todas las manifestaciones de desprecio de sí mismo lo que nos prueba que tenemos humildad. Voy a citaros ahora un ejemplo, el cual os probará lo poco que valen las palabras. Hallamos en la “Vida de los Padres del desierto” que, habiendo venido un solitario a visitar a San Serapio (ibid. p. 417), no quiso acompañarle en sus oraciones, porque, decía, he cometido tantos pecados que soy indigno de ello, ni me atrevo a respirar aquí donde vos estáis. Permanecería sentado en el suelo por no atreverse a ocupar el mismo asiento que San Serapio. Este Santo, siguiendo la costumbre entonces muy común, quiso lavarle los pies, y aún fue mayor la resistencia del solitario. Veis aquí una humildad que, según los humanos juicios tiene todas las apariencias de sincera; mas ahora vais también a ver en qué paró. San Serapio se limitó a decirle, a manera de aviso espiritual, que tal vez haría mejor permaneciendo en su soledad, trabajando para vivir, que no corriendo de celda en celda como un vagabundo. Ante este aviso, el solitario no supo ya disimular la falsedad de su virtud; se enojo en gran manera contra el Santo y se marchó. Al ver esto, le dijo aquél: “¡Ah! Hijo mío, ¡me decíais hace un momento que habíais cometido todos los crímenes imaginables, que no os atrevíais a rezar ni a comer conmigo, y ahora, por una sencilla advertencia que nada tiene de ofensiva, os dejáis llevar del enojo! Vamos, hijo mío, vuestra virtud y todas las buenas obras que practicáis, están desprovistas de la mejor de las cualidades, que es la humildad”.

Por este ejemplo podéis ver cuán rara es la verdadera humildad. ¡Ay! Cuánto abundan los que, mientras se los alaba, se los lisonjea, o a lo menos, se les manifiesta estimación, son todo fuego en sus prácticas de piedad, lo darían todo, se despojarían de todo; mas una leve reprensión, un gesto de indiferencia, llena de amargura su corazón, los atormenta, les arranca lágrimas de sus ojos, los pone de mal humor, los induce a mil juicios temerarios, pensando que son tratados injustamente, que no es este el trato que se da a los demás. ¡Ay! ¡Cuan rara es esta hermosa virtud entre los cristianos de nuestros días! ¡Cuántas virtudes tienen sólo la apariencia de tales, y a la primera prueba se vienen abajo!

Pero ¿en qué consiste la humildad? Vedlo aquí: ante todo os diré que hay dos clases de humildad, la interior y la exterior. La exterior consiste: 1.º en no alabarse del éxito de alguna acción por nosotros practicada, en no relatarla al primero que nos quiera oír; en no divulgar nuestros golpes audaces, los viajes que hicimos, nuestras mañas o habilidades, ni lo que de nosotros se dice favorable; 2.º, en ocultar el bien que podemos haber hecho, como son las limosnas, las oraciones, las penitencias, los favores hechos al prójimo, las gracias interiores de Dios recibidas; 3.º, en no complacernos en las alabanzas que se nos dirigen; para lo cual deberemos procurar cambiar de conversación, y bien deberemos dar a entender que el hablar de ello nos disgusta, o marcharnos, si nos es posible. 4. º Nunca deberemos hablar ni bien ni mal de nosotros mismos. Muchos tienen por costumbre hablar mal de sí mismos, para que se los alabe: esto es una falsa humildad a la que podemos llamar humildad con anzuelo. No habléis nunca de vosotros, contentaos con pensar que sois unos miserables, que es necesaria toda la caridad de un Dios para soportaros sobre la tierra. 5.º Nunca se debe disputar con los iguales; en todo cuanto no sea contrario a la conciencia, debemos siempre ceder; no hemos de figurarnos que nos asiste siempre el derecho; aunque lo tuviésemos, hemos de pensar al momento que también podríamos equivocarnos, como tantas veces ha sucedido; y, sobre todo, no hemos de tener la pertinacia de ser los últimos en hablar en la discusión, ya que ello revela un espíritu repleto de orgullo. 6.º Nunca hemos de mostrar tristeza cuando nos parece ser despreciados, ni tampoco ir a contar a los demás nuestras cuitas; esto daría a entender que estamos faltos de toda humildad, pues, de lo contrario, nunca nos sentiríamos bastante rebajados, ya que jamás se nos tratará cual nuestras culpas tienen merecido; lejos de entristecernos, debemos dar gracias a Dios, a semejanza del santo rey David, quien volvía bien por mal (Ps. VII, 5), pensando cuánto había él también despreciado a Dios con sus pecados. 7.º Debemos estar contentos al vernos despreciados, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, de quien se dijo que se “vería harto de oprobios” (Saturabitur opprobrris. Theren. III, 30), y el de los apóstoles, de quienes se ha escrito (Et illi quidem ibant gaudentes a conspectu concili, quoniam digni habiti sunt pro nomine Iesu contumcliam pati. Act. V, 41) “que experimentaban una grande alegría porque había sido hallados dignos de sufrir ignominia por amor de Jesucristo”; todo lo cual constituirá nuestra mayor dicha y nuestra más firme esperanza en la hora de la muerte. 8.º Cuando hemos cometido algo que pueda sernos echado en cara, no debemos excusar nuestra culpa; ni con rodeos, ni con mentiras, ni con el gesto debemos dar lugar a pensar que no lo cometimos nosotros. Aunque fuésemos acusados falsamente, mientras la gloria de Dios no sufra menoscabo, deberíamos callar. Ved lo que sucedió a aquella joven que fue conocida con el nombre de hermano Marín… ¡Ay! ¿Quién de nosotros se habría sometido a semejantes pruebas sin justificarse, cuando tan fácilmente podía hacerlo? 9. º Esta humildad consiste en practicar aquello que más nos desagrada, lo que los demás no quieren hacer, y en complacerse en vestir con sencillez.

En esto consiste, la humildad exterior. Más ¿en qué consiste la interior? Vedlo aquí. Consiste: 1. º, en sentir bajamente de sí mismo; en no aplaudirse jamás en lo íntimo de su corazón al ver coronadas por el éxito las acciones realizadas; en creerse siempre indigno e incapaz de toda buena obra, fundándose en las palabras del mismo Jesucristo cuando nos dice que sin El nada bueno podemos realizar (Ioan. XV, 5), pues ni tan sólo una palabra, como por ejemplo “Jesús”, podemos pronunciar sin el auxilio del Espíritu Santo (Nemo potest dicere, Dominus Iesus, nisi in Spiritu Sancto. I Cor. XII,3). 2.º Consiste en sentir satisfacción de que los demás conozcan nuestros defectos, a fin de tener ocasión de mantenernos en nuestra insignificancia; 3.º, en ver con gusto que los demás nos aventajen en riquezas, en talento, en virtud, o en cualquier otra cosa; en someternos a la voluntad o al juicio ajenos, siempre que ello no sea contra conciencia, Sí, la persona verdaderamente humilde debe semejar un muerto, que no se enoja por las injurias que se le infieren, ni se alegra de las alabanzas que se le tributan.

En esto consiste, poseer la humildad cristiana, la cual tan agradables nos hace a Dios y tan apreciables a los ojos del prójimo. Considerad ahora si la tenéis o no. Y si desgraciadamente no la poseéis, no os queda otro camino, para salvaros, que pedirla a Dios hasta obtenerla; ya que sin ella no entraríamos en el cielo. Leemos en la vida de San Elzear que, habiendo corrido el peligro de parecer engullido por el mar junto con todos los que se hallaban con él en el barco, pasado ya el peligro, Santa Delfina, su esposa, le preguntó si había tenido miedo. Y el Santo contestó: “Cuando me hallo en peligro semejante, me encomiendo a Dios junto con todos los que conmigo se hallan, y le pido que, si alguien debe morir, éste sea yo, como el más miserable y el más indigno de vivir” (V. Ribadeneyra, 27 septiembre, t. IX, p. 399). ¡Cuánta humildad!... San Bernardo estaba tan persuadido de su insignificancia, que, al entrar en una ciudad, se hincaba antes de hinojos, pidiendo a Dios que no castigase a la ciudad por causa de sus pecados; pues se creía capaz de atraer la maldición de Dios sobre aquel lugar (Se refiere lo mismo de Santo Domingo). ¡Cuánta humildad! ¡Un Santo tan grande cuya vida era una cadena de milagros! (Ejemplo: Rodríguez, tomo IV, págs. 483 y 365. Nota del Santo).

