1.° Humildad necesaria. — Después de las virtudes teologales y de
las cardinales, sin duda que corresponde la preferencia a la humildad.
— Es aquella virtud de la que dice San Francisco de Sales, que «es
necesaria en cada instante y para todos, aún para los más
perfectos»...; la que es considerada por todos como el fundamento
del edificio de la santidad... y el primer paso que hay que dar en este
camino. — La Iglesia repite con frecuencia, en el Oficio Divino,
aquello de San Agustín: «¿Quieres levantar una gran fábrica de
santidad?... Piensa primero en una sólida base de humildad..., porque
cuanto mayor sea el edificio más hondos han de ser los cimientos.»
Es cosa clara que el árbol que no profundiza en sus raíces, no puede tener
gran corpulencia..., ni resistir la furia del temporal. — Error muy lamentable es
creerse muy adelantado en la perfección y no tener dominada la soberbia...,
el orgullo..., el amor propio..., pues aunque lleves una vida de mucha piedad
e intensamente espiritual, estás muy lejos del comienzo de la perfección si no
eres humilde... Oye a Santo Tomás, que dice: «que aquel que no es humilde,
aunque haga milagros, no es perfecto..., porque toda su virtud está falta de
solidez». No dudes que si no has llegado ya a mayor santidad, es porque aún
no eres profundamente humilde.
Examínate y verás que es el amor propio maldito, el que liga tus alas y no te
deja volar a Dios y a las alturas de la perfección. — Dios se enamora por
completo de las almas humildes y se comunica y se entrega a ellas sin
reserva..., elevándolas a una altura de santidad, siempre proporcionada a su
rebajamiento y a su humildad... «Dios resiste a los soberbios..., y a los
humildes da su gracia», dice Santiago. — «Todo el que se humilla será
ensalzado y el que se ensalza humillado», según el Evangelio.
Repite despacio y vuelve a saborear el Magníficat de la Virgen en el que tan
hermosamente canta Ella las excelencias de la humildad... Y, ¿cómo no?, si
dice Santa Teresa, que «la humildad de la Virgen fue la que atrajo a Dios del
Cielo a sus purísimas entrañas y con ella le traemos también nosotros de un
cabello a nuestras almas».
Detente muy despacio a considerar la grandeza de María..., su excelencia
casi divina..., su santidad a nuestros ojos perdiéndose de vista..., aquella su
pureza, con todo el cortejo de virtudes que la acompañan, etc., y piensa:
¿cuál será el fundamento proporcionado a esa santidad? — Si en Ella, por
ser la obra maestra de Dios, todo es armónico, ¿qué humildad será necesaria
para hacer juego y guardar armonía con aquella celsitud?
A la verdad, que si Dios, a la vista de su humildad, tanto ensalzó a algunos
santos..., ¿qué humildad vería en María cuando así la engrandeció sobre
todos los demás?... Extasíate ante la virtud de tu Madre y condensa en su
humildad toda su santidad, según aquello de San Agustín: «Si me preguntas
cuál es lo primero y principal para la perfección, te diré: en primer lugar, la
humildad...; en segundo término, la humildad, y en último caso, la
humildad»... No porque se hayan de despreciar las demás virtudes..., sino
porque teniéndola a ella de veras, se tienen a todas..., pues si la soberbia es
madre de todo pecado..., la humildad es de toda virtud. — Medita esto, ante
el ejemplo de tu Madre. Examínate mucho en esto..., avergüénzate... y pide...
