Hic est sanguis meus.
Esta es mi sangre.
(Marc. XIV, 23)
¡Qué hermosos elogios tributan los Santos Padres a la sangre divina de Nuestro Señor! ¡Con qué entusiasmo la aclaman y ensalzan! ¡Cómo ponen de relieve, en conmovedoras frases, sus inefables caracteres! Oídlos: «La sangre de Jesucristo es un rescate divino que nos redimió del triple cautiverio del pecado, de la muerte y del infierno (1). Es remedio soberano que cura no sólo los males pasados, sino que preserva de todos los que pudieran amenazarnos por parte del mundo, del demonio o de nosotros mismos (2). Es un baño saludable y delicioso que lava todas nuestras manchas, devolviéndonos la pureza inmaculada (3). Es un alimento celestial que nos sustenta; fortifica en nosotros la vida de la gracia y nos hace crecer para el cielo. Es una divina y deliciosa bebida que nos sacia, y satisface nuestra sed peligrosa de placeres, sensuales, dejando sólo en nuestra alma la sed de la justicia (4). Es una leche de indecible suavidad que forma las delicias de los hijos de Dios (5). Es un tesoro abundante, de precio infinito, que nos enriquece y proporciona todo cuanto podemos legítimamente desear (6). Es un fuego celestial que derrite el hielo de nuestros corazones y nos inflama en un amor completamente divino (7). Es un adorno admirable que nos embellece y hace agradables a Dios (8). Es el sello del gran Rey que imprime en nuestras almas el carácter de predestinados (9). Es la llave irresistible que nos abre las puertas del cielo y nos pone en posesión de sus magnificencias» (10). ¡Y una sangre de tanto precio, nosotros la poseemos en la Eucaristía! ¡Oh, qué consuelo no infunde esta idea! ¡En la adorable Eucaristía poseemos la verdadera sangre de nuestro Señor Jesucristo, la sangre redentora de Jesucristo, la sangre inefablemente santificadora de Jesucristo! Hic est sanguis meus.
Oh sublimes afirmaciones! ¡Oh maravillosa declaración, repleta de los más dulces consuelos y de las más fortalecedoras esperanzas!
Meditémoslas con gozo, respeto y amor.
I
En la Eucaristía poseemos, no ya en figura o en símbolo,, sino VERDADERA, REAL Y SUSTANCIALMENTE la sangre divina de Jesús. ¿Quién lo afirma? El que es verdad infalible; el mismo Jesús. Oigamos su testimonio, pues sus palabras son más claras que la luz del mediodía. En la última, cena, y en medio de sus apóstoles que han de ser los heraldos del Evangelio, los ecos de su palabra, los institutores de su culto y, sobre todo, los glorificadores del dogma de la Eucaristía que a todos Ios compendia y encierra, toma el cáliz en sus santas y venerables manos, y después de levantar los ojos al cielo hacia su Padre santo y omnipotente, da gracias, lo bendice y entrega a sus apóstoles, diciendo: «Tomad y bebed todos de él. Esta es mi sangre, la sangre del nuevo Testamento, la sangre que será derramada, en bien de muchos, para remisión de los pecados. Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre que será derramada en bien de muchos para remisión de los pecados. Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre, que será derramada por vosotros». Hic est sanguis meus!
Así pues, dice un piadoso autor (11), todos los días adoramos la preciosa sangre cuando asistimos a la santa Misa. A la elevación del cáliz, hemos de considerar, por tanto, que allí está la sangre de Cristo en toda su plenitud, glorificada sí, pero latiendo con las pulsaciones propias de la vida humana. La sangre que se derramó gota a gota en el huerto de los Olivos, la que se coaguló en los látigos y varas de la flagelación, la que se secó sobre los cabellos del Salvador, la que empapó sus vestidos y dejó huellas rojizas en la corona de espinas, la que roció el madero de la cruz; la sangre que, al comulgarse a sí propio, bebió el mismo Jesús la noche del Jueves Santo, la que se derramó con tanta prodigalidad y como al descuido sobre el suelo de la pérfida ciudad: es la misma que vive en el cáliz unida a la persona del Verbo eternal, para recibir adoraciones de los hombres en medio del más profundo anonadamiento de nuestras almas y cuerpos.
