jueves, 8 de junio de 2023

EL CUERPO DE JESUCRISTO EN LA EUCARISTÍA

 


Ave, verum corpus natura de Maria Vircrine.

Salve, verdadero cuerpo nacido de la Virgen María.

(Ex sacra Lit.)

 

PRESENCIA REAL: ¡qué abismo de misterios en esta sola palabra! ¡Qué conjunto de resplandores, capaz cada uno de ellos de arrebatar nuestras almas y hacernos prorrumpir en himnos de gratitud en el tiempo y en la eternidad!

La PRESENCIA REAL: es el cuerpo de Jesucristo con nosotros en la Eucaristía;

Es la sangre de Jesucristo con nosotros;

Es el corazón de Jesucristo con nosotros;

Es la divinidad de Jesucristo con nosotros.

Meditemos cada una de estas maravillas.

Y por de pronto, contemplemos, admiremos y amemos esta perla incomparable, este tesoro pre­cioso que se llama el cuerpo de nuestro Señor Je­sucristo en el Santísimo Sacramento. Veamos la devoción que este sagrado cuerpo ha provocado; estudiemos los fundamentos sobre que descansa esta devoción; meditemos de qué manera, si que­remos agradar a Nuestro Señor, debemos nosotros mismos practicarla.

Tras estas consideraciones, no podremos menos de exclamar, conmovidos e inflamados de la más ardiente caridad: «¡Oh verdadero cuerpo, nacido de María Virgen! ¡oh cuerpo divino, honor y ri­queza de la Iglesia! me prosterno ante Vos para consagraros mi alma, mi corazón, mis facultades, mi vida entera y ofrecéroslas en homenaje: Ave, verum corpus natum de Maria Virgine!

I

En uno de los sublimes discursos que pronun­ció el Señor al fin de su vida mortal, durante la Semana Santa, dijo estas palabras: «Donde estuvie­re el cuerpo, allí se congregarán las águilas». Frase misteriosa es ésta a la que han dado los comenta­ristas las más diversas explicaciones; pero, entre todas, una de las más hermosas y que mejor hace a nuestro propósito, es la que enseña que el cuerpo por excelencia, es decir, el cuerpo sagrado de Jesús, con sus poderosos atractivos reúne en torno suyo todo cuanto hay de más ilustre en el mundo, y que los espíritus más distinguidos y los corazones más nobles han sido seducidos por los encantos de la santa Humanidad del Salvador, consagrándole un culto ardentísimo y entusiasta. Ubicumque fuerit corpus, illic congregabuntur et aquilae (1).

En torno del cuerpo sagrado de Jesús veo, por de pronto, un magnífico e inmenso ejército: el de los espíritus angélicos, que, desde el instante de su creación, recibieron la orden de adorar al Verbo encarnado. Cuando en la cuna de Belén aparece el Mesías bajo la forma de un tierno niño, cantan sus gracias y excelencias con inefables transportes de júbilo. Durante su vida mortal, le hacen de es­colta, velan por El, le remueven los obstáculos, y uno de ellos merece la gloriosa misión de sostenerle en el huerto de los olivos, en aquellos momen­tos en que el Señor, sumido en mortal agonía, de­jaba caer en tierra su cuerpo rendido y anegado en sudores de sangre. Una vez resucitado, ellos le acompañaron con himnos de triunfo, el día de la Ascensión, hacia los resplandores de la gloria; y en todos los santuarios rinden incesantes homena­jes a su cuerpo eucarístico. Si el rey Salomón, día y noche, tenía a su lado numerosos guerreros, la flor de su ejército, ¿con cuánta mayor asiduidad y pompa el verdadero Salomón, el Rey de la paz, no estará rodeado de legiones angélicas que con gozo indecible desempeñan el noble oficio de guardias de corps de nuestro buen Jesús? Illic congregabun­tur et aquilae!