2.° Humildad verdadera. — Pero advierte que todo esto se aplica
únicamente a la humildad de veras o verdadera, no a la aparente y
fingida... Y, ¿cuál es la una y la otra?... La humildad verdadera es la
respuesta sincera a esta doble pregunta: ¿Quién es Dios?... ¿Quién
soy yo?... De este doble conocimiento brota, naturalmente, el
conocimiento de nuestra bajeza en comparación de la inmensidad de
Dios..., de nuestra miseria..., de nuestra nada..., de nuestra
incapacidad para dar ni un solo paso en el camino de la santidad...,
de nuestros pecados, que son todavía peor que la nada...; de
nuestras continuas imperfecciones e ingratitudes con las que has
echado a perder tantas veces las gracias de Dios... Mira tu cuerpo,
¡cuánta corrupción!... Mira a tu alma, ¡cuánta miseria!... Qué cosa
más natural que la humildad ante este cuadro tan real y tan
verdadero. — Por eso «la humildad es la verdad», según Santa
Teresa.
San Francisco de Sales, sacaba de esta verdad estas consecuencias
que debes meditar muy despacio:
a) Que no tenemos razón para estimamos en algo, sino más bien
hemos de tener un concepto bajo de nosotros mismos..., pues sólo
debemos estimar y amar a Dios...
b) Que no debemos buscar ni aceptar alabanzas ni estima de ninguna
clase..., pues esto es una injusticia, ya que esto corresponde únicamente
al Señor...
c) Que nuestro amor debe ser por la oscuridad..., el menosprecio..., el
olvido..., esto es lo que se debe a la nada y al pecado..., y si Jesucristo
sin pecado ha sido el primero en hacerlo así, nosotros, cargados con
tantos, con mayor motivo debemos hacer lo mismo.
Aplica todo esto, punto por punto, a la vida de la Santísima Virgen y
verás qué fácilmente encuentras en Ella el modelo práctico de la
verdadera humildad..., de aquella humildad, de la que decía Cristo:
«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»... ¡Qué buena
discípula fue la Santísima Virgen, pues aprendió tan perfectamente esta
lección!... ¿Por qué no la aprendes tú también así?...
3.° Humildad falsa. — Por tanto, no es humildad verdadera la que
consiste en meras palabras..., en acciones puramente exteriores...
¡Cuántas veces, a pesar de inclinar la cabeza..., llevar los ojos
bajos..., buscar el último lugar..., decir bajezas de sí mismo, etc., se
junta todo esto con un refinado amor propio, que no sufre la menor
contradicción... y menos aún el verse pospuesto..., que no cede
nunca..., que rehúye la sujeción y la obediencia..., que no es capaz
de sufrir una corrección de un superior o un aviso saludable de una
buena amistad..., que no sabe llevar una injuria o un desprecio..., que
siempre anda con comparaciones o exigencias dictadas por la
envidia, para no consentir preferencias de ninguna clase!..., etc. —
Bien se ve que una humildad así, no merece este nombre, pues es
humildad fingida y aparente..., puramente externa..., que no brota de
un corazón humilde de verdad.
También es falsa humildad, la que no quiere reconocer las gracias que
ha recibido de Dios, y cree que el pensar en eso, es gran soberbia...
¡Qué distinta fue la humildad de María, cuando no dudó en publicar que
había recibido cosas muy grandes del Señor, y que por ellas la llamarían
bienaventurada todas las generaciones!... Pero de ahí, no sacaba otra
conclusión si no la de la gloria..., alabanza y agradecimiento al Señor...
Reconocer, no para envanecerse de lo que se tenga, sino para más
alabar, servir y amar a Dios; ésta es la verdadera humildad.
En fin, es pésima humildad la que, considerando su bajeza y su miseria,
deduce, como fruto práctico de ella, el desaliento..., la desilusión..., el
abatimiento. — La fórmula de la humildad verdadera, es: «Yo por mí
nada soy..., nada puedo, pero todo lo puedo en Aquél que me conforta.»
— Todo, luego no hay nada imposible..., ni siquiera la santidad para el
verdadero humilde. Pide a la Santísima Virgen luces para distinguir y
conocer bien estas dos humildades y que, huyendo de la falsa, con su
ayuda te afiances bien en la verdadera.