Los rayos del sol levante penetran en la iglesia a través de los policromados ventanales; se posan un instante sobre el cáliz descubierto, y sus reflejos tímidos y sin cesar agitados, se quiebran y fulguran deliciosamente, cual si cayesen sobre una piedra preciosa; los ojos del sacerdote se paran a contemplar aquel espectáculo, y parécele como que esta luz rebotara del Sanguis hasta el fondo de su corazón, fortificando su fe y encendiendo más y más su amor. Pues bien; en esta copa y bajo estos rayos misteriosos, está la sangre de un Dios, verdadera sangre viviente, brotada, como de fuente original, del corazón inmaculado de María. Cuando el Santísimo Sacramento se posa sobre nuestra lengua, en el mismo instante — instante que los ángeles de Dios, a pesar de su grandeza, no pueden contemplar sin estremecerse — la sangre de Jesús circula en la Hostia con toda la abundancia de su gloriosa vida. Y para no anonadarnos, se sirve del misterio de este Sacramento para velar el chorro inextinguible de luz que ilumina las regiones todas del cielo, con un resplandor tal, que millares de soles reunidos no llegarían a igualarlo. No sentimos la fuerza de las pulsaciones de su vida inmortal, porque, de lo contrario, nos fuera imposible vivir nuestra propia vida, que se sentiría presa de un santo terror. Sin embargo, es cierto que en esta Hostia adorable palpita toda la plenitud de la preciosa sangre: la sangre de Getsemaní, de Jerusalén y del Calvario; la sangre de la pasión, resurrección y ascensión; la sangre que ha sido derramada y vuelta a incorporar al Salvador. Dentro de nosotros la llevamos ahora, por semejante manera de como la trajo en su seno la Virgen María. Dicha sangre está en el corazón de Jesús, en sus venas y en el templo de su cuerpo. Esto creemos por la fe; aunque mejor diríamos, tal vez, no que lo creemos, mas ¡que no lo ignorarnos!
Y esta sangre multiplicase con una profusión increíble. Está en los cálices, después de la consagración; está en todas las hostias consagradas, en todas las iglesias, en todos los tabernáculos donde se guardan las sagradas especies; y en todas partes está tan real y verdaderamente como en el cielo.
Esta sangre es el don supremo que Jesús nos legara al morir. Los hombres, al bajar al sepulcro, dejan a sus parientes bienes terrenos; lo sumo a que pueden llegar es a hacer entrega de su corazón frío e inanimado, como reliquia. Pero Jesús nos lega su sangre viva; su sangre subsistente en la persona del Verbo: sangre de un valor indecible, e incomparablemente más preciosa que todos los tesoros, ¡su sangre divina! (12).
Esta sangre, en fin, es un gaje infalible de la vida eterna que nos ha sido prometida por Aquel que es único que puede prometérnosla y darla; es la rúbrica augusta del contrato por el cual se compromete Dios a ponernos en posesión de sí mismo, en el paraíso, con todos los medios para alcanzarlo (13).
¿Qué corazón habrá tan duro, exclama Bossuet (14), que no se sienta conmovido, oyendo todos los días estas palabras del Salvador: «Esta es mi sangre del Nuevo Testamento»; o, como dice San Lucas: «Este cáliz es el Nuevo Testamento, por mi sangre» que contiene? Pues tal es la naturaleza de este Testamento que debe ser escrito todo entero con la sangre del testador. Oh cristianos, venid, venid a leer este testamento admirable; venid a oír su lectura solemne durante la celebración de los santos misterios. Venid a gozar de las bondades de vuestro Salvador, de vuestro Padre, de vuestro divino Testador, el cual compra con su propia sangre la herencia que para vosotros destina, y con esta misma sangre escribe, además, el testamento con que os la trasmite. Venid a leer este testamento; venida poseerlo; venid a gozarlo: la herencia del reino de los cielos es para vosotros!
¡Oh sangre verdadera de Jesús, realmente presente en el Santísimo Sacramento por una sublime invención del más inflamado amor; yo te adoro con todo el ardor de mi alma, completamente anonadada en tu presencia! Te reconozco y proclamo más grande que todas las grandezas, más excelente que todas las excelencias; pues, como sangre de Dios que eres, encierras una grandeza y excelencia infinitas. Con respeto me prosterno ante los ángeles y santos; humillándome en el polvo, venero y honro a María Inmaculada, la reina del paraíso; pero a ti debo tributarle honores inmensamente más excelsos todavía. Te adoro como debe ser adorada la divinidad; te adoro por lo que tantas veces he dicho, porque eres la sangre de Dios. Repito esta palabra para que se grabe más profundamente en mi ser y me penetre de los sentimientos que deben animarme al pie de los altares: sentimientos de adoración y sobre todo de amor.