Durante los treinta y tres años que duró la vida mortal de Jesucristo en la tierra, los hombres emu­laron con los ángeles en el afecto y veneración para honrar su sagrado cuerpo. ¡Oh, con qué éxtasis de amor su augusta madre María le procuraba ali­mentos y vestidos, lo tomaba en sus brazos, lo cu­bría de besos, contemplaba su radiante rostro y escuchaba sus inefables palabras! ¡Qué muestras de afecto no le prodigaba San José, y cómo lo col­maba de caricias! ¡Con qué reverencia se postraron­ a sus pies los pastores y los Magos! Quién podrá expresar lo que sintió el alma del anciano Simeón cuando, por un privilegio excepcional y tras ardientes y prolongados deseos, le cupo la dicha no sólo de ver al Mesías, sino de tenerlo en sus brazos! Enajenado por su celestial amor, esti­ma que nada agradable puede ya encerrar para él la tierra, ni espectáculos magníficos que proponer­le, y por esto exclama: «i Ahora, Señor, podéis dejar morir en paz a vuestro siervo, porque mis ojos han visto vuestra salud, la luz de las naciones, la gloria de Israel!» Y los doctores del templo que pasmados admiraban la actitud y las respuestas del Niño Dios; los pequeñuelos de Israel que, atraídos como por un imán irresistible, corrían hacia el Salvador para recibir sus bendiciones ; las muchedumbres que se le juntaban y seguían al desierto, olvidándose aun de la comida por el afán de oírle, fascinadas por la majestad y dulzu­ra de sus miradas y por las palabras de gracia que brotaban de sus labios; las piadosas mujeres que con tanta generosidad atendían a que nada le fal­tara; Santa María Magdalena, que llenaba de per­fumes sus pies y su cabeza; Zaqueo, que se sentía dichosísimo de poder sentarlo a su mesa; San Juan, cuyas más finas delicias eran descansar so­bre su pecho; Lázaro y sus hermanas, que con tanto gozo lo acogían en su casa; José de Arimatea y Nicodemo, que con tanta piedad le prestaron los últimos auxilios, embalsamándolo con mirra y aromas preciosos antes de depositarlo en el sepul­cro: ¡qué modelos tan hermosos todos ellos de devoción al cuerpo sagrado de Nuestro Señor! ¡Qué grandeza de espíritu la de estos santos personajes, que con tanto afecto sirven y adoran la sagrada humanidad de Jesucristo! Illic congre­gabuntur et aquilae!

Después de mil tormentos sufridos por nuestra salud, Jesús subió a los cielos para tomar pose­sión de la gloria que tenía merecida; de modo que aquel cuerpo, ayer humillado, desgarrado e inmo­lado, hoy vive y reina glorioso a la diestra de Dios. Pero ¡oh prodigio de su inmensa bondad! de tal modo se va al cielo, que también se queda con nos­otros: su cuerpo está a la vez a la derecha de Dios, su Padre, y en la Eucaristía. Y siendo así, ¿será justo que carezca de honores el cuerpo eucarístico de Jesús? ¡No lo permita Dios! La Iglesia, deposi­taria de todo lo verdaderamente grande y noble de la humanidad, ha proveído por modo excelente a los honores que deben tributarse, a su sagrada humanidad. Ella sola explica el que haya templos tan magníficos, altares y tabernáculos tan suntuo­sos, fiestas religiosas tan solemnes, sacerdotes tan puros y santos, y finalmente tantas y tan fervoro­sas conversiones. Para ella sola se ha instituido la ceremonia más pomposa y la procesión más es­pléndida. Porque en la Eucaristía ve la Iglesia al Verbo de Dios, al Emmanuel, al Dios con nosotros; pero también, y de un modo particular, al cuerpo sagrado de Jesús, para el que tiene instituidos ho­nores especialísimos. La fiesta de que acabo de hablar, se llama en la liturgia CORPUS CHRISTI. II& congregabuntur et aquilae!