4.° El verdadero conocimiento. — Como la humildad es la verdad...,
se funda en la verdad... y es fuente de verdad, por eso es ella la que
nos da nuestro verdadero y exacto conocimiento. — Mira qué bien se
conocía a Sí misma la Santísima Virgen. — Nadie había recibido de
Dios más gracias y privilegios más extraordinarios que Ella...
Inmaculada en su Concepción..., llena de gracia, por lo mismo desde
su primer instante..., más santa que todos los ángeles y santos
juntos..., Reina del Cielo y corredentora de los hombres..., la bendita
entre todas las mujeres..., en fin, con el título único que todo lo
resumía: ¡Madre de Dios!...
Así se veía María, así se conocía a Sí misma, y, no obstante..., mírala
¡qué humildísima siempre! Sabía que toda esta grandeza estaba en
Ella.., pero que no era de Ella...; todo era de Dios..., todo era porque se
había dignado mirar el Señor a su esclavita con ojos de misericordia...,
como lo cantó en su Magníficat...; todo lo atribuía a Dios..., tenía una
conciencia perfecta de su nada... y así se consideraba delante de Dios,
como la misma nada..., como la última de sus criaturas..., como la más
indigna de las esclavas que le sirven... Así adoraba Ella a Dios..., así se
anonadaba ante Él..., así se sometía en todo y siempre a su divina voluntad..., así estaba toda la vida recibiendo y practicando su fórmula sublime
de humildad... el programa de vida del verdadero humilde: «He aquí la
esclava del Señor... Hágase en mí según tu palabra.» — Y como tenía
este conocimiento profundo de Sí misma... y obraba siempre con esta
conciencia y persuasión de su nada, así aparecía también ante los
demás. — Es Reina de los ángeles..., pero no lo demuestra... ¡Con qué
reverencia les trata!... Ve en ellos a los servidores... fieles de Dios... a
sus emisarios y embajadores... y así se humilla ante ellos... Le disgusta y
le turba verse reverenciada y alabada por ellos.
Así trata también con los hombres... Fíjate, especialmente, en su porte
humilde y respetuoso, para con sus padres..., para con los sacerdotes...,
para con sus superiores..., para con San José..., en fin, para con todas
aquellas aldeanitas de Nazaret... Mira cómo vive exactamente igual que
una de ellas... como la humilde esposa de un humilde carpintero... y tan
convencida estaba de lo que era en Sí misma..., que no aspiraba a otra
cosa, creyendo que no tenía derecho a otro género de vida…, sino más
bien contentísima por su suerte, y eso que era... ¡la Reina del Cielo!...
¡Qué ejemplo..., qué lección para nosotros!...
Haz aplicaciones prácticas a tu vida..., compárate con la Virgen en
algunos de esos casos que tú perfectamente conoces de tu vida, y verás
así claramente tu soberbia..., tu amor propio..., tu orgullo refinado..., tu
falta de humildad... y, por lo mismo, tu falta de conocimiento verdadero
de ti mismo.
5.° La verdadera grandeza. — Y ahora medita en la grandeza que
brota de la humildad...; ésta es la única que merece este nombre...
Todas las demás grandezas son mentira. — Nunca es el hombre más
grande que de rodillas..., esto es, que cuando se humilla y se hunde
en el polvo de su miseria... Así se hundió el publicano del Evangelio y
se hizo un santo... Así se hundió San Pedro en su humilde
arrepentimiento y mereció ser levantado a la altura del primer Papa...
Así, sobre todos los santos y sobre todas las criaturas, se hundió la
Santísima Virgen al confesarse públicamente «esclava del Señor» y
fue elevada a la dignidad de ¡Madre de Dios!... ¡Qué grandeza más
verdadera la de la humildad delante de Dios y hasta delante de los
hombres!...
Recuerda a Luzbel en el Cielo..., a Adán en el Paraíso... y te
convencerás de que no sólo no conduce a ninguna grandeza la
soberbia..., sino que hace más terrible y espantosa la caída. — Una vez,
los hombres quisieron hacerse famosos y levantaron una torre que
llegase hasta el Cielo, para desafiar el poder de Dios y hacer casi imposibles los castigos de su justicia..., y lo único que hicieron fue el ridículo
más espantoso..., hacerse dignos del desprecio y de las burlas de todas
las generaciones.