Es preciso, que, si queremos que nuestras obras sean premiadas en el cielo, vayan todas ellas acompañadas de la humildad (Ejemplo de la emperatriz que fue arrastrada por sus criados. Nota del Santo). Al orar, ¿poseéis aquella humildad que os hace consideraros como miserables e indignos de estar en la santa presencia de Dios? ¡Ah! Si fuese así, no haríais vuestras oraciones vistiéndoos o trabajando. No, no la tenéis. Si fueseis humildes, ¡con qué reverencia, con qué modestia, con qué santo temor estaríais en la Santa Misa! ¡Ah! No, no se os vería reír, conversar, volver la cabeza, pasear vuestra mirada por el templo, dormir, orar sin devoción, sin amor de Dios. Lejos de hallar largas las ceremonias y funciones, os sabría mal el término de ellas, pensaríais en la grandeza de la misericordia de Dios al sufriros entre los fieles, cuando por vuestros pecados merecéis estar entre los réprobos. Si tuvieseis esta virtud, al pedir a Dios alguna gracia, haríais como la Cananea, que se postró de hinojos ante el Salvador, en presencia de todo el mundo (Matth. XV, 25); como Magdalena, que besó los pies de Jesús en medio de una numerosa reunión (Luc. VII, 38). Si fueseis humildes, haríais como aquella mujer que hacía doce años que padecía flujo de sangre y acudió con tanta humildad a postrarse a los pies del Salvador, a fin de conseguir tocar el extremo de su manto (Marc. V, 25). ¡Si tuvieseis la humildad de un San Pablo, quien, aun después de ser arrebatado hasta el tercer cielo (II Cor. XII, 2), sólo se tenía por un aborto del infierno, el último de los apóstoles, indigno del nombre que llevaba!... (I Cor. XV, 8-9). ¡Oh Dios mío! ¡Cuán hermosa, pero cuán rara es esta virtud!... Si tuvieseis esta virtud, al confesaros, ¡ah! ¡Cuán lejos andaríais de ocultar vuestros pecados, de referirlos como una historia de pasatiempo y, sobre todo, de relatar los pecados de los demás! ¡Ah! ¿cuál sería vuestro temor al ver la magnitud de vuestros pecados, los ultrajes inferidos a Dios, y al ver, por otro lado, la caridad que muestra al perdonaros? ¡Dios mío! ¿no moriríais de dolor y de agradecimiento?... Si, después de haberos confesado, tuvieseis aquella humildad de que habla San Juan Clímaco (La escala Santa, grado quinto), el cual nos cuenta que, yendo a visitar un cierto monasterio, vio allí a unos religiosos tan humildes, tan humillados y tan mortificados, y que sentían de tal manera el peso de sus pecados, que el rumor de sus gritos, y las preces que elevaban a Dios Nuestro Señor eran capaces de conmover a corazones tan duros como la piedra. Algunos había que estaban enteramente cubiertos de llagas, de las cuales manaba un hedor insoportable; y tenían tan poco atendido su cuerpo, que no les quedaba sino la piel adherida al hueso. El monasterio resonaba con gritos los más desgarradores. “¡Ah, desgraciados de nosotros miserables! ¡Sin faltar a la justicia, oh Señor, podéis precipitarnos en los infiernos!” Otros exclamaban: “¡Ah! Señor, perdonadnos si es que nuestras almas son aún capaces de perdón!” Tenían siempre ante sus ojos la imagen de la muerte, y se decían unos a otros: “¿qué será de nosotros después de haber tenido la desgracia de ofender a un Dios tan bueno? ¿Podremos todavía abrigar alguna esperanza para el día de las venganzas?” Otros pedían ser arrojados al río para ser comidos de las bestias. Al ver el superior a San Juan Clímaco, le dijo: “¡Ah! Padre mío, ¿habéis visto a nuestros soldados?” Nos dice San Juan Clímaco que no pudo allí hablar ni rezar: pues los gritos de aquellos penitentes, tan profundamente humillados, le arrancaban lágrimas y sollozos sin que en manera alguna pudiera contenerse. ¿De dónde proviene, que nosotros, siendo mucho más culpables, carezcamos enteramente de humildad? ¡Ay! ¡Porque no nos conocemos!

II.–Sí, al cristiano que bien se conozca todo debe inclinarle a ser humilde, y especialmente estas tres cosas, a saber: la consideración de las grandezas de Dios, el anonadamiento de Jesucristo, y nuestra propia miseria.

1.º ¿Quién podrá, contemplar la grandeza de un Dios, sin anonadarse en su presencia, pensando que con una sola palabra ha creado el cielo de la nada, y que una sola mirada suya podría aniquilarlo? ¡Un Dios tan grande, cuyo poder no tiene límites, un Dios lleno de toda suerte de perfecciones, un Dios de una eternidad sin fin, con la magnitud de su justicia, con su providencia que tan sabiamente lo gobierna todo y que con tanta diligencia provee a todas nuestras necesidades! ¡Oh Dios mío! ¿no deberíamos temer, con mucho mayor razón que San Martín, que la tierra se abriese bajo nuestros pies por ser indignos de vivir? Ante esta consideración, ¿no haríais como aquella gran penitente de la cual se habla en la vida de San Pafnucio? (Vida de los Padres del desierto t. Iº, p. 212. San Pafnucio y Santa Thais) Aquel buen anciano, dice el autor de su vida, quedó en extremo sorprendido, cuando, al conversar con aquella pecadora, la oyó hablar de Dios. El santo abad le dijo: “¿Ya sabes que hay un Dios?” –“Sí, dijo ella; y aun más, sé que hay un reino de los cielos para aquellos que viven según sus mandamientos, y un infierno donde serán arrojados los malvados para abrasarse allí”. –“Sí conoces todo esto, ¿cómo te expones a abrasarte en el infierno, causando la perdición de tantas almas?” Al oír estas palabras, la pecadora conoció que era un hombre enviado de Dios, se arrojó a sus pies y, deshaciéndose en lágrimas: “Padre mío, le dijo, imponedme la penitencia que queráis, y yo la cumpliré”. El anciano la encerró en una celda y le dijo: “Mujer tan criminal como tú has sido, no merece pronunciar el santo nombre de Dios; te limitarás a volverte hacia el oriente, y dirás por toda oración: ¡Oh Vos que me creasteis, tened piedad de mí!” Esta era toda su oración. Santa Thais pasó tres años haciendo esta oración, derramando lágrimas y exhalando amargos sollozos noche y día. ¡Oh Dios mío! ¡cuánto nos hace profundizar en el propio conocimiento la humildad!

2.º Decimos que el anonadamiento de Jesucristo debe humillarnos aún más y más. “Cuando contemplo, nos dice San Agustín, a un Dios que, desde su encarnación hasta la cruz, no hizo otra cosa que llevar una vida de humillaciones e ignominias, un Dios desconocido en la tierra, ¿habré yo de sentir temor de humillarme? Un Dios busca la humillación, ¿y yo, gusano de la tierra, querré ensalzarme?¡Dios mío! Dignaos destruir este orgullo que tanto nos aparta de Vos.”

Lo tercero, que debe conducirnos más que a la humildad, es nuestra propia mísera. No tenemos más que mirarla algo de cerca, y hallaremos una infinidad de motivos de humillación. Nos dice el profeta Miqueas (Esta cita no es del profeta Miqueas): “En nosotros mismos llevamos el principio y los motivos de nuestra humillación. ¿No sabemos por ventura, dice, que nuestro origen es la nada, que antes de venir a la vida transcurrieron una infinidad de siglos, y que, por nosotros mismos, nunca habríamos podido salir de aquel espantoso e impenetrable abismo? ¿Podemos ignorar que, aun después de ser creados, conservamos una vehemente inclinación hacia la nada, siendo preciso que la mano poderosa de Aquel que de ella nos sacó, nos impida volver al caos, y que, si Dios dejase de mirarnos y sostenernos, seríamos borrados de la faz de la tierra con la misma rapidez que una brizna de paja es arrastrada por una tempestad furiosa?” ¿Qué es, pues, el hombre para envanecerse de su nacimiento y de sus demás cualidades? “¡Ay!, nos dice el santo varón Job, ¿qué es lo que somos? Inmundicia antes de nacer, miseria al venir al mundo, infección cuando salimos de él. Nacemos de mujer, nos dice (Job, XIV, 1), y vivimos breve tiempo; durante nuestra vida, por corta que sea, mucho hemos de llorar, y la muerte no tarda en herirnos”. –“Tal es nuestra herencia, nos dice San Gregorio, Papa; juzgad, según esto, si tenemos lugar a ensalzarnos por nada del mundo; así es que quien temerariamente se atreve a creer que es algo, resulta ser un insensato que jamás se conoció a sí mismo, puesto que, conociéndonos tal cual somos, sólo horror podemos sentir de nosotros mismos”

Pero no son menos los motivos que tenemos de humillarnos en el orden de la gracia. Por grandes talentos y dones que poseamos, hemos de pensar que todos nos vienen de la mano del Señor, que los da a quien le place, y, por consiguiente, no nos podemos alabar de ellos. Un concilio ha declarado que el hombre, lejos de ser el autor de su salvación, sólo es capaz de perderse, ya que de sí mismo sólo tiene el pecado y la mentira, San Agustín nos dice que toda nuestra ciencia consiste en saber que nada somos, y que todo cuanto tenemos, de Dios lo hemos recibido.

Finalmente, digo que debemos humillarnos considerando la gloria y la felicidad que esperamos en la otra vida, pues, de nosotros mismos, somos incapaces de merecerla. Siendo Dios tan magnánimo al concedérnosla, no hemos de confiar sino en su misericordia y en los infinitos méritos de Jesucristo su Hijo. Como hijos de Adán, sólo merecemos el infierno. ¡OH! ¡cuán caritativo es Dios al permitirnos tener esperanza de tantos y tan grandes bienes, a nosotros que nada hicimos para merecerlos!

