La humildad no es la santidad, pero sí base y fundamento de la misma.
"Para levantar el edificio de una santidad verdadera y sólida es preciso asentar bien las bases de una profunda y sincera humildad", ha escrito el P. Arintero.
Esto lo sabía muy bien San Pablo de la Cruz. Lo sabía y lo practicaba. De ahí que en su recia espiritualidad campee la humildad como una de sus virtudes características más, salientes.
El amor a Cristo doloroso y la humildad vienen a ser como el binomio de la personalidad sobrenatural de San Pablo de la Cruz. Por ser la humildad, como se ha dicho, fundamento de la santidad, y ello en todos los santos, pero de manera particular en nuestro biografiado, damos comienzo al estudio de la santidad del gran Apóstol de la Pasión por el capítulo dedicado a la virtud de la humildad, la cual, para nuestro Santo, es también la cadena de oro que engarza todas las virtudes y la joya más preciada de Cristo.
Pensar bajamente de sí mismo, conocer su nada en cuanto al ser y al obrar, reconocer su absoluta y total dependencia de Dios y vivir en un estado de bajeza ante la grandeza y omnipotencia infinitas del Creador constituyen el fundamento de la humildad de San Pablo de la Cruz.
"Dios —solía decir— me ha quitado todas las gracias; pero ésta de conocerme a mí mismo, no".
Se llama costal de gusanos y podredumbre, miserable tizón del infierno, el hombre de la nada y el siervo inútil para toda obra buena. Y todas las obras que realiza y todas las empresas que lleva a cabo por la gloria de Dios y el bien de las almas y todas las maravillosas conversiones que alcanza en sus predicaciones, atribúyelas a la gracia y al poder de Dios.
Siendo Fundador del Instituto de la Pasión, no consiente le llamen con dicho título, pues el Fundador del Instituto, según él, es Jesucristo. Pablo de la Cruz, a su entender, es un estorbo en la Congregación, un siervo inútil y un leño seco que sólo sirve para arder en el fuego.
Cierto día deambula con sus religiosos por un campo agreste y solitario. A la vera de un camino encuentra un árbol retorcido y seco. Señalándolo con el dedo, exclama :
—Ved lo que yo soy: un árbol seco y torcido, bueno solamente para el fuego.
Cuando escribe a sus almas dirigidas, llámase con harta frecuencia tronco podrido, caña frágil y junco que crece en los pantanos y muere donde nace.
Otras veces, se compara graciosamente al asno.
—"Termino la carta dándole los buenos días —escribe a Inés Grazi—; pues ya es hora de dar la cebada a este pobre asnillo...".
Habiendo conservado durante toda su vida la inocencia bautismal y no habiendo ofendido a Dios, desde la edad de los 19 años, con falta venial plenamente deliberada, se juzga, sin embargo, el más grande pecador de la tierra y un monstruo de ingratitud y perversión que sólo tiene el mal olor de sus vicios.
"Me parece ser peor que un demonio, una inmunda cloaca como en realidad soy". "Cuando ruegue por los pobres pecadores —escribe a una de sus dirigidas— póngame en primer lugar, como a su capitán general".
Que tales expresiones en boca o en la pluma del santo no son vanas fórmulas carentes de sentido, sino frases que responden a los sentimientos más íntimos de su corazón, lo demuestran las abundantes lágrimas con que suele acompañar sus sentidas y sinceras palabras.
Un día Pablo de la Cruz, con su crucifijo de misionero, está a punto de entrar en una ciudad. De pronto, rompe a llorar amargamente. El compañero, sorprendido, pregúntale:
—¿Por qué llora, Padre?
—Y ¿cómo no he de llorar, considerando que entra en esta ciudad tan gran pecador que tantas veces ha merecido ser ahorcado por sus grandes iniquidades y pecados? Temo que esta ciudad se hunda, apenas ponga en ella mis pies.
El vicio de la soberbia o vanagloria jamás empaña su alma ni le da pie para poder acusarse del más leve defecto tocante a esta materia.
"No comprendo cómo puede haber quien se ensoberbezca, pues todo lo bueno que hay en nosotros es de Dios. Si me asaltara el más leve pensamiento de vanagloria —decía a sus hijos— me consideraría un réprobo condenado para siempre al infierno".