Pero hay algo más y mejor todavía! El mismo Jesucristo es quien, con su ejemplo, nos enseña el modo de honrar su sagrado cuerpo. Vedlo si no. En la antigua ley, hablando por boca de uno de sus profetas, deplora la ineficacia de las víctimas del sacerdocio aarónico para satisfacer plenamen­te a la divina justicia y santificar a los elegidos. Pero de repente se alza alborozado y lleno de santo orgullo, y ofrece a su Padre un remedio a la penu­ria que asola la tierra: señálale una hostia viva y vivificadora, santa y santificadora. ¿Cuál? Su propio cuerpo! «Oh Dios, dice, los holocaustos y las víctimas por el pecado no os han sido gratos; pero me habéis dado un cuerpo que lo reparará, santificará y rescatará todo, corpus autem aptasti mihi» (2). Ha llegado ya la plenitud de los tiempos; presente está el momento, con tantas ansias apete­cido, de la restauración universal; el Verbo va a dar una muestra magnífica de su poder, prudencia y bondad para salud del mundo. Y ¿qué hará?

Tomará un cuerpo, a fin de atesti­guamos su amor mediante el parecido que va a tener con nosotros: el amor se basa en la igualdad o la establece; se abaja hasta nuestra mortalidad para elevarnos a los resplandores de su divinidad: Et Verbum caro factum est! (3) Tomará un cuerpo, a fin de poder expiar, en su carne, las faltas que nuestra carne ha hecho cometer al espíritu, vinien­do de este modo la reparación por aquello mismo que fue origen de nuestra ruina: Et Verbum caro factum est! Cuando, próximo ya a la muerte, quiso dejarnos un recuerdo, como Dios sólo sabe darlo a los que ama, no encontró cosa mejor que su propio cuerpo. No hay duda que, al entregárnoslo vivo e inmortal, nos hacen también donación de sus méri­tos, de su divinidad, de su persona sagrada; pero lo que ante todo y especialmente nos da es su cuer­po: ¡tanto estima y aprecia los servicios que éste le prestó cuando quiso manifestarnos las invencio­nes de su bondad! Lo que inmediatamente pro­ducen las palabras del gran sacramento es su sagrado cuerpo: - «Este es mi cuerpo»; las rique­zas, los resplandores que encierra, fluyen por vía de consecuencia, y por concomitancia los posee­mos: Hoc est corpus meum! (4). Finalmente, que­riendo dar a su cuerpo una gloria completa, no se contenta con la sublime exaltación, tan maravillosa por cierto, del paraíso, sino que a ella añade las glorificaciones de la Eucaristía. Una de las causas por que quiso que su cuerpo estuviera presente en la Hostia es para tributarle más perfecto honor: Hoc est corpus meum!. En efecto, como nota muy bien Santo Tomás, por la Eucaristía, la sagrada humanidad del Salvador se hace presente a la vez en millares de sitios: privilegio especialísimo que no conviene a ninguna criatura, y con esto se allega en algo a la inmensidad de Dios; favor que equi­vale a recibir diversas veces el ser y la vida. Ahora bien, como la vida de esta sagrada humanidad es una vida bienaventurada, rebosante de placeres in­finitos por la visión beatífica y la felicidad de que disfruta, a medida que dicha humanidad se va ha­ciendo presente en un nuevo sitio se reproduce con ella su vida bienaventurada y sus inenarrables de­licias. De suerte que, si vale la expresión, es tantas veces bienaventurada cuantas son las que se ha multiplicado su presencia mediante la consagra­ción de los sacerdotes que tienen el poder de tro­car en su substancia el pan y el vino. Hoc est cor­pus meum!

¡Oh, culto magnífico el tributado al sagrado cuerpo de Jesús! ¿No es verdad que la ley antigua y la nueva, que el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres, el Criador y la criatura, se han dado cita para honrarlo: Ubicumque fuerit corpus iltic con­gregabuntur et aquilae? Además los fundamentos de este culto son admirablemente hermosos. Repa­sémoslos, y juntamente, con todo el ardor de nues­tra alma, exclamemos con respeto y admiración: «Honor y gloria al cuerpo santísimo de nuestro Salvador. Ave verum corpus natum de Maria Virgine!»

