El desastre del Titanic
En un astillero de construcciones navales de Belford, en Irlanda, se preparaba el lanzamiento de un nuevo trasatlántico, que debía llevar el majestuoso nombre de "Titanic".
Estaban persuadidos que este inmenso barco iba a surcar fieramente el océano y desafiar el asalto de las más furiosas tempestades.
Varios centenares de obreros habían estado ocupados en su construcción; entre ellos había muchos impíos. Estos desgraciados habían estampado sobre el casco del navío toda suerte de blasfemias y de burlas sacrílegas, sobre todo para burlarse de sus camaradas creyentes.
Así, uno de los blasfemos había escrito: "Ni Cristo mismo lo hará zozobrar". Muchas de estas inscripciones, recubiertas por la pintura, no tardaron, con todo en reaparecer.
Un empleado católico del "Titanic", que había visto con sus ojos alguna de aquellas frases impías, escribía a sus padres a Dublín: "Estoy persuadido que el barco no llegará a América, a causa de las odiosas blasfemias que cubren sus flancos".
Los padres siguieron conservando esta carta, como único recuerdo de su hijo. Su siniestro presentimiento llegó a ser terrible realidad. El "Titanic" no llegó a tocar América. En plena noche chocó con un iceberg, y quedó partido por la mitad, muriendo 1.100 de sus 1.800 pasajeros.
Muere electrocutado
En 1930, un jueves, de mañana, minutos antes de las 10, un obrero de las fábricas Krupp, en Essen, blasfemaba odiosamente de Dios, de la Iglesia y de los sacerdotes, y, finalmente, expresaba el deseo abominable de que todos los sacerdotes fueran atados por un hilo de alta tensión, y luego electrocutados.
Ocho días más tarde, a las 10 menos tres minutos exactamente, los obreros del taller, donde había proferido aquella imprecación, oyeron un grito desgarrador. Corrieron todos, y encontraron al camarada blasfemo suspendido de los hilos de una dínamo.
Quisieron socorrerle, pero cuando se desprendió su cuerpo, éste no era más que un cadáver.
Muere atragantada
Se celebraba en una ciudad de Baviera una gran procesión del Santísimo Sacramento.
En el recorrido se encontraba una mujer, a quien las malas lecturas, los cines y los teatros habían arrancado la fe de su infancia.
Al pasar un grupo, que representaba la Anunciación, con la Santísima Virgen y el Arcángel San Gabriel, se echó a reír, y dijo a su vecina: "Mira estos saltimbanquis".
Pero no paró aquí la burla. Bien pronto llegó el paso con el Santísimo Sacramento. Mientras todos los presentes se arrodillaban con respeto, ella no pudo resistir a su instinto blasfemo, y se atrevió a proferir esta abominable blasfemia: "¡Ojalá que los que tragan ese pedazo de pan, se ahoguen con él!"
Volvió a su casa, y, como tenía hambre, engulló con glotonería un pedazo de pan, que quedó en su garganta, y se ahogó con él. Dos horas después de su blasfemia no era más que un cadáver.
Dios no deja impunes a los que se burlan de las cosas santas.
El terremoto de Mesina
Como Mesina no había sufrido terremoto desde hacía 120 años, los habitantes se creían seguros, y comenzaron a levantar casas de varios pisos, a pesar del aviso de las personas competentes. Con ocasión de las Navidades de 1908, un diario socialista local se permitió interpelar irónicamente al Niño Jesús, al escribir: "Pequeño Jesús, envíanos un terremoto, si tienes fuerza para ello".
Esto era el 26 de diciembre, y el 28 se produjo una catástrofe como jamás la tuvo la ciudad. En algunos minutos, 60.000 personas, es decir, un tercio de la población, había perecido. Por otra parte, un inmenso incendio que se declaró, redujo a cenizas casi todos los edificios y casas particulares.
Tampoco allí dejó Dios la blasfemia impune.
Otros muchos ejemplos de blasfemia
El rey Senaquerib, por una blasfemia contra Dios, vio muertos por el Ángel del Señor 185.000 de sus soldados, y él mismo fue muerto por sus hijos.