Si a veces refiere algún hecho que pueda redundar en su alabanza, refiérelo con tan ingenuo candor, que todos comprenden al punto que al hablar así es movido del espíritu de Dios, ya que los sucesos referidos por él redundan siempre en la mayor gloria de Dios o de la Congregación, o en la mayor edificación espiritual de las almas. Pero, aun en estos casos, jamás emplea palabras que huelan en lo más mínimo a vanidad. Pablo de la Cruz, ingenuo, sencillo como un niño, atribuye toda la gloria a Dios. Para sí se reserva únicamente la confusión de no haber correspondido a la gracia de Dios y colaborado en la obra que el Señor le encomendara.
Los ejercicios de humildad que Pablo de la Cruz se impone voluntariamente responden al bajo concepto que de si mismo tiene formado. Siendo Fundador y General del Instituto, arrodillase delante del Rector del Convento, y con una corona de espinas sobre la cabeza, una soga al cuello y una cruz sobre los hombros, se acusa en público refectorio de haber escandalizado a la Comunidad.
En la vigilia de las grandes festividades religiosas y en el Jueves Santo, se postra a los pies de sus religiosos, y con abundantes lágrimas en los ojos, pídeles humildemente perdón suplicándoles encarecidamente rueguen por él para que pueda salvar su pobre alma.
El título de Fundador y General con que es honrado le ocasiona mayor humillación.
"¡0h, si supiesen los que me llaman Fundador... qué puñalada me dan en el corazón y qué pena me causan, no me lo dirían... Me tiran sangre a los ojos... me ponen delante mis ingratitudes y me hacen recordar que he oscurecido e impedido con mis culpas la obra de Dios..."
Esperando un día ser recibido de un Prelado, le preguntan en la antesala:
—¿Quién es el Fundador de los Pasionistas?
—Un pobre pecador —contesta el siervo de Dios.
Admitido a la audiencia, el Prelado le interroga:
¿Dónde está el Fundador del Instituto?
—No muy lejos de Vos —replica humilde y avergonzado Pablo de la Cruz.
Hablando otro día con un hermano coadjutor, dícele:
—Hoy es la fiesta de San Ignacio. Yo me he encomendado a él, pues es mi amigo.
—Ciertamente debe serlo, pues también él es Fundador.
—Callad —ataja Pablo de la Cruz—. San Ignacio es un gran santo y yo soy peor que una bestia.
Dechado de heroicas virtudes y ejemplar de regular observancia para todos sus religiosos, se considera indigno de llevar el santo hábito de la Pasión y merecedor de ser expulsado del Instituto. A sus ojos, él constituye piedra de escándalo para la Congregación por él fundada, juzgándose como un cuervo que anida entre blanquísimas palomas.
Renuncia formalmente al Generalato— aunque la renuncia no es aceptada—, porque quiere vivir oculto e ignorado en solitario convento, dedicado, como simple novicio, a las faenas más humildes de los Hermanos Coadjutores.
—Si me fuera dado elegir, cambiaría voluntariamente. ¡Y sabe Dios que no miento! Pocos santos fueron en vida tan alabados y honrados de las muchedumbres, de los príncipes, de los reyes y Pontífices como Pablo de la Cruz. Pero los honores que el gran Apóstol recibe en el curso de su vida sólo sirven para que campee y brille más su humildad.
Cuando alguno, atraído por la fama de santidad de que goza Pablo de la Cruz, logra entrevistarse con el siervo de Dios, éste recurre a ingeniosas estratagemas para ocultar su virtud, adoptando un aire de hombre vulgar, rudo y sin letras, o bien, llevando la conversación a temas intrascendentes y mostrando que sabe guisar los alimentos a gusto de los comensales.
El trata de ocultar la virtud y los dones naturales de que tan pródigamente ha sido favorecido, y quiere ser tenido de todos por rudo e ignorante.
Después de predicar elocuente y bello sermón a la Comunidad, dice a uno de sus religiosos:
—Así predican los ignorantes. Son largos en sus discursos y no aciertan a acabar nunca.