II

El sagrado cuerpo de Jesucristo en la Eucaris­tía, es acreedor a todos nuestros homenajes a causa de su amabilidad y atractivo, de su soberana gran­deza y de su omnipotente eficacia.

I «De tal manera hemos sido formados, dice muy justamente un célebre orador (el P. Lacor­daire), que no nos seduce lo que es puro espíritu, precisamente porque nosotros tampoco lo somos; y por otra parte, lo que sólo es visible y tangible, o sea únicamente cuerpo, nos cautiva poco, porque, aunque imperfecto, tenemos un espíritu y éste nos encumbra demasiado para que pueda verdadera­mente interesarnos y seducirnos lo que no es sino un poco de polvo más o menos colorado. Es me­nester que haya un alma transparentada en el cuerpo, y un cuerpo unido a un alma. Cuando con­curren estas dos circunstancias, al punto se susci­ta en nosotros ese sentimiento que apellidamos amor. En el rostro del hombre, en esta parte del cuerpo que permanece siempre alta y visible a todos, es donde brilla dicha amalgama misteriosa de espíritu y materia, haciéndonos vislumbrar en la frente, en los labios y en los ojos, además de la configuración exterior, algo de saliente, algo que suavemente resalta y que, además de conmo­ver la parte exterior de nosotros mismos, hace arder en nuestro interior lo que hay de más recón­dito y profundo.»

Pues bien, en la Eucaristía está contenido el cuerpo de Jesucristo, verdadero cuerpo como el nuestro y obra maestra de la creación; cuerpo ani­mado por el alma más santa y más excelsa que existió jamás; cuerpo lleno de los más amables encantos, radiante de gracia; bondad y benignidad. Sí, Jesús está en la Eucaristía con aquella mis­ma frente majestuosa y augusta que a las muche­dumbres de Jerusalén imponía un respeto lleno de amor; con aquel rostro tan bueno que encantaba y seducía aun a los niños; con aquellos ojos tan misericordiosos y profundos que penetraban hasta el fondo de los corazones y los cautivaban con un santo e irresistible atractivo; con aquellos labios que fluían gracia y dulzura; con aquellas manos que distribuían beneficios con tan caritativa pro­digalidad; con aquellos pies que lo llevaban don­dequiera que hubiese miserias que consolar. Ver­dad es que este cuerpo tan perfecto ha sido des­figurado con golpes, azotes y clavos; pero esto no ha hecho sino añadirle una nueva belleza: ¡la belleza del sacrificio, del combate y de la victoria! Hoy estas llagas brillan con una luz más resplan­deciente que la de los astros, in carne Christi vulnera micare sicut sidera (5). Y este cuerpo de Jesús, con todas sus amabilidades, atractivos y esplendores, es el que se nos ha dado en la Euca­ristía y tenemos presente en el Tabernáculo. El mismo Salvador es quien lo afirma: He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos; Ecce ego vobiscum sum! (6)

II. Pero a los atractivos de la más exquisita hermosura, se unen las magnificencias de la gran­deza más sublime.

En la Eucaristía, el cuerpo de Jesús es un cuer­po glorificado y, como tal, posee cuatro cualidades inefables. Es más brillante que mil soles; y si en el sacramento vela sus fulgores, es por amor nuestro, para no amedrentarnos ni alejarnos de sí. Está todo espiritualizado, y puede atravesar, sin rom­perlos, los cuerpos más duros, a semejanza de la luz que atraviesa un cristal dejándolo intacto. Más raudo que el relámpago, puede trasladarse de un lugar a otro con celeridad increíble. No está ya sujeto al sufrimiento ni a la muerte, y es modelo de los cuerpos que han de resucitar a la vida de la gloria.