Antíoco fue terriblemente castigado por sus blasfemias.
Al blasfemo Nicanor le arrancaron la lengua, y por mandato de Judas Macabeo, fue arrojado a las aves para que le devorasen; una de sus manos fue colgada.
El rey Herodes fue comido por los gusanos.
Dice San Gregorio, que un niño de cinco años, por blasfemar, fue arrebatado por el demonio sin que volviese a aparecer. Otro caso semejante refiere San Cirilo de un niño de doce años, que jugando con su padre, blasfemó de San Jerónimo.
Refiere Baronio en sus "Anales" que en Constantinopla, Olimpio, hereje arriano, estando en el baño, comenzó a blasfemar de la Santísima Trinidad, de la que eran los arrianos jurados enemigos; inmediatamente fue atacado de hidrofobia, y destrozándose a sí mismo con las uñas, entregó su sacrílega alma, al demonio.
Roberto, rey de Francia, procuraba conservar la paz en sus Estados, a cuyo fin oraba postrado ante un crucifijo. Y el hijo de Capeto, orando un día en la forma dicha en la ciudad Aurelia, el crucifijo por un prodigio respondió: "No tendrás paz en tu reino hasta que estirpes la blasfemia".
Pedían muchos a Ludovico, rey de Francia, que perdonase a un noble blasfemo, el cual, según decreto, debía ser marcado en la frente con un candente hierro; a lo que respondió "Estoy pronto (y hasta consideraría ser una gracia) a que impriman en mi frente esa señal, con tal que la blasfemia sea extirpada en mi reino". Otro caso semejante refieren los Anales Eclesiásticos de otro rey de la misma nación.
Juan Hurtado, dominicano, oyendo a un soldado blasfemar, le dijo: "Mientes villanamente; Dios no es como dice tu infame labio; Dios es bueno, justo y misericordioso". Apenas oyó esto el soldado, lleno de ira empuñó su espada, y Juan, postrándose de rodillas, esperó con avidez el martirio.
El rey Ezequías, como si fuese iluminado por Dios, tan pronto como oyó la horrenda blasfemia de Senaquerib, creyó segura la victoria, y más confió en su fe, que en el valor y generosidad de sus soldados, apoyándose en que Dios no protegería a quien tan vilmente le había ultrajado. Y en vez de salir a su encuentro, subió al templo del Señor, para oponerse con sus oraciones a la ira de Dios y conseguir la derrota de sus enemigos.
Incitado Job por su esposa para que blasfemase, juzgó más prudente y justo, dice el Crisóstomo, sufrir con resignación tantos males, que agravarlos más con sus blasfemias.
Cuando San Policarpo era excitado por el tirano para que blasfemase de Jesucristo, respondió con energía varonil: "Ya hace ochenta años que le sirvo, y no he recibido de él ningún daño, sino por el contrario, muchos bienes; ¿por qué razón he de blasfemar?, ¿cómo podré yo maldecirle? No, no puedo serle ingrato". Este mismo debiera ser el lenguaje de todos los cristianos, especialmente de aquellos blasfemos que, tan osada como injustamente, ofenden a un Dios tan bueno y de quien han recibido cuanto poseen.
El blasfemo Faraón, que decía "No conozco al Señor", fue precipitado en el mar Rojo.
Holofermes, por blasfemo, tuvo que sufrir el castigo de una mujer que le cortó la cabeza.
Los judíos, blasfemos contra Jesucristo, fueron exterminados casi completamente por Tito.
El mal ladrón, blasfemó en la cruz, y murió impenitente.
San Pablo entregó al dominio del demonio a Alejandro y a Himeneo a causa de su blasfemia.
Blasfema Juliano el Apóstata, y una flecha le hiere y le mata.
Alemio blasfema y queda poseído del demonio.
El blasfemo Arrio arroja sus entrañas y expira entre acerbos dolores.
Nestorío blasfema de la Virgen, y los gusanos le devoran la lengua.
Blasfema León de Poitiers, y Dios le castiga, dice San Gregorio de Tours, haciéndole sordo, mudo y loco (Banzo).
Texto tomado de mercaba.org