¿Qué hemos de concluir de todo esto? Vedlo aquí, hijos míos: todos los días hemos de pedir a Dios la humildad cuantas veces nos sea posible;… quedemos bien persuadidos de que no hay virtud más agradable a Dios que la humildad, y de que con ella obtendremos todas las demás. Por muchos que sean los pecados que pesen sobre nuestra conciencia, estemos seguros de que con la humildad, Dios nos perdonará. Sí, cobremos afición a esa virtud tan hermosa; ella será la que nos unirá con Dios, la que nos hará vivir en paz con el prójimo, la que aligerará nuestras cruces, la que mantendrá nuestra esperanza de ver otro día a Dios. El mismo nos lo dice: “Bienaventurados los pobres de espíritu, pues ellos verán a Dios!” (Matth. V, 3). Esto es lo que os deseo.

San Juan Bta. Mª Vianney (Cura de Ars)

viernes, 18 de agosto de 2023

Las Virtudes de San Pablo de la Cruz: Asceta y Penitente

 



La generalidad de los mortales, por desgracia, ni conocen ni estiman el valor de la mortificación cristiana para alcanzar la santidad. De ahí la sed de placeres y el loco y desmedido afán de diversiones que hoy devora a la humanidad Y, sin embargo, sin mortificación no puede haber vida espiritual en las almas, ni verdadera imitación de Cristo, Ejemplar de toda santidad.

Pablo de la Cruz, que hizo lema de su vida interior el estar crucificado con Cristo, resulta dechado acabado de cristiana mortificación. Sus asombrosas penitencias, iniciadas en los años de la niñez, y prolongadas rigurosamente durante su vida octogenaria, le colocan al lado de los más grandes penitentes de la humanidad. Dulce, amable y compasivo para los demás, es para sí mismo duro, inflexible y de una austeridad tal que, al punto evocamos el recuerdo de los moradores de la Tebaida.

No cabe duda que muchas de sus austeras penitencias, como decía uno de los más íntimos del Santo, serán conocidas tan sólo en el día del Juicio Final. Pero las que llegaron a conocimiento de sus contemporáneos sobran para catalogarlo entre los ascetas más penitentes de todos los siglos. Si nosotros exponemos en este capítulo las austeridades del Siervo de Dios, no es tanto para proponerlas, al menos en su generalidad, como dignas de imitación, cuanto para que el lector considere hasta dónde puede llegar un alma enamorada de su Dios y de la mortificación cristiana. Y también para que esta consideración sirva de aliento y de estímulo a las almas tibias y apocadas que dudan de abrazarse a una mortificación que a todos urge por ser el abecé de la vida espiritual.

Desde niño, Pablo de la Cruz es un enamorado de la mortificación cristiana. Quizá este hecho contraste con los gustos de quienes vivimos en el siglo XX. Pero siendo un hecho comprobado, nosotros, fieles a la verdad histórica, no podemos pasar por alto o silenciar lo que atestiguan los Procesos de Canonización.

Pablo, siendo niño, entreteje con unas cuerdas una especie de látigo para azotar con él su inocente cuerpo. Compañero de penitencia es también su hermano Juan Bautista. Una noche, los golpes resuenan por toda la casa. Lucas Danei, sorprendido, penetra en la habitación:

—Pero ¿qué hacéis, hijos míos? ¿Queréis mataros?

Desde aquel día, Pablo se oculta aún más para no ser sorprendido en sus primeros ensayos de riguroso ascetismo. Hay noches que no duerme en la cama. En el desván de la casa, sobre el frío pavimento, extiende una manta, y sirviéndole de almohada un haz de leña, se entrega al sueño.

Los viernes, sobre todo. redobla su austera penitencia, y por amor a su Dios Crucificado, bebe amargo brebaje, compuesto de hiel y vinagre.

Ya de joven se entrega a ayunos tan rigurosos que acaban por dejarle en los huesos, semejando un esqueleto ambulante. Días enteros pasa sin tomar alimento ni bebida alguna. En estos días siente, naturalmente, un hambre canina; pero, poco a poco, sobreponiéndose y resistiendo logra vencerla

— ¡Ah! Entonces era yo fuerte y robusto, pero ahora ya no puedo hacerlo; dirá en su ancianidad a Rosa Calabresi.

En su juventud hace voto de privarse de todo gusto superfluo. Voto heroico que cumple fidelísimamente hasta que, ya entrado en años, le es dispensado. Antes de fundar el Instituto de la Pasión, su vida de eremita es el asombro de los que le conocen. Cubre sus carnes con una tosca y negra túnica. En el rigor del invierno camina descalzo. Y con la cabeza descubierta, bajo los rayos de un sol abrasador, recorre los senderos de Italia.

Encerrado por espacio de cuarenta días, en húmedo tugurio, bajo la escalera de la Iglesia parroquial de Castellazo, se alimenta a pan y agua. Y en las ermitas de San Esteban, de Nuestra Señora de la Cadena y de Monte Argentaro, su alimento suele ser hierbas, raíces, fruta silvestre, y, alguna vez que otra, un poco de pan que recibe de la caridad pública. En la ermita de San Antonio tiene por lecho un poco de paja sobre la desnuda tierra. Y es tal el hambre que a veces padece, que se siente desfallecer. Extenuado, recibe un día de limosna dos tortugas. El hambre le acosa. Pero no sabe cómo prepararlas para convertirlas en alimento de su cuerpo desfallecido. Al fin, colócalas sobre unas brasas. Y cuando juzga están ya tostadas, las ingiere sin condimento alguno.

Hasta la edad de los cincuenta y dos años se abstiene de tomar carne, huevos y leche. Si después admite en sus frugales comidas dichos alimentos es porque la Santa Sede mitiga la rigurosa abstinencia que Pablo ha prescrito en la Regla. Mas, así y todo, en el tiempo de Adviento, de Cuaresma y en los miércoles, viernes y sábados de todo el año, Pablo de la Cruz se abstiene de comer carne.

Ir al refectorio a la acostumbrada refección constituye para él un sacrificio. Con gracia suele decir:

—Ahora vayamos a hacer el oficio de los jumentos.

Sentado a la mesa, permanece absorto en altísima contemplación. Y no es raro verlo anegado en lágrimas, las cuales mezcla con el pobre alimento. Si se le presenta bastante cantidad, suplica:

—Por caridad, presentadme menos, si queréis que coma; yo, cuando he tomado la sopa, ya estoy harto. Además, con poco basta, cuando se puede comer un poco de pan.

Si por algún alimento siente predilección es por la fruta. Pero ésta le da ocasión de refrenar el gusto y realizar así continuos sacrificios. Un día de fiesta, hallándose en el convento de Vetralla, reciben los religiosos un cesto de higos. Pablo muestra su contento por el regalo. Pero cuando son presentados en la mesa, el único que los deja en el plato, sin probarlos, es Pablo de la Cruz.

Otra vez, en casa del Sr. Aníbal Tonini, presentan para postre unas peras gordas, frescas y sazonadas. El siervo de Dios, disimuladamente, toma la más verde y comienza a comerla.

—Pero, P. Pablo, si esa pera no está madura. Déjela y tome otra.

—¡Ah!: responde el siervo de Dios. Es verdad. Pero también ésta es buena.

Y sigue comiéndola. Y una vez comida, no quiere probar otra.

Todos los años acostumbra celebrar lo que él llama la Cuaresma de la Virgen, que es privarse de toda clase de frutas durante los cuarenta días que preceden a la fiesta de la Asunción.

Un día es invitado a comer con el General español, Marqués de las Minas. Es tiempo de cuaresma. En la mesa presentan un exquisito plato de guisantes. Los primeros de la temporada. Con ellos se ha preparado un plato apetitoso. Pablo, apenas lo ha probado, interrumpe la comida. El Marqués de las Minas que lo advierte, le dice:

—Pero, P. Pablo, ¿no come usted manjar tan exquisito? El humilde siervo de Dios se excusa humildemente. Y el General español queda altamente edificado de la frugalidad de su santo amigo.

Otra vez le presentan un aperitivo. Después de probado, exclama:

— Excelente! Y alargando luego el plato, dice a su comensal:

—Le suplico se lo coma usted.

—Gracias a Dios, no necesito de tales aperitivos. Tengo buen apetito.

Pero el siervo de Dios insiste:

 —Anímese a ello. Yo no quiero perder tan buena ocasión de hacer un pequeño sacrificio.

Pablo rehúsa manjares delicados, contentándose, las más de las veces, con un poco de pan, y en alguna ocasión, algunas frutas. Y para justificar su proceder. argumenta:

—Los antiguos anacoretas, alimentándose de pan, hierbas y frutas silvestres, vivían largos años en los desiertos. Ved cómo la mortificación alarga la vida.

Bajo los rayos de un sol abrasador...

Parco en la comida, lo es también en la bebida. En las comidas toma un poco de vino, por consejo del Capitán Grazi, pero tan aguado que llega a perder el color y el gusto del vino. Fuera de las horas no acostumbra tomar alimento ni bebida alguna, aunque se halle extenuado por las fatigas de las misiones apostólicas. En los últimos años de su vida, por prescripción médica, después de las predicaciones, suele tomar un poco de vino aguado. Pero no pocas veces se le oye decir:

— Estos médicos me matan. El chocolate que toma, también por prescripción médica, quiere que sea ligero.