En la Eucaristía tiene, además, el cuerpo del Salvador todas las excelencias del milagro. Verda­deramente todo él es milagroso y un supremo pro­digio. «En cada pequeña hostia que nosotros con­templamos, se amontonan prodigios mucho mayo­res en número que los astros que llenan el espacio, y más portentosos que el mismo acto de la creación que les dio vida) (7) ¡Qué milagros no encierra el que la substancia del pan y del vino se truequen en el cuerpo y sangre de Jesucristo! ¡que las, apa­riencias de pan y de vino permanezcan sin apoyo, después de desaparecida su substancia! ¡que el cuerpo de Cristo esté tan realmente en nuestras iglesias como en el cielo! ¡que se multiplique en una infinidad de lugares! ¡que conserve, bajo las especies, todas sus cualidades corporales de una manera espiritual, y que se retire de dichas espe­cies cuando éstas se corrompen!

Finalmente, y atendiendo todavía a la grandeza del portento, en la Eucaristía el cuerpo de Jesu­cristo es el CUERPO DE Dios. ¡Oh alma mía, qué palabra!: ¡el cuerpo de Dios! ¡Qué sima de grandezas no encierra esta frase! Pero ¿será verdad que puedan hermanarse estas dos ideas? Oh, sí: misterio de misterios, no puede dudarse; pero al mismo tiempo preciso es confesarlo también sin hesitaciones, como una realidad indubitable: Ver­bum caro factum est! ¿Será, pues, verdad que po­seemos el cuerpo de Dios? Sí, es cierto, y demos por ello al Señor infinitas gracias. Dios y hombre es el que dijo, tomando el pan en sus manos «¡Este es mi cuerpo; haced esto en memoria de Mí» Dios y hombre es el que exclamó: «He aquí que estoy con vosotros todos los días hasta la con­sumación de los siglos, Ecce ego vobiscum sum!),

III. Otro motivo que nos toca de cerca, y que poderosamente debe incitarnos a venerar el sa­grado cuerpo de Jesús en el Santísimo Sacra­mento, son los bienes preciosos e innumerables que Dios nos comunica por su medio. ¡Cuán des­agradecidos seríamos si no le tributáramos un culto particular!

Este sagrado cuerpo del Salvador, que está pre­sente en nuestros altares, recluido en un copón de oro y prisionero de amor en el tabernáculo, nos protege y alimenta con su vida divina, nos con­suela, nos enseña las virtudes más preciosas y necesarias y nos llena de la más fortalecedora es­peranza.

«Mi carne verdaderamente es comida, dijo el Señor, y mi sangre verdaderamente es bebida; si no comiereis mi carne y no bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él, vive por Mí para la vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día». Ahora bien, ¡la carne y la sangre de Jesús están en su cuerpo sagrado presente en la Eucaristía! Caro mea vere est cibus et sanguis meas vere est potus! (8).

Dándonos en el altar su sagrado cuerpo, se hace el buen Jesús el remedio de nuestras enfermedades espirituales y corporales, y nos asiste para que ha­gamos con toda felicidad el tránsito de esta vida a la eterna. Perceptio corporis prosit mihi ad tutamentum mentis et corporis el ad medelam percipiendam (9).

Con la inmolación de su sacratísimo cuerpo, he­cha mediante la consagración separada del pan y del vino, ofrece Jesús el augusto sacrificio que adora, da gracias, expía y suplica con incomparable eficacia. Hoc est corpus meum... hic est sanguis meus!

Con la representación de su cuerpo sagrado, tan puro, tan santo, tan mortificado, predícanos el Señor, muy elocuentemente, la pureza, la santidad, la mortificación, la penitencia, la generosidad en el servicio de Dios y del prójimo. Corpus quod pro vobis tradetur! (10).