II
Porque, en efecto, en la Eucaristía poseemos no sólo la verdadera sangre de Jesucristo, sino la sangre que nos rescató del pecado, que nos arrancó de la esclavitud del demonio, que nos ha, abierto las puertas del cielo y merecido a todos las gracias de la salud: en una palabra, la SANGRE DEL REDENTOR.
Es una ley fundada sobre la naturaleza de las cosas y sobre la voluntad de Dios, una ley confirmada por la tradición de todos los pueblos, aun los más antiguos; que la expiación del pecado no puede hacerse sino con derramamiento de sangre; y la razón está en que, así como la sangre es el principio de la vida, y el pecado un abuso de esta misma vida que se levanta contra el soberano Legislador; la reparación exige que se derrame sangre, sea la del culpable o la de una víctima que le sustituya, a fin de aplacar la cólera divina. Por otra parte, las leyes establecen también que los testamentos son valederos sólo a la muerte del testador: es decir, cuando la sangre, privada del influjo del alma que la abandona, cesa de vivificar el cuerpo que antes animara.
Ahora bien, como Jesús se constituyó en víctima del género humano, en reparación de todas las iniquidades, y quiso dar en testamento a todos los hombres los dones infinitos de la gracia y de la gloria, menester fue, bajo este doble título, que muriera y derramara su sangre.
Por tanto, no sin causa la sagrada Escritura atribuye la redención y los beneficios múltiples que de ella dimanan, a la efusión de la sangre de Jesucristo. Oíd, sobre materia de tanta importancia, algunos textos admirables de los escritores sagrados, entre los cuales ocupa el primer lugar San Pablo, que de verdad puede apellidarse el cantor inspirado de la preciosa sangre. «Plúgole al Padre celestial, dice, que en El residiera toda plenitud, y que todas las cosas se reconciliaran por El, pacificando, por medio de su sangre derramada en la cruz, todo cuanto hay sobre la tierra y en el cielo.
Mas, sobreviniendo Cristo, pontífice que nos había de alcanzar los bienes venideros, por medio de un tabernáculo más excelente y más perfecto, no hecho a mano, esto es, no de fábrica o formación semejante a la nuestra; presentándose no con sangre de machos de cabrío, ni de becerros, sino con la sangre propia, entró una sola vez para siempre en el santuario del cielo, habiendo obtenido la eterna redención del género humano. Porque si la sangre de los machos de cabrío y de los toros, y la ceniza de la ternera sacrificada, esparcida sobre los inmundos, los santifica en orden a la purificación legal de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual por impulso del Espíritu Santo se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios, limpiará nuestras conciencias de las obras muertas de los pecados, para que tributemos un verdadero culto al Dios vivo? El primer testamento no fue confirmado sino con sangre ; según la ley todo se purifica con sangre, y en fin, los pecados sólo con efusión de sangre se perdonan. Era, pues, necesario que lo que sólo es figura de las cosas celestiales fuese purificado por la sangre de los animales; pero las cosas del cielo, lo deben ser con víctimas mejores que éstas». Oigamos ahora el testimonio de San Pedro: «Sabemos, dice, que hemos sido rescatados por la preciosa sangre de Jesucristo, cordero sin mácula y sin tacha, predestinado antes de la creación del mundo; pero que fue manifestado en los últimos tiempos. Nosotros hemos sido elegidos, según la promesa de Dios Padre, para recibir la santificación del Espíritu Santo, obedecer a la fe y ser rociados con la sangre de Jesucristo». Y San Juan añade: «Jesucristo es el testimonio fiel, el primer nacido de entre los muertos y el príncipe entre todos los reyes de la tierra; Él nos amó y con su propia sangre nos lavó de todos nuestros pecados». El mismo apóstol nos representa a los ancianos del Apocalipsis entonando un cantar nuevo y diciendo: «Digno sois, Señor, de tomar el libro y de romper sus sellos, porque habéis sido condenado a muerte, y con vuestra sangre nos habéis rescatado para Dios, de toda tribu, de todo pueblo, de toda lengua y de toda nación; Vos nos habéis hecho reyes y sacerdotes para nuestro Dios, y reinaremos sobre la tierra». Y oyó una gran voz en el cielo que decía: «Ahora ha sido de verdad establecida la salud, la fuerza, el reino de nuestro Dios y el poder de su Cristo, porque el acusador de nuestros hermanos, que día y noche les acusaba ante nuestro Dios, ha sido arrojado del cielo y vencido por la sangre del Cordero».