—Lo tomo así como medicina del cuerpo.

Al comer, permanece absorto en la lectura espiritual que se tiene durante la refección, no dándose cuenta, a veces, de los alimentos que come. Un día, en el convento de San Ángel, ordena al cocinero prepare un plato de macarrones. El cocinero obedece. Terminada la comida, encontrándose con el P. Pablo, recibe de éste severa reprensión por no haber cumplido la orden.

—Pero, Padre, ¿qué es lo que ha comido en el refectorio?, le dice el cocinero, justificándose y, a la vez, indicando al Santo Fundador que han sido macarrones lo que se ha servido a la mesa.

San Pablo de la Cruz replica:

 —Tenga paciencia, hermano, y perdone. No recuerdo lo que he comido.

El Santo ejercita dichas mortificaciones con arte, destreza y alegría, que muchos ni siquiera se percatan de aquéllas.

"Quien no sabe refrenar la gula suele repetir tampoco sabe mortificar la carne."

Pero Pablo sabe refrenar la gula y también mortificar la carne con penitencias espantosas, extraordinarias, admirables, aunque no imitables. El sabe por experiencia qué es el frío y la nieve y los aires helados del riguroso invierno, porque muchas veces, aterido, con los pies descalzos, cubierto de una tosca túnica, y mal alimentado, atraviesa los Apeninos envueltos en el blanco turbante de la nieve. Otras, bajo un sol tórrido, descubierta la cabeza, emprende largas jornadas, o predica horas enteras, en descampado, a las multitudes, o en la plaza de Orbetello a la tropa española. Los soldados, por indicación del Santo, cubren sus cabezas con el casco de campaña para defenderse de los rayos solares. Pero el siervo de Dios, por espacio de dos horas, asaetado por los rayos de un sol de mediodía, prosigue la predicación.

No pocas veces, sus pies desnudos van dejando huellas de sangre por los senderos de Italia, por las calzadas romanas y las calles de las ciudades.

En las misiones apostólicas Pablo, heraldo del Divino Crucificado, aparece como la encarnación viviente de la austeridad y de la penitencia. La ruda túnica con que cubre sus carnes, sus pies desnudos, su rostro pálido y demacrado hablan elocuentemente de su riguroso ascetismo. El viaje del Convento al pueblo o ciudad que ha de misionar lo hace siempre a pie y descalzo. Los guijarros del sendero lastiman sus pies y las espinas llegan algunas veces a clavarse en sus delicadas plantas. Si personas caritativas, compadecidas, intentan extraerle las espinas, les dice sonriente:

—Si esto no es nada. ¡Jesús llevaba tantas... y tan punzantes en su sacratísima cabeza!...

Ya en la misión, ante la muchedumbre que le escucha atónita, desnuda sus espaldas, y con instrumentos de afiladas cuchillas descarga golpes tan fieros que la sangre brota en abundancia hasta regar el tablado que le sirve de púlpito.

A la cruel flagelación añade, no pocas veces, el doloroso tormento de la coronación de espinas. La corona que ciñe a sus sienes cuando predica no es mero símbolo o recuerdo de la corona de espinas del Salvador del mundo. También las espinas se clavan en las sienes del siervo de Dios y la sangre que brota de su frente llega a teñir su demacrado rostro, convirtiéndolo en vivo retrato del Divino Nazareno.

Para vencer el sueño que le asalta en las interminables horas del confesonario, aplica a sus brazos cilicios de agudas puntas que le penetran hasta la carne viva.

Los días que misiona algún pueblo o ciudad duerme sobre el desnudo suelo. Y en las horas que le quedan libres, retirado en su habitación, renueva sus sangrientas penitencias; o bien, arrodillado sobre lámina de hierro de aceradas puntas, se engolfa en la meditación de su Dios Crucificado.

Sorprendido un día en esta actitud, para despistar al intempestivo visitante, dice a éste, ocultando con disimulo el instrumento de penitencia:

—Ved donde yo estudio mis sermones: a los pies del Crucifijo.

Con tantas y tales mortificaciones no es extraño que Pablo de la Cruz quede en los huesos, y que un personaje, anunciando la próxima llegada de los misioneros, diga al Párroco de la localidad:

—Para uno de ellos puede usted preparar un ataúd.

Pero es en la soledad de Monte Argentaro donde, particularmente, el siervo de Dios sacia su sed de maceraciones. La majestad solemne de los espacios y la inmensidad del mar que, a veces, ruge con horrísonas tormentas a los pies de la montaña, parece como si le invitaran a desgarrar sus carnes y azotar despiadadamente su cuerpo. Oculto en el boscaje, creyendo no ser visto de nadie, disciplinase con un mazo pesadísimo de cadenas hasta verter copiosa sangre. Y ello una, dos y tres veces al día.

Los pastores que llevan a pastar sus rebaños por aquellos contornos le han visto más de una vez con las espaldas ensangrentadas y han contemplado, asombrados, la huella de sangre en la tierra húmeda y fresca de la montaña. Y no ha faltado cazador que, sigilosamente, se ha acercado hasta el Siervo de Dios cuando éste se revolcaba desnudo sobre las zarzas y espinos del monte.

Pablo de la Cruz, sobre todo, se impone penitencias espantosas cuando trata de convertir a los pecadores. 

Una noche llama al Convento de Monte Argentaro un bandolero armado hasta los dientes. Es crudo invierno. Los caminos aparecen borrados por la nieve helada. El forajido pide por caridad pasar la noche bajo cubierto. El Siervo de Dios que en los más famosos criminales ve almas redimidas con la sangre de Cristo, le ofrece abrigo y hospedaje. Y trata de convertirlo. Para ello háblale de Dios, de los tormentos de Jesús, del alma y de la otra vida.

El bandido permanece frío, hosco e insensible a las palabras dulces y ardientes del Santo. Aquella alma de bandolero se muestra dura e impermeable a la gracia.

Al amanecer del siguiente día, Pablo sale del Convento y por senda resbaladiza se dirige al estanque que hay junto al camino. El agua está helada. Pero el Siervo de Dios no vacila. Y se arroja al centro de la alberca. Minutos después, el bandolero pasa junto al estanque. Al ver al siervo de Dios sumergido en el agua hasta el cuello, le dice sorprendido:

—Pero ¿qué hace ahí, P. Pablo?

—Penitencia por sus pecados; responde el Santo, tiritando de frío.

Tal respuesta conmueve al bandolero. Y una hora más tarde vuelve éste al buen camino, reconciliándose con Dios.

A Pablo no le espantan los rigores de las más austeras penitencias, si con ellas logra identificarse con su Dios Crucificado y salvar las almas por las cuales padeció y murió en una Cruz el Mártir del Calvario.

No todos los instrumentos de penitencia que empleó el siervo de Dios para macerar su cuerpo se conservan hoy día.

—Ya que me habéis inutilizado a mí, dijo, arrojándolos a un pozo, no quiero que inutilicéis a otros.

Pero los que actualmente se conservan en el Convento de los Santos Juan y Pablo y en otros Retiros de la Congregación, como la cruz de madera forrada con 186 puntas de hierro y las disciplinas de afiladas cuchillas, todavía tintas en sangre, revelan el espíritu austero que animó a uno de los más grandes ascetas y penitentes de todos los siglos.

P. Juan de la Cruz, C.P.

Sermón del Santo Cura de Ars sobre el Juicio Final

 

Tunc videbunt Filium hominis venientem cum potestate magna et maiestate.
Entonces verán al Hijo del hombre viniendo con gran poder y 
majestad terrible, rodeado de los ángeles y de los santos.
(S. L.uc. XXI, 27)


No es ya, hermanos míos, un Dios revestido de nuestra flaqueza, oculto en la obscuridad de un pobre establo, reclinado en un pesebre, saciado de oprobios, oprimido bajo la pesada carga de su cruz; es un Dios revestido con todo el brillo de su poder y de su majestad, que hace anunciar su venida por medio de los más espantosos prodigios, es decir, por el eclipse del sol y de la luna, por la caída de las estrellas, y por un total trastorno de la naturaleza. No es ya un Salvador que viene como manso cordero a ser juzgado por los hombres y a redimirlos; es un Juez justamente indignado que juzga a los hombres con todo el rigor de su justicia. No es ya un Pastor caritativo que viene en busca de las ovejas extraviadas para perdonarlas; es un Dios vengador que viene a separar para siempre los pecadores de los justos, a aplastar los malvados con su más terrible venganza, a anegar los justos en un torrente de dulzuras. Momento terrible, momento espantoso, ¿cuándo llegarás? Momento desdichado ¡ay! quizás en breve llegarán a nuestros oídos los anuncios precursores de este Juez tan temible para el pecador. ¡Oh pecadores! salid de la tumba de vuestros pecados, venid al tribunal de Dios, venid a aprender de qué manera será tratado el pecador. El impío, en este mundo, parece hacer gala de desconocer el poder de Dios, viendo a los pecadores sin castigo; llega hasta decir: No, no, no hay Dios ni infierno; o bien: No atiende Dios a lo que pasa en la tierra. Pero dejad que venga el juicio, y en aquel día grande Dios manifestará su poder y mostrará a todas las naciones que El lo ha visto todo y de todo ha llevado cuenta.