Finalmente, con la presencia real de su cuerpo adorable, nos excita a estar en la iglesia con el más profundo recogimiento; nos da ánimo en las luchas que hemos de sostener contra el demonio; nos infunde la firmísima esperanza de que obtendremos la bienaventuranza del cielo. ¿Por qué desesperar de poder vivir un día con los ángeles y como ellos contemplar la esencia divina, si acá abajo tenemos ya la dicha de vivir con Jesucristo? ¿Cómo es posible que el que se da en alimento, rehusé mostrarse al descubierto, o se niegue a dejarse contemplar en el divino éxtasis del paraíso? Iesu, quem velatum nune aspicia... viso sim beatos tuae gloriae! (11).

¡Oh vosotros, los que os sentís conmovidos ante, la belleza, bondad, grandeza y generosidad, prestad oído atento a mi voz ¡ Oh vosotros los que, por la luz de vuestro espíritu y los sentimientos de vuestro corazón, habéis sido elevados, mediante la gracia de Dios, sobre las bajezas del error, del mundo de la materia y de las abyecciones del egoísmo, rodead el sagrado cuerpo del Salvador: ubicumque fuerit corpus illic congregabuntur et aquilae! Venid a darle gloria y a ofrecerle los homenajes de la más ardiente devoción, mezclando vuestras voces para ensalzar lo que el cielo y la tierra tienen de más noble y sublime: Ave, verum corpus natum de Maria Virgine!

III

Pero ¿qué actos prescribe esta santa y saludable devoción hacia el sagrado cuerpo de Jesús en la Eucaristía?

I. El primero es un profundo respeto que llegue hasta la adoración. Se Veneran las reliquias de los Santos por pertenecer a cuerpos que han sido templos del Espíritu Santo; porque Dios obra milagros por su mediación, y porque un día deben tornar a la vida y florecer en el cielo. ¡Qué diferencia entre las reliquias de los Santos y el cuerpo de Jesús-Hostia, resucitado, vivo y glorioso, custodia del alma más sublime y santa, tabernáculo de la divinidad y unido hipostáticamente con el Verbo! Se veneran las últimas disposiciones de un amigo, de un padre o de una madre moribundos; pues bien, el cuerpo de Jesús es el legado divino que el Salvador nos dio la víspera de su muerte. Se veneran en Palestina los privilegiados lugares, testigos de las acciones de Jesús y que El holló con sus divinas plantas; pero ¿qué abismo no media entre las lejanas y fugitivas huellas del cuerpo de Jesús y su mismo cuerpo sagrado? Adoremos este divino cuerpo; penetrémonos de aquellos sentimientos de profundo respeto que animaban a los pastores, a los Magos y a los ángeles de Belén. Adorémosle sobre el altar, en el tabernáculo, y dentro de nuestro corazón, cuando nos cupiere la dicha de poder comulgar. Adorémosle con los que le adoran; adorémosle para reparar los ultrajes que le infligen los herejes con sus negaciones, los impíos con sus blasfemias; y al mismo tiempo por las irreverencias de miles y miles de cristianos tibios e irreflexivos. Adorémosle con la íntima persuasión de que Jesús nos ve, de que su corazón siente muy vivamente así los homenajes de los que le son fieles, como los insultos de los impíos.

II. Pero procuremos que nuestro respeto vaya siempre acompañado de amor. ¡Oh, sí; devolvamos a Jesús, en su sagrado cuerpo, amor por amor! Por amor nos dio su cuerpo en su último testamento; por amor multiplica hasta lo infinito su presencia en la tierra, a trueque de las mayores humillaciones, y por amor ha querido ser el instrumento más activo de nuestra santificación. ¡Amémosle, pues, con todo el afecto de nuestra alma! Reiterémosle las pruebas de nuestro afecto; empleemos para con El todas las formas del amor: el amor de los labios, alabando y bendiciendo el sagrado cuerpo de Jesús con entusiastas cánticos; el amor de la inteligencia, considerando con afecto su amabilidad, bondad y grandeza; el amor del corazón, adhiriéndonos a El sobre todo para imitar las virtudes que de un modo especial nos predica; el amor del cuerpo, prosternándonos delante de Él; el amor de los bienes exteriores, esforzándonos, según nuestros recursos, en fomentar el decoro, el ornato de los sagrarios, templos, vasos sagrados y demás objetos del culto. Amémosle un poco, también, como la Santísima Virgen, como San José, la Magdalena o San Juan.