Ciertamente podía Jesús, con la más insignificante de sus acciones (a causa del valor infinito que la unión hipostática prestaba a todas sus obras), operar nuestra salvación; pero conforme a los eternos decretos de la Trinidad, manifestados en la sagrada Escritura, sólo debía servir de precio para nuestra redención la sangre divina que en su muerte derramó.
¡Oh Dios mío! ¡Con qué sobreabundancia tan llena de amor fue derramada! ¡Cayó sobre el polvo y las rocas del huerto de los Olivos; inundó la sala del pretorio; salpicó manos y vestidos de los verdugos; corrió por las sendas de Jerusalén, a lo largo de la calle de la amargura; enrojeció la cumbre del Gólgota y el madero de la Cruz! ¡Chorreó de todo el cuerpo del Salvador en la agonía de Getsemaní; de su frente en la coronación de espinas; de sus espaldas en la flagelación; de sus manos y pies en la crucifixión; de su pecho, hasta la última gota, cuando el soldado lo atravesó con la lanza!
Pero ¡cuán grande no fue la eficacia de aquella sangre derramada! Se Apaciguó la cólera divina; su justicia se dio por satisfecha; se perdonaron por su virtud todos los pecados, y los hombres pudieron hacerse dignos de merecer todas las gracias ya generales ya particulares; se redujeron a realidad todas las gracias inherentes a la institución de la Iglesia, con su jerarquía y sus divinos poderes de enseñar, gobernar y santificar; las gracias de los sacramentos y, sobre todo, la del adorable sacramento de nuestros altares; y, en fin, como consecuencia de todas ellas, el infierno fue cerrado, el cielo abierto, el demonio vencido y la innumerable muchedumbre de predestinados conquistada.
¡Esta sangre divina, esta sangre tan poderosa y tan eficaz, esta sangre redentora, nosotros la poseemos en la Eucaristía! Hic est sanguis meus.
¡Ah! Si un bienhechor insigne, para librarnos del deshonor o la esclavitud, hubiese sacrificado una fortuna considerable, ¡qué gratitud tan profunda y rendida no le profesaríamos! Y si, llevando hasta el límite su nobleza y heroísmo, hubiese dado la vida para rescatarnos de la muerte; so pena de ser unos monstruos de ingratitud, repetiríamos a diario y mil veces su nombre; y la vista de su retrato no podría menos de excitar en nuestros corazones una emoción profunda, hija de la más tierna y sincera gratitud. ¡Oh alma mía! Acuérdate, pues, que Jesús se ha entregado por ti, y que para arrancarte de la muerte eterna y abrirte las puertas del paraíso ha derramado hasta la última gota de su sangre. Y esta sangre no se la ha bebido, no, la tierra; sino que fue recogida con celoso cuidado por los ángeles. Vive todavía; está bajo las especies sacramentales; está en el cáliz, después de consagrado. ¡Oh sangre divina, precio de mi salvación, rescate de mis pecados, tesoro de los tesoros; yo me postro ante ti penetrado de la más profunda adoración! ¡Oh sangre de Jesús, te amo con todo el ardor de mi alma; te amo en mi nombre y en el de mis hermanos y en nombre, sobre todo, de los que te olvidan, desdeñan y profanan!
¡Oh sangre de Jesús, yo quiero recoger ávidamente tus preciosas bendiciones, porque no sólo eres verdadera sangre divina y sangre redentora, sino también, para todos y cada uno de nosotros, la SANGRE POR ESENCIA SANTIFICADORA!
III
Lengua de ángel, o tal vez mejor, la misma ciencia divina sería menester para expresar dignamente los maravillosos efectos de esta sangre preciosa. Nosotros sólo podemos rastrear imperfectamente su influencia en el mundo, haciendo notar las transformaciones que realiza y las victorias que sin cesar obtiene. La obra de la santificación del mundo es, en un todo, fruto de su fecunda omnipotencia.