Compara ahora con ésta, la conducta de María, que no quiere pasar de
la condición de sierva y esclava..., pero no de palabra, sino de veras
quiere ser tenida como tal... y vivir siempre así... Y Dios la ensalza tanto,
que también Ella excitará la atención de todas las generaciones..., pero
para admirarla y bendecirla sin cesar... ¡Qué bien cumple Dios su
palabra!... «El que se humillare será ensalzado»...
De la nada creó el mundo y sacó todas las cosas, y no parece si no que
ahora también quiere sacar de nuestra nada toda nuestra grandeza... Por
eso exige como condición indispensable, para hacernos grandes y
santos, que tengamos ante nuestros ojos siempre la nada..., la purísima
nada que somos y que podemos. — La humildad y únicamente ella, es la
que levanta la torre altísima..., firme... y segura que traspasa las nubes y
llega hasta los Cielos..., hasta el trono mismo de Dios.
6.° La verdadera fortaleza. — En fin, en la humildad se encuentra el
resorte secreto para las grandes hazañas, para los grandes
heroísmos. — El humilde descansa en Dios..., cuenta con el poder
omnipotente de Dios, y no hay nada que se le oponga..., ni
dificultades que no venza. — No es la humildad la virtud del
apocamiento y encogimiento que nos hace cobardes..., miedosos y
pusilánimes..., muy al contrario, es la virtud de los fuertes..., la que
da y engendra la verdadera fortaleza. — Todo su valor varonil y su
gran energía y decisión en obrar, hemos dicho que sacó la Virgen de
su fortaleza..., pero esta fortaleza fue fruto precioso de su profunda
humildad.
En su Purificación, pasa María por una de las mayores humillaciones de
su vida...; era necesario, para apreciarla en toda su extensión, conocer el
amor de la Virgen a su pureza inmaculada... — La dignidad de Madre de
Dios la hubiera pospuesto a su virginidad... y ahora, tiene que pasar a los
ojos de los demás como una mujer inmunda. — La azucena purísima,
aparece como marchita ante los hombres... Sólo Dios conoce su candor e
inocencia... Fácilmente el amor propio hubiera buscado pretextos en este
caso para obrar de otra manera: el celo por la gloria de Dios..., la
edificación del prójimo..., la alegría de aquel pueblo al saber que ya
estaba entre ellos el Mesías, etc. — María no admite tales sugestiones...,
obedece a la ley con tanto mayor gusto cuando es para Ella más
humillante... Dios estima en este día, más su ofrenda que ninguna,
porque ninguna se la ofreció con tanta humildad... — ¡Ah!, pero mira a la
vez con cuánta fortaleza y entereza... María, en esta ceremonia, ofrece a
Dios a su Hijo... y se entrega Ella misma a la inmolación..., al sacrificio...
Tú también necesitas generosidad..., entereza..., fortaleza para ofrecer
a Dios tu sacrificio..., el que más te cuesta y el más necesario..., el de tu
amor propio... Hazlo con generosidad y entereza...; la humildad te la
dará... — Pide a la Virgen un conocimiento de ti mismo y de tus
defectos..., el conocimiento de tu conducta. — ¿Cuál es tu reverencia en
la oración..., con los ángeles y santos..., con tus superiores..., cómo
piensas de ellos... y cómo te portas con ellos?... ¿eres respetuoso...,
deferente..., sumiso a todo lo que te mandan?... ¿Cómo correspondes a
las gracias de Dios?... — La humildad te enseñará todo esto... Pídesela
así a la Santísima Virgen..., úrgela y hazle gran fuerza para que no te
niegue esta gracia.
Meditaciones sobre la Santísima Virgen María
R.P. Ildefonso Rodríguez Villar (1895 - 1964)