III Al respeto y al amor unamos todavía una confianza ilimitada. El sagrado cuerpo de Jesús es para nosotros, y mejor todavía, lo que para el pueblo de Israel fue el arca de la alianza, la columna de nube y el propiciatorio. Es el arco iris de la reconciliación, es el pararrayos que nos protege contra los rayos de la justicia divina, la fuente de los bienes celestiales, el remedio de todas nuestras enfermedades físicas y morales y el trono de la misericordia. Corramos, pues, con presteza, hacia esta fuente de vida; acerquémonos con confianza a este trono de gracia. En todas nuestras necesidades, recorramos a Jesús-Hostia, nuestro hermano por su santa humanidad, nuestro soberano y omnipotente bienhechor por su divinidad. Ayudados por el influjo poderoso de su sagrado cuerpo, elevémonos hacia las sublimes regiones de la verdad y de la caridad, ubicumque fuerit corpus illic congregabuntur et aquilae!

¡Oh sagrado cuerpo de mi Salvador! Yo te adoro en el Santísimo Sacramento, te amo y acudo a ti. I Oh carne divina de mi Jesús, más pura que los ángeles, principio de gracia, de vida, de fortaleza y de pureza, yo me entrego a ti! ¡Oh carne pura y santa, toca la mía, frágil y pecadora; cúrala de todas sus debilidades y achaques; purifícala de todas sus manchas y fabrícate en ella un santuario digno de ti! ¡Carne adorable, formada de la más pura sangre de María para llevar al cabo mi salud con la cooperación del Espíritu Santo, reforma la mía e imprime en ella tu imagen! ¡Carne de mi Jesús, ensangrentada y cruelmente desgarrada por amor mío, fortifica la mía y alcánzame que pueda soportar todos cuantos contratiempos y penas exigieren mis pecados y tu amor! Por fin, puesto que no puedo hartarme, por la emoción y la gratitud que embargan mi alma, de repetir este grito, yo te saludo en la Eucaristía, oh verdadero cuerpo de Jesús, nacido de María Virgen. Verdaderamente has sufrido y verdaderamente has sido inmolado sobre la cruz por mi salvación. De tu costado abierto por la lanza brotó agua y sangre. ¡Oh Al llegar la hora de mi muerte, te suplico que me permitas recibirte en la sagrada Eucaristía. ¡Oh Jesús dulce, oh Jesús bueno, oh Jesús hijo de la Virgen María, tened piedad de nosotros!

 

¡Grande es la dignidad del sacerdote en cuyas manos se encarna de nuevo Jesucristo; grande es la dignidad de los fieles, para cuya salud el Verbo hácese místicamente carne todos los días! ,

SAN AGUSTÍN.

 

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(1) Luc., XVII, 37.

(2) Hebr., X, 5. Tomará un cuerpo, se hará hombre, se revestirá de la librea de nuestra mortalidad. Et Verbum caro factum est.

(3) Joan., I, 14.

(4) Marth., XXVI, 26.

(5) IIymn. Aseensionig.

(6) Matth., XXVIII, 93.

(7) R. P. Da1eirus : De la Sainte Communion.

(8) Joan., VI, 56.

(9) Orat. Misma post Commun 

(10) I Cor., XI, 24.

(11) Himno de Santo Tomás de Aquino.

 

El PARAISO EN LA TIERRA

O EL MISTERIO EUCARISTICO

por Ch. Rolland 

Canónigo titular de Langres, Misionero Apostólico.

Obra honrada con la bendición de Su Santidad León XIII

y con la aprobación de numerosos Prelados

Editado en 1921