En el cielo, constituye la felicidad de los elegidos y llena su corazón de inefables alegrías. En el purgatorio, refresca, ilumina, consuela y purifica. En la tierra, provoca el arrepentimiento, obtiene el perdón, suscita toda clase de sacrificios, ánima, presta ayuda a toda buena voluntad, da vida a una incomparable florescencia de buenos deseos, santas resoluciones y actos de salvación.
Obra por el intermedio de los ángeles, de los sacerdotes, de celestiales inspiraciones, de santas palabras, de buenos ejemplos; por medio de la oración y de los sacramentos. Pero además, y sobre todo, obra inmediatamente por sí misma.
Porque — y bueno es que lo repitamos una y mil veces con todo el reconocimiento de que somos capaces — la tierra tiene siempre y dondequiera esta preciosa sangre en la Eucaristía. ¡Hic est sanguis meus!
En la Eucaristía, la sangre de Cristo es nuestra protección. ¿Queréis, exclama San Juan Crisóstomo con acento de triunfo, queréis conocer la virtud de la sangre de Cristo? Consideremos el símbolo, recorramos a la figura tal cual nos la proporciona el Antiguo Testamento. A media noche, iba Dios a descargar sobre Egipto aquella décima plaga, que debía acabar con los primogénitos de dicha nación, en castigo de haber retenido prisionero a su pueblo escogido. Más para librar a los israelitas de semejante pena, ya que se hallaban mezclados con los egipcios, les dio un medio a fin de que pudieran distinguirse: ¡medio admirable, prenuncio de lo que después tenía que suceder! El látigo de la cólera divina se cernía ya sobre aquella región, y el ángel exterminador emprendía el vuelo para recorrer las casas y sembrar por doquiera el exterminio y la muerte... Pero he aquí que Dios da orden a Moisés de matar un cordero de un año y rociar con su sangre las puertas de los israelitas. ¿Cómo es posible, oh Moisés, que la sangre de un cordero pueda proteger a hombres dotados de razón? No lo fuera, contesta el hombre que fue brazo del Omnipotente, si no fuese a la vez figura y símbolo de la sangre del Salvador. ¿No veis, con frecuencia, cómo las estatuas de los reyes, inanimadas y sin voz, protegen a los que solicitan su amparo, no porque son de bronce, sino por causa del príncipe que representan? Pues del mismo modo la sangre del cordero, que es un animal sin inteligencia, protegía a los israelitas, no en cuanto era sangre, sino en cuanto representaba la sangre del Cordero divino. En efecto, el ángel encargado de dar cumplimiento a las venganzas del Altísimo, viendo las puertas rociadas con esta sangre libertadora, pasaba de largo sin descargar el golpe. En nuestros tiempos, cuando el demonio ve, no ya la sangre figurativa, sino la sangre profetizada, es decir, la sangre de Cristo; y no sobre las puertas de nuestras casas, sino reverberando en los vasos sagrados de nuestros templos, o enrojeciendo los labios de los fieles, se aterroriza, siéntese cautivo e imposibilitado de hacer daño a los amigos del Salvador.
En la Eucaristía, y durante la celebración de los santos misterios, gracias a la efusión mística de su sangre redentora y de su inmolación sacramental, consumada en la consagración de las dos especies de pan y de vino por separado, el Salvador nos aplica con infinita sobreabundancia los frutos de su muerte real en el Calvario, y de su inmolación sangrienta en la cruz. ¡Qué adoración tan humilde y abnegada no le debemos por ello! ¡Qué acción de gracias no hemos de tributarle por todos los beneficios que sin cesar recibimos de la liberal mano de Dios! ¡Qué expiación tan eficaz la suya! Como la sangre de Abel, grita también la de Jesús desde el altar; pero es para implorar perdón; es para atraer sobre el mundo toda suerte de gracias y bendiciones.
En la Eucaristía, la sangre de Jesucristo nos santifica, sobre todo cuando por medio de la sagrada comunión viene hacia nosotros, se une con nosotros, se hace nuestra divina bebida, y cuando, por decirlo así, llegamos a tener una misma sangre con el Hijo de Dios hecho hombre, concorporei... consanguinei! (15). Durante la pasión, la sangre adorable del Redentor sólo se derramó por tierra y entre sus enemigos y verdugos; pero en la comunión se derrama sobre nuestros pechos. En la cruz obraba de lejos, sea por la distancia de lugar, sea por la de tiempo; pero aquí mana a nuestra vista, cae inmediatamente sobre nuestras almas para enriquecernos con el tesoro incalculable de sus dones celestiales.