¡Qué diferencia, hijos míos, entre estas maravillas y las que Dios obró al crear el mundo! Que las aguas rieguen y fertilicen la tierra, dijo entonces el Señor; y en el mismo instante las aguas cubrieron la tierra y la dieron fecundidad. Pero, cuando venga a destruir el mundo, mandará al mar saltar sus barreras con ímpetu espantoso, para engullir el universo entero en su furor. Creó Dios el cielo, y ordenó a las estrellas que se fijasen en el firmamento. Al mandato de su voz, el sol alumbró el día y la luna presidió a la noche. Pero, en aquel día postrero, el sol se obscurecerá, y no darán ya más lumbre la luna y las estrellas. Todos estos astros caerán con estruendo formidable.

¡Qué diferencia, hijos míos! Para crear el mundo empleó Dios seis días; para destruirle, un abrir y cerrar de ojos bastará. Para crearle, a nadie llamó que fuese testigo de tantas maravillas; para destruirle, todos los pueblos se hallarán presentes, todas las naciones confesarán que hay un Dios y reconocerán su poder. ¡Venid, burlones impíos, venid incrédulos refinados, venid a ver si existe o no Dios, si ha visto o no todas vuestras acciones, si es o no todopoderoso! ¡Oh Dios mío! cómo cambiará de lenguaje el pecador en aquella hora! ¡Qué de lamentos! ¡Ay! ¡Cómo se arrepentirá de haber perdido un tiempo tan precioso! Mas no es tiempo ya, todo ha concluido para el pecador, no hay esperanza. ¡Oh, qué terrible instante será aquél! Dice San Lucas que los hombres quedarán yertos de pavor, pensando en los males que les esperan. ¡Ay! hijos míos, bien puede uno quedarse yerto de temor y morir de espanto ante la amenaza de una desdicha infinitamente menor que la que al pecador le espera y que ciertísimamente le sobrevendrá si continúa viviendo en el pecado.

Hijos míos, si en este momento en que me dispongo a hablaros del juicio, al cual compareceremos todos para dar cuenta de todo el bien y de todo el mal que hayamos hecho, y recibir la sentencia de nuestro definitivo destino al cielo o al infierno, viniese un, ángel a anunciaros ya de parte de Dios que dentro de veinticuatro horas todo el universo será abrasado el llamas por una lluvia de fuego y azufre; si empezaseis ya a oír que el trueno retumba y a ver que la tempestad enfurecida asuela vuestras casas; que los relámpagos se multiplican hasta convertir el universo en globo de fuego ; que el infierno vomita ya todos sus réprobos, cuyos gritos y alaridos se dejan oír hasta los confines del mundo, anunciando que el único medio de evitar tanta desdicha es dejar el pecado y hacer penitencia; ¿podríais escuchar, hijos míos, a esos hombres sin derramar torrentes de lágrimas y clamar misericordia? ¿No se os vería arrojaros al pie de los altares pidiendo clemencia? ¡Oh ceguera, oh desdicha incomprensible, la del hombre pecador! los males que vuestro pastor os anuncia son aún infinitamente más espantosos y dignos de arrancar vuestras lágrimas, de desgarrar vuestros corazones.

¡Ah! estas terribles verdades van a ser otras tantas sentencias que pronunciarán vuestra condenación eterna. Pero la más grande de todas las desdichas es que seáis insensibles a ellas y continuéis viviendo en pecado sin reconocer vuestra locura hasta el momento en que no haya ya remedio para vosotros. Un momento más, y aquel pecador que vivía tranquilo en el pecado será juzgado y condenado; un instante más, y llevará consigo sus lamentos por toda la eternidad. Sí, hijos míos, seremos juzgados, nada más cierto; sí, seremos juzgados sin misericordia; sí, eternamente nos lamentaremos de haber pecado.

I — Leemos en la Sagrada Escritura, hijos míos, que cada vez que Dios quiere enviar algún azote al mundo o a su Iglesia, lo hace siempre preceder de algún signo que comience a infundir el terror en los corazones y los lleve a aplacar la divina justicia. Queriendo anegar el universo en un diluvio, el arca de Noé, cuya construcción duró cien años, fue una señal para inducir a los hombres a penitencia, sin la cual todos debían perecer. El historiador Josefo refiere que, antes de la destrucción de Jerusalén, se dejó ver, durante largo tiempo, un corneta en figura de alfanje, que ponía a los hombres en consternación. Todos se preguntaban: ¡Ay de nosotros! ¿qué querrá anunciar esta señal? tal vez alguna gran desgracia que Dios va a enviarnos. La luna estuvo sin alumbrar ocho noches seguidas; la gente parecía no poder ya vivir más. De repente, aparece un desconocido que, durante tres años, no hace sino gritar, día y noche, por las calles de Jerusalén: ¡Ay de Jerusalén! ¡Ay de Jerusalén!... Le prenden; le azotan con varas para impedirle que grite; nada le detiene. Al cabo de tres años exclama: ¡Ay! ¡ay de Jerusalén! y ¡ay de mí! Una piedra lanzada por una máquina le cae encima y le aplasta en el mismo instante. Entonces todos los males que aquel desconocido había presagiado a Jerusalén vinieron sobre ella. El hambre fue tan dura que las madres llegaron a degollar a sus propios hijos para alimentarse con su carne. Los habitantes, sin saber por qué, se degollaban unos a otros; la ciudad fue tomada y como aniquilada; las calles y las plazas estaban todas cubiertas de cadáveres; corrían arroyos de sangre; los pocos que lograron salvar sus vidas fueron vendidos como esclavos.

Mas, como el día del juicio será el más terrible y espantoso de cuantos haya habido, le precederán señales tan horrendas, que llevarán el espanto hasta el fondo de los abismos. Nos díce el Señor que, en aquel momento infausto para el pecador, el sol no dará ya más luz, la luna será semejante a una mancha de sangre, y las estrellas caerán del firmamento. El aire estará tan lleno de relámpagos que será un incendio todo él, y el fragor de los truenos será tan grande qué los hombres quedarán yertos de espanto. Los vientos soplarán con tanto ímpetu, que nada podrá resistirles. Árboles y casas serán arrastradas al caos dé la mar ; el mismo mar de tal manera será agitado por las tempestades, que sus olas se elevarán cuatro codos por encima de las más altas montañas y bajarán tanto que podrán verse los horrores del abismo ; todas las criaturas, aun las insensibles, parecerán quererse aniquilar, para evitar la presencia de su Criador, al ver cómo los crímenes de los hombres han manchado y desfigurado la tierra. Las aguas de los mares y de los ríos hervirán como aceite sobre brasas; los árboles y plantas vomitarán torrentes de sangre; los terremotos serán tan grandes que se verá la tierra hundirse por todas partes; la mayor parte de los árboles y de las bestias serán tragados por el abismo, y los hombres, que sobrevivan aún, quedarán como insensatos; los montes y peñascos se desplomarán con horrorosa furia. Después de todos estos horrores se encenderá fuego en los cuatro ángulos del mundo: fuego tan violento que consumirá las piedras, los peñascos y la tierra, como briznas de paja echadas en un horno. El universo entero será reducido a cenizas; es preciso que esta tierra manchada con tantos crímenes sea purificada por el fuego que encenderá la cólera del Señor, de un Dios justamente irritado.

Una vez que esta tierra cubierta de crímenes sea purificada, enviará Dios, hijos míos, a sus ángeles, que harán sonar la trompeta por los cuatro ángulos del mundo y dirán a todos los muertos: Levantaos, muertos, salid de vuestras tumbas, venid y compareced a juicio. Entonces, todos los muertos, buenos y malos, justos y pecadores, volverán a tomar la misma forma que tenían antes; el mar vomitará todos los cadáveres que guarda encerrados en su caos, la tierra devolverá todos los cuerpos sepultados, desde tantos siglos, en su seno. Cumplida esta revolución, todas las almas de los santos descenderán del cielo resplandecientes de gloria y cada alma se acercará a su cuerpo, dándole mil y mil parabienes. Ven, le dirá, ven, compañero de mis sufrimientos; si trabajaste por agradar a Dios, si hiciste consistir tu felicidad en los sufrimientos y combates, ¡oh, qué de bienes nos están reservados! Hace ya más de mil años que yo gozo de esta dicha; ¡oh, qué alegría para mí venir a anunciarte tantos bienes como nos están preparados para la eternidad. Venid, benditos ojos, que tantas veces os cerrasteis en presencia de los objetos impuros, por temor de perder la gracia de vuestro Dios, venid al cielo, donde no veréis sino bellezas jamás vistas en el mundo. Venid, oídos míos, que tuvisteis horror a las palabras y a los discursos impuros y calumniosos; venid y escucharéis en el cielo aquella música celeste que os arrobará en éxtasis continuo. Venid, pies míos y manos mías, que tantas veces os empleasteis en aliviar a los desgraciados; vamos a pasar nuestra eternidad en el cielo, donde veremos a nuestro amable y caritativo Salvador que tanto nos amó. ¡Ah! allí verás a Aquel que tantas veces vino a descansar en tu corazón. ¡Ah! allí veremos esa mano teñida aún en la sangre de nuestro divino Salvador, por la cual El nos mereció tanto gozo. En fin, el cuerpo y el alma de los santos se darán mil y mil parabienes; y esto por toda la eternidad.

Luego que todos los santos hayan vuelto a tomar sus cuerpos, radiantes todos allí de gloria según las buenas obras y las penitencias que hayan hecho, esperarán gozosos el momento en que Dios, a la faz del universo entero, revele, una por una, todas las lágrimas, todas las penitencias, todo el bien que ellos Hayan realizado durante su vida; felices ya con la felicidad del mismo Dios. Esperad, les dirá el mismo Jesucristo, esperad, quiero que todo el universo se goce en ver cuánto habéis trabajado. Los pecadores endurecidos, los incrédulos decían que yo era indiferente a cuanto vosotros hicieseis por mí ; pero yo voy a mostrarles, en este día, que he visto y contado todas las lágrimas que derramasteis en el fondo de los desiertos; voy a mostrarles en este día que a vuestro lado me hallaba yo sobre los cadalsos. Venid todos y compareced delante de esos pecadores que me despreciaron y ultrajaron, que osaron negar que yo existiese y que los viese. Venid, hijos míos, venid, mis amados, y veréis cuán bueno he sido y cuán grande fue mi amor para con: vosotros.

Contemplemos por un instante, hijos míos, a ese infinito número de almas justas que entran de nuevo en sus cuerpos, haciéndolos semejantes a hermosos soles. Mirad a todos esos mártires, con las palmas en la mano. Mirad a todas esas vírgenes, con la corona de la virginidad en sus sienes. Mirad a todos esos apóstoles, a todos esos sacerdotes; tantas cuantas almas salvaron, otros tantos rayos de gloria los embellecen. Todos ellos, hijos míos, dirán a María, la Virgen Madre: Vamos a reunirnos con Aquel que está en el cielo, para dar nuevo esplendor de gloria a vuestra hermosura.

Pero no, un momento de paciencia; vosotros fuisteis despreciados, calumniados y perseguidos por los malvados; justo es que, antes de entrar en el reino eterno, vengan los pecadores a daros satisfacción honrosa.

Mas ¡terrible y espantosa mudanza! oigo la misma trompeta llamando a los réprobos para que salgan de los infiernos. ¡Venid, pecadores, verdugos y tiranos, dirá Dios que a todos quería salvar, venid, compareced ante el tribunal del Hijo del Hombre, ante Aquel de quien tantas veces atrevidamente pensasteis que no os veía ni os oía! Venid y compareced, porque cuantos pecados cometisteis en toda vuestra vida serán manifestados a la faz del universo. Entonces clamará el ángel: ¡Abismos del infierno, abrid vuestras puertas!

Vomitad a todos esos réprobos! su juez los llama. Ah, terrible momento! todas aquellas desdichadas almas réprobas, horribles como demonios, saldrán de los abismos e irán, como desesperadas, en busca de sus cuerpos. ¡Ah, momento cruel! en el instante en que el alma entrará en su cuerpo, este cuerpo experimentará todos los rigores del infierno. ¡Ah! este maldito cuerpo, estas malditas almas se echarán mil y mil maldiciones. ¡Ah! maldito cuerpo, dirá el alma a su cuerpo que se arrastró y revolcó por el fango de sus , impurezas; hace ya más de mil años que yo sufro y me abraso en los infiernos. Venid, malditos ojos, que tantas veces os recreasteis en miradas deshonestas a vosotros mismos o a los demás, venid al infierno a contemplar los monstruos más horribles. Venid, malditos oídos, que tanto gusto hallasteis en las palabras y discursos impuros, venid a escuchar eternamente los gritos, alaridos y rugidos de los demonios. Venid, lengua y boca malditas, que disteis tantos besos impuros y que nada omitisteis para satisfacer vuestra sensualidad y vuestra gula, venid al infierno, donde la hiel de los dragones será vuestro alimento único. ¡Ven, cuerpo maldito, a quien tanto procuré contentar; ven a ser arrojado por una eternidad en un estanque de fuego y de azufre encendido por el poder y la cólera de Dios! ¡Ah! ¿quién es capaz de comprender, ni menos de expresar las maldiciones que el cuerpo y el alma mutuamente se echarán por toda la eternidad?

Sí, hijos míos, ved a todos los justos y los réprobos que han recobrado su antigua figura, es decir, sus cuerpos tal como nosotros los vemos ahora, y esperan a su juez, pero un juez justo y sin compasión, para castigar o recompensar, según el mal o el bien que hayamos hecho. Vedle que llega ya, sentado en un trono, radiante de gloria, rodeado de todos los ángeles, precedido del estandarte de la cruz. Los malvados viendo a su juez, ¿qué digo? viendo a Aquel a quien antes vieron ocupado solamente en procurarles la felicidad del paraíso, y que, a pesar de El, se han condenado, exclamarán: Montañas, aplastadnos, arrebatadnos de la presencia de nuestro juez; peñascos, caed sobre nosotros; ¡ah, por favor, precipitadnos en los infiernos! No, no, pecador, acércate y ven a rendir cuenta de toda tu vida. Acércate, desdichado, que tanto despreciaste a un Dios tan bueno. ¡Ah! juez mío, padre mío, criador mío, ¿dónde están mi padre y mi madre que me condenaron? !Ah! quiero verlos ; quiero reclamarles el cielo que me dejaron perder. ¡Ay, padre! ¡Ay, madre! fuisteis vos-otros los que me condenasteis; fuisteis vosotros la causa de mi desdicha. No, no, al tribunal de tu Dios; no hay remedio para ti. ¡ Ah ! juez mío, exclamará aquella joven..., ¿ dónde está aquel libertino que me robó el cielo? No, no, adelántate, no esperes socorro de nadie... ¡estás condenada! no hay esperanza para ti; sí, estás perdida; sí, todo está perdido, puesto que perdiste a tu alma y a tu Dios. ¡Ah! ¿quién podrá comprender la desdicha de un condenado que verá enfrente de sí, al lado de los santos, a su padre o a su madre, radiantes de gloria y destinados al cielo, y a sí propio reservado para el infierno? Montañas, dirán estos réprobos, sepultadnos; ¡ah, por favor, caed sobre nosotros! ¡Ah, puertas del abismo, abríos para sepultarnos en él! No, pecador; tú siempre despreciaste mis mandamientos; pero hoy es el día en que yo quiero mostrarte que soy tu dueño. Comparece delante de mí con todos tus crímenes, de los cuales no es más que un tejido tu vida entera. ¡Ah, entonces será, dice el profeta Ezequiel, cuando el Señor tomará aquel gran pliego milagroso donde están escritos y consignados todos los crímenes de los hombres. ¡Cuántos pecados que jamás aparecieron a los ojos del mundo van ahora a manifestarse! ¡Ah! temblad los que, hace quizás quince o veinte años, venís acumulando pecado sobre pecado. ¡Ay, desgraciados de vosotros!