Hónranos de un modo tal, que jamás lengua humana lo podrá encarecer bastante, y nos infunde una vida de inclinaciones y sentimientos totalmente divinos. Revístenos de indomable energía para pelear las batallas de la virtud: ille sanguis valde nos facit audaces (16). Mitiga nuestras penas, nos consuela en las tribulaciones y alienta, en nuestros desmayos: Dedil et tristibus sanguinis poculum (17). Es una fuente de júbilo universal. Cubre de verdores los áridos desiertos de la vida. Hace florecer el yermo, corona de flores las rocas áridas, y embellece y hace grata la soledad más sombría. El gozo humano es una cosa magnífica, un verdadero homenaje de adoración al Criador. Fuera de Dios, no hay belleza que pueda comparársele, si no es el eterno júbilo de los ángeles. Y la sangre divina tiene el don de alegrar: laetificat (18). Es luz que ilumina, voz que alienta, vino que conforta y da brío, leche rebosante de inefables dulzuras, tesoro de méritos incalculables, rocío que admirablemente fecunda la tierra de nuestra alma, remedio eficaz para todas nuestras enfermedades, fuente de gracias con que alcanzar la vida eterna: ¡Sanguis Domini nostri Jesu Christi custodiat animan meam in vitam aeternam! (19).
¡Oh sangre adorable del Salvador, produce en mí tan saludables efectos! Lávame, purifícame, aliméntame, apaga mi sed, ennobléceme, fortifícame, santifícame! ¡Oh sangre verdadera del Hijo de Dios humanado, inspírame una viva y profunda devoción hacia ti! Concédeme que saque de este culto divino un odio mortal al pecado, una grande estima de los sacramentos y, sobre todo, del sacrificio del altar; dame inteligencia del espíritu de abnegación y sacrificio, ardiente reconocimiento por los augustos misterios de la Redención y de la Eucaristía, una devoción cada vez más tierna hacia la Santísima Virgen, un amor siempre más ardiente y abnegado por todo lo que mira a Dios y a su santa causa. Oh sangre de infinita dignidad! Oh sangre redentora, sangre vivificadora y santificadora: ante ti me postro con el más humilde respeto y el más profundo anonadamiento! A ti mis homenajes de adoración; a ti el reconocimiento de mi alma; en ti mi más absoluta confianza. Sé mi protección durante mi vida, mi consuelo y sostén en la hora de mi muerte. Sé, en fin, mi santificación en la tierra y mi gloria en el paraíso!
Por dichoso me hubiera tenido de poder recoger y guardar una sola gota de la sangre que brotó de vuestro Corazón; y he aquí que, mediante este Sacramento de amor, recibo en mi baca, en mi Corazón y en mi alma vuestra preciosa sangre, que adoran los ángeles del cielo. ¡Oh Sacramento de amor! ¡Oh cáliz de inefable ternura!
B. ENRIQUE SUSO
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(1) San Bernardo.
(2) San Anselmo.
(3) Pascasio.
(4) Santo Tomás
(5) San Isidoro
(6) San Agustín
(7) San Jerónimo
(8) Actas de Santa Inés
(9) San Gregorio
(10) Tertuliano
(11) Faber, La preciosa sangre.
(12) Hic est calix novum testamentum in sanguine meo (Luc., XXII, 20).
(13) Hio est enim sanguis meus novi Testamenti (Matth., XXVI, 28).
(14) Meditaciones sobre el Evangelio, meditación LXI
(15) San Círilo de Jerusalén, Catech. Myst. 4.
(16) San Juan Crisóstomo.
(17) Himno de la Misa del Santísimo Sacramento.
(18) Faber, La preciosa sangre.
(19) Orat. Missae ante Commun.
El PARAISO EN LA TIERRA
O EL MISTERIO EUCARISTICO
por Ch. Rolland
Canónigo titular de Langres, Misionero Apostólico.
Obra honrada con la bendición de Su Santidad León XIII
y con la aprobación de numerosos Prelados
Editado en 1921