Entonces Jesucristo, con el libro de las conciencias en la mano, con voz de trueno formidable, llamará a todos los pecadores para convencerlos de todos los pecados que hayan cometido durante su vida. Venid, impúdicos, les dirá, acercaos y leed, día por día; mirad todos los pensamientos que mancharon vuestra imaginación, todos los deseos vergonzosos que corrompieron vuestro corazón; leed y contad vuestros adulterios; ved el lugar, el momento en que los cometisteis; ved la persona con la cual pecasteis. Leed todas vuestras voluptuosidades y lascivias, leed y contad bien cuántas almas habéis perdido, que tan caras me habían costado. Más de mil años llevaba ya vuestro cuerpo podrido en el sepulcro y vuestra alma en el infierno, y aún vuestro libertinaje seguía arrastrando almas a la condenación. ¿Veis a esa mujer a quien perdisteis, a ese marido, a esos hijos, a esos vecinos? Todos claman venganza, todos os acusan de su perdición, de que, a no ser por vosotros, habrían ganado el cielo. Venid, mujeres mundanas, instrumentos de Satanás, venid y leed todo el cuidado y el tiempo que empleasteis en componeros; contad la multitud de malos pensamientos y de malos deseos que suscitasteis en las personas que os vieron. Mirad todas las almas que os acusan de su perdición. Venid, maldicientes, sembradores de falsas nuevas, venid y leed, aquí están escritas todas vuestras maledicencias, vuestras burlas, y vuestras maldades; aquí tenéis todas las disensiones que causasteis, aquí tenéis todas las pérdidas y todos los, daños de que vuestra maldita lengua fue causa principal. Id, desdichados, a escuchar en el infierno los gritos y los aullidos espantosos de los demonios. Venid, malditos avaros, leed y contad ese dinero y esos bienes perecederos a los cuales apegasteis vuestro corazón, con menosprecio de vuestro Dios, y por los cuales sacrificasteis vuestra alma. ¿Habéis olvidado vuestra dureza para con los pobres? Aquí la tenéis, leed y contad. Ved aquí vuestro oro y vuestra plata, pedidles ahora que os socorran, decidles que os libren de mis manos. Id, malditos, a lamentar vuestra miseria en los infiernos. Venid, vengativos, leed y ved todo cuanto hicisteis en daño de vuestro prójimo, contad todas las injusticias, todos los pensamientos de odio y de venganza que alimentasteis en vuestro corazón; id, desdichados, al infierno. ¡Ah, rebeldes ! mil veces os lo avisaron mis ministros, que, si no amabais a vuestro prójimo como a vosotros mismos, no habría perdón para vosotros. Apartaos de mí, malditos, idos al infierno, donde seréis víctimas de mi cólera eterna, donde aprenderéis que la venganza está reservada sólo a Dios. Ven, ven, bebedor, acércate, mira hasta el último vaso de vino, hasta el último bocado de pan que quitaste de la boca de tu esposa y de tus hijos; he aquí todos tus excesos, ¿los reconoces? ¿son los tuyos realmente, o los de tu vecino? He aquí el número de noches y de días que pasaste en las tabernas, los domingos y fiestas; he aquí, una por una, las palabras deshonestas que dijiste en tu embriaguez; he aquí todos los juramentos, todas las imprecaciones que vomitaste; he aquí todos los escándalos que diste a tu esposa, a tus hijos y a tus vecinos. Sí, todo lo he escrito, todo lo he contado. Vete, desdichado, a embriagarte de la hiel de mi cólera en los infiernos. Venid, mercaderes, obreros, todos, cual-quiera que fuese vuestro estado; venid, dadme cuenta, hasta el último maravedí, de todo lo que comprasteis y vendisteis; venid, examinemos juntos si vuestras medidas y vuestras cuentas concuerdan con las mías. Ved, mercaderes, el día en que engañasteis a ese niño. Ved aquel otro día en que exigisteis doblado precio por vuestra mercancía. Venid, profanadores de los Sacramentos, ved todos vuestros sacrilegios, todas vuestras hipocresías. Venid, padres y madres, dad-me cuenta de esas almas que yo os confié; dadme cuenta de todo lo que hicieron vuestros hijos y vuestros criados; ved todas las veces que les disteis permiso para ir a lugares y juntarse con compañías que les fueron ocasión de pecado. Ved todos los malos pensamientos y deseos que vuestra hija inspiró; ved todos sus abrazos y otras acciones infames; ved todas las palabras impuras que pronunció vuestro hijo. Pero, Señor, dirán los padres y madres, yo no le mandaba tales cosas. No importa, les dirá el juez, los pecados de tus hijos son pecados tuyos. ¿Dónde están las virtudes que les hicisteis practicar? ¿dónde los buenos ejemplos que les disteis y las buenas obras que les mandasteis hacer? ¡Ay! ¿qué va a ser de esos padres y madres que ven cómo van sus hijos, unos al baile, otros al juego o a la taberna, y viven tranquilos? ¡Oh, Dios mío, qué ceguera! ¡Oh, qué cúmulo de crímenes, por los cuales van a verse abrumados en aquellos terribles momentos! ¡Oh! ¡cuántos pecados ocultos, que van a ser publicados a la faz del universo! ¡Oh, abismos de los infiernos! abríos para engullir a esas muchedumbres de réprobos que no han vivido sino para ultrajar a su Dios y condenarse.

Pero entonces, me diréis, ¿todas las buenas obras que hemos hecho de nada servirán? Nuestros ayunos, nuestras penitencias, nuestras limosnas, nuestras comuniones, nuestras confesiones, ¿quedarán sin recompensa? No, os dirá Jesucristo, todas vuestras oraciones no eran otra cosa que rutinas; vuestros ayunos, hipocresías; vuestras limosnas, vanagloria; vuestro trabajo no tenía otro fin que la avaricia y la codicia; vuestros sufrimientos no iban acompañados sino de quejas y murmuraciones; en todo cuanto hacíais, yo no entraba para nada. Por otra parte, os recompensé con bienes temporales: bendije vuestro trabajo ; di fertilidad a vuestros campos y enriquecí a vuestros hijos; del poco bien que hicisteis, os di toda la recompensa que podíais esperar. En cambio os dirá Jesús, vuestros pecados viven todavía, vivirán eternamente delante de Mí; id, malditos, al fuego eterno, preparado para todos los que me despreciaron durante su vida.

II. — Sentencia terrible, pero infinitamente justa. ¿Qué cosa más justa, en verdad, para los que aseguraban que todo concluía con la muerte? ¿Veis ahora su desesperación? ¿oís cómo confiesan su impiedad? ¿cómo claman misericordia? Mas ahora todo está acabado; el infierno es vuestra sola herencia. ¿Veis a ese orgulloso que escarnecía y despreciaba a todo el mundo? ¿ le veis abismado en su corazón, condenado por una eternidad bajo los pies de los demonios? ¿Veis a ese incrédulo que decía que no hay Dios ni infierno? ¿le veis confesar a la faz de todo el universo que hay un Dios que le juzga y un infierno donde va a ser precipitado para jamás salir de él? Verdad es que Dios dará a todos los pecadores libertad de presentar sus razones y excusas para justificarse, si es que pueden. Mas, ¡ay! ¿qué podrá decir un criminal que no ve en sí mismo sino crimen e ingratitud? ¡Ay! todo lo que el pecador pueda decir en aquel momento in-fausto sólo servirá para mostrar más y más su impiedad y su ingratitud.

He aquí, sin duda, hijos míos, lo que habrá de más espantoso en aquel terrible momento: será el ver nosotros que Dios nada perdonó para salvarnos; que nos hizo participantes de los méritos infinitos de su muerte en la cruz; que nos hizo nacer en el seno de su Iglesia; que nos dio pastores para mostrarnos y enseñarnos todo lo que debíamos hacer para ser felices. Nos dio los Sacramentos para hacernos recobrar su amistad cuantas veces la habíamos perdido; no puso límite al número de pecados que quería perdonarnos; si nuestra conversión hubiese sido sincera, estábamos seguros de nuestro perdón. Nos esperó años enteros, por más que nosotros no vivíamos sino para ultrajarle; no quería perdernos, mejor dicho, quería en absoluto salvarnos; ¡y nosotros no quisimos! Nosotros mismos le forzamos por nuestros pecados a lanzar contra nosotros sentencia de eterna condenación: Id, hijos malditos, id a reuniros con aquel a quien imitasteis; por mi parte, no os reconozco sino para aplastaros con todos los furores de mí cólera eterna.

Venid, nos dice el Señor por uno de sus profetas, venid, hombres, mujeres, ricos y pobres, pecadores, quienesquiera que seáis, sea el que fuere vuestro estado y condición, decid todos, decid vuestras razones, y yo diré las mías. Entremos en juicio, pesémoslo todo con el peso del santuario. ¡Ah! terrible momento para un pecador, que, por cualquier lado que considere su vida, no ve más que pecado, sin cosa buena. ¡Dios mío! ¡qué va a ser de él! En este mundo, el pecador siempre encuentra excusas que alegar por todos los pecados que ha cometido; lleva su orgullo hasta el mismo tribunal; de la penitencia, donde no debiera comparecer sino para acusarse y condenarse a sí mismo. Unas veces, la ignorancia; otras, las tentaciones demasiado violentas; otras, en fin, las ocasiones y los malos ejemplos: tales son las razones que, todos los días, están dando los pecadores para encubrir la enormidad de sus crímenes. Venid, pecadores orgullosos, veamos si vuestras excusas serán bien recibidas el día del juicio; explicaos delante de Aquel que tiene la antorcha en la mano, y que todo lo vio, todo lo contó y todo lo pesó. ¡No sabías — dices — que aquello fuese pecado! ¡Ah, desdichado! te dirá Jesucristo: si hubieses nacido en medio de las naciones idólatras, que jamás oyeron hablar del verdadero Dios, pudiera tener alguna excusa tu ignorancia; pero ¿tú, cristiano, que tuviste la dicha de nacer en el seno de mi Iglesia, de crecer en el centro de la luz, tú que a cada instante oías hablar de la eterna felicidad? Desde tu infancia te enseñaron lo que debías hacer para procurártela; y tú, a quien jamás cesaron de instruir, de exhortar y de reprender, ¿ te atreves aún a excusarte con tu ignorancia? ¡Ah, desdichado! si viviste en la ignorancia, fue sencillamente porque no quisiste instruirte, porque no quisiste aprovecharte de las instrucciones, o huiste de ellas. ¡Vete, desgraciado, vete! ¡tus excusas sólo sirven para hacerte más digno aún de maldición! Vete, hijo maldito, al infierno, a arder en él con tu ignorancia.

Pero — dirá otro — es que mis pasiones eran muy violentas y mi debilidad muy grande. Mas — le dirá el Señor — ya que Dios era tan bueno que te hacía conocer tus debilidades, ya que tus pastores te advertían que debías velar continuamente sobre ti mismo y mortificarte, para dominarlas, ¿por qué hacías tú precisamente todo lo contrario? ¿Por qué tanto cuidado en contentar tu cuerpo y tus gustos? Dios te hacía conocer- tu flaqueza, ¿y tú caías a cada instante? ¿Por qué, pues, no recurrir a Dios en demanda de su gracia? ¿por qué no escuchar a tus pastores que no cesaban de exhortarte a pedir las gracias y las fuerzas necesarias para vencer al demonio? ¿Por qué tanta indiferencia y desprecio por los Sacramentos, donde hubieras hallado abundancia de gracia y de fuerza para hacer el bien y evitar el mal? ¿Por qué tan frecuente desprecio de la palabra de Dios, que te hubiera guiado por el camino que debías seguir para llegar a El? ¡Ah, pecadores ingratos y ciegos! todos estos bienes estaban a vuestra disposición; de ellos podíais serviros como tantos otros se sirvieron ¿Qué hiciste para impedir tu caída en el pecado? No oraste sino por rutina o por costumbre.

¡Vete, desdichado! Cuanto más conocías tu flaqueza, tanto más debías haber recurrido a Dios, que te hubiera sostenido y ayudado en la obra de tu salvación. Vete, maldito, por ella te haces aún más criminal.

Pero, ¡las ocasiones de pecar son tantas! — dirá todavía otro. — Amigo mío, tres clases conozco de ocasiones que pueden conducirnos al pecado. Todos los estados tienen sus peligros. Tres clases hay, digo, de ocasiones: aquellas a las cuales estamos necesariamente expuestos por los deberes de nuestro estado, aquellas con las cuales tropezamos sin buscarlas, y aquellas en las cuales nos enredamos sin necesidad. Si las ocasiones a las cuales nos exponemos sin necesidad no han de servirnos de excusa, no tratemos de excusar un pecado con otro pecado. Oíste cantar — dices — una mala canción; oíste una maledicencia o una calumnia; pero ¿por qué frecuentabas aquella casa o aquella compañía? ¿por qué tratabas con aquellas personas sin religión ? ¿No sabías que quien se expone al peligro es culpable y en él perecerá? El que cae sin haberse expuesto, en seguida se levanta, y su caída le hace aún más vigilante y precavido. Pero ¿no ves que Dios, que nos ha prometido su socorro en nuestras tentaciones, no nos lo ha prometido para el caso en que nosotros mismos tengamos la temeridad de exponernos a ellas? Vete, desgraciado, has buscado la manera de perderte a ti mismo; mereces el infierno que está reservado a los pecadores como tú.

Pero —diréis— es que continuamente tenemos malos ejemplos delante de los ojos. ¿Malos ejemplos? Frívola excusa. Si hay malos ejemplos, ¿no los hay acaso también buenos? ¿Por qué, pues, no seguir los buenos mejor que los malos? Veías a una joven ir al templo, acercarse a la sagrada Mesa; ¿por qué no seguías a ésta, mejor que a la otra que iba al baile? Veías a aquel joven piadoso entrar en la iglesia para adorar a Jesús en el Sagrario; ¿por qué no seguías sus pasos, mejor que los del otro que iba a la taberna? Di más bien, pecador, que preferiste seguir el camino ancho, que te condujo a la infelicidad en que ahora te encuentras, que el camino que te había trazado el mismo Hijo de Dios. La verdadera causa de tus caídas y de tu reprobación no está, pues, ni en los malos ejemplos, ni en las ocasiones, ni en tu propia flaqueza, ni en la falta de gracias y auxilios ; está solamente en las malas disposiciones de tu corazón que tú no quisiste reprimir.
Si obraste el mal, fue porque quisiste. Tu ruina viene únicamente de ti.

Pero —replicaréis todavía— ¡se nos había dicho siempre que Dios era tan bueno !Dios es bueno, no hay duda; pero es también justo. Su bondad y su misericordia han pasado ya para ti; no te queda más que su justicia y su venganza. ¡Ay, hijos míos! con tanta repugnancia como ahora sentirnos en confesarnos, si, cinco minutos antes de aquel gran día, Dios nos concediese sacerdotes para confesar nuestros pecados, para que se nos borrasen, ¡ah! ¡con qué diligencia nos aprovecharíamos de esta gracia! Mas ¡ay! que esto no nos será concedido en aquel momento de desesperación. Mucho más prudente que nosotros fue el Rey Bogoris. Instruido por un misionero en la religión católica, pero cautivo aún de los falsos placeres del mundo, habiendo llamado a un pintor cristiano para que le pintara, en su palacio, la caza más horrible de bestias feroces, éste, al revés, por disposición de la divina providencia, le pintó el juicio final, el mundo ardiendo en llamas, Jesucristo en medio de rayos y relámpagos, el infierno abierto ya para engullir a los condenados, con tan espantosas figuras que el rey quedó inmóvil. Vuelto en sí, se acordó de lo que el misionero le había enseñado para que aprendiese a evitar los horrores. de aquel momento en el cual no cabrá al pecador otra suerte que la desesperación; y renunciando, al instante, a todos sus placeres, pasó lo restante de su vida en el arrepentimiento y las lágrimas.

¡Ah, hijos míos! si este príncipe no se hubiese convertido, hubiera llegado igualmente para él la muerte ; hubiera tardado algo más, es verdad, en dejar todos sus bienes y sus placeres; pero, al morir, aun cuando hubiese vivido siglos, habrían pasado a otros, y él estaría en el infierno ardiendo por siempre jamás; mientras que ahora se halla en el cielo, por una eternidad, esperando aquel gran día, contento de ver que todos sus pecados le han sido perdonados y que jamás volverán a aparecer, ni a los ojos de Dios, ni a los ojos de los hombres.

Fue este pensamiento bien meditado el que llevó a San Jerónimo a tratar su cuerpo con tanto rigor y a derramar tantas lágrimas. ¡Ah! —exclamaba él en aquella vasta soledad— paréceme que oigo, a cada instante, aquella trompeta, que ha de despertar a todos los muertos, llamándome al tribunal de mi Juez. Este mismo pensamiento hacía temblar a David en su trono, y a San Agustín en medio de sus placeres, a pesar de todos sus esfuerzos por ahogar esta idea de que un día sería juzgado. Le decía, de cuando en cuando, a su amigo Alipio: ¡Ah, amigo querido! día vendrá en que comparezcamos todos ante el tribunal de Dios para recibir la recompensa del bien o el castigo del mal que hayamos hecho durante nuestra vida; dejemos, amigo mío — le decía — el camino del crimen por aquel que han seguido todos los santos. Preparémonos, desde la hora presente, para ese gran día.

Refiere San Juan Clímaco que un solitario dejó su monasterio para pasar a otro con el fin de hacer mayor penitencia. La primera noche fue citado al tribunal de Dios, quien le manifestó que era deudor, ante su justicia, de cien libras de oro. ¡Ah, Señor! —exclamó él— ¿qué puedo hacer para satisfacerlas? Permaneció tres años en aquel monasterio, permitiendo Dios que fuese despreciado y maltratado de todos los demás, hasta el extremo de que nadie parecía poderle sufrir. Sele apareció Nuestro Señor por segunda vez, diciéndole que aún no había satisfecho más que la cuarta parte de su deuda. ¡Ah, Señor! —exclamó él— ¿qué debo, pues, hacer para justificarme? Se Fingió loco durante trece años, y hacían de él todo lo que querían; le trataban duramente, cual si fuera una acémila. Sele apareció por tercera vez el Señor, diciéndole que tenía pagada la mitad. ¡Ah, Señor! —repuso él— puesto que yo lo quise, es preciso que sufra para satisfacer a vuestra justicia. ¡Oh, Dios mío! no esperéis a castigar mis pecados después del juicio. Cuenta el mismo San Juan Clímaco otro hecho que hace estremecer. Había -dice- solitario que llevaba ya cuarenta años llorando sus pecados en el fondo de una selva. La víspera de su muerte, abriendo de golpe los ojos, fuera de sí, mirando a uno y otro lado de su cama, como si viese a alguien que le pedía cuenta de su vida, respondía con voz trémula: Sí, cometí este pecado, pero lo confesé e hice penitencia de él años y años, hasta que Dios me lo perdonó. También cometiste tal otro pecado, le decía la voz. No —respondió el solitario— ese nunca lo he cometido. Antes de morir, se le oyó exclamar ¡Dios mío, Dios mío! quitad, quitad, os pido, mis pecados de delante de mis ojos, porque no puedo soportar su vista. ¡Ay! ¿qué va a ser de nosotros, si el demonio echa en cara aun los pecados que no se han cometido, cubiertos como estarnos de culpas reales y de las cuales no hemos hecho penitencia? ¡Ah! ¿por qué diferirla para aquel terrible momento? Si apenas los santos están seguros, ¿qué va a ser de nosotros?

¿Qué debemos concluir de todo esto, hijos míos? Hemos de concluir que es necesario no perder jamás de vista que un día seremos juzgados sin misericordia, y que nuestros pecados se manifestarán a la vista del universo entero; y que, después de este juicio, si nos hallamos culpables de estos pecados, iremos a llorarlos en los infiernos, sin poder ni borrarlos, ni olvidarlos. ¡Oh! ¡qué ciegos somos, hijos míos, si no nos aprovechamos del poco tiempo que nos queda de vida para asegurarnos el cielo! Si somos pecadores, tenemos ahora esperanza de perdón; al paso que, si aguardamos a entonces, no nos quedará ya recurso alguno. ¡Dios mío! hacedme la gracia de que nunca me olvide de tan terrible momento, en especial cuando me vea tentado, para no sucumbir; a fin de que en aquel día podamos oír, salidas de la boca del Salvador, estas dulces palabras: «Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os está preparado desde el comienzo del mundo.»

San Juan Bautista María Vianney (Cura de Ars)