Recibido y agasajado de los Sumos Pontífices Clemente XIII y Clemente XIV, que le veneran como a un santo, y visitado en su propia celda por el Pontífice Pío VI, no por ello se envanece. Tales muestras de veneración y de distinguido afecto confunden al siervo de Dios, el cual permanece corrido y avergonzado, con la cabeza inclinada, ante los Vicarios de Cristo.
Las muchedumbres, entusiasmadas por la elocuencia arrebatadora del Santo, quieren tocarle y conservar, como preciada reliquia, algún trozo de su hábito o manteo. Conseguido el piadoso e indiscreto hurto, al percatarse de ello el siervo de Dios, les dice burlonamente:
—Me han cortado el hábito creyendo que era yo el P. Abad, siendo así que soy el cocinero. Si me conocieran, huirían de mí como de un apestado.
Otras veces les dice:
—Andad, andad; id a hacer calcetas para vuestras gallinas.
Y cuando la muchedumbre se dispersa, y él queda solo, rompe en amargo llanto.
—Pobre de mí! Es necesario que me cierren bajo llave. El mundo se engaña. Cree que soy lo que en realidad no soy.
Un día, al atardecer, cruza la playa de Orbetello con un Hermano Coadjutor. Un pescador que no le conoce, pero que ha oído hablar de él, les dice:
Dichosos vosotros que vais a Monte Argentaro, donde vive tan gran santo como es el Padre Pablo.
El siervo de Dios se turba; muda de color
y no acierta a proferir palabra. Luego, disimulando su turbación:
—Pero ¿quién es ese santo que decís? ¿El Padre Pablo?
—Sí —contesta secamente el rudo pescador—. El P. Pablo.
—Pues yo os aseguro que él no cree ser un santo.
Pues lo crea o lo deje de creer, yo os digo que el P. Pablo es un santo, un verdadero santo, un gran santo.
Y el siervo de Dios, todo corrido y avergonzado, prosigue su viaje.
Otro día, dos Prelados pasean con el humilde Pablo de la Cruz. Este, a pesar de sus protestas, se ve obligado a aceptar el puesto de honor. Pero es tal su confusión al pasear en medio de los dos Prelados, que, luego, al referir el hecho, dirá que jamás en su vida sufrió mayor vergüenza.
En otra ocasión, Pablo de la Cruz conversa con varios personajes de distinción. Estos siéntense molestos por las numerosas moscas que revolotean en la estancia. Pablo, bromeando, dice a los conspicuos personajes:
—Yo soy un gran pecador; pero si fuera un santo ahuyentaría con la señal de la Cruz estas moscas, para ustedes tan inoportunas. Yo conozco —prosigue el siervo de Dios— un hombre que con este signo (y traza en el aire la señal de la Cruz) las ahuyentó todas de la habitación.
No ha cesado de hablar cuando, como por arte de encantamiento, desaparecen de la estancia todas las moscas. Milagro tan inesperado confunde al siervo de Dios de tal forma que desde aquel momento se repliega en un religioso y profundo silencio que nadie puede hacerle romper. ¡Tanta era su confusión y. vergüenza!
Pablo de la Cruz tiene la humildad tan arraigada en su alma y ejerce los actos propios de dicha virtud con tal sencillez y espontaneidad, que parece serle connatural.
De niño pide el pan de rodillas a sus hermanas. Cuando conversa con otros, mantiene los ojos bajos y la cabeza un tanto inclinada. Se juzga el último de los hombres y ocupa siempre el último lugar. En los conventos escoge para sí la celda más humilde y menos acomodada; interviene en las faenas de los Hermanos Coadjutores; lava los platos, barre su habitación, ayuda al cocinero y sirve la comida a los enfermos.
En la construcción del primer convento del Instituto, él hace de peón y de albañil; abre las zanjas y acarrea los materiales.
Misionero apostólico, al final de cada misión, sube al tablado con una corona de espinas sobre la cabeza y una soga al cuello, y derramando copiosas lágrimas, pide a Dios perdón de las faltas cometidas durante la Santa Misión, y al pueblo, de los malos ejemplos y escándalos que le ha dado. Acabada la Misión, para evitar la lisonja y el aura de los vítores y aplausos del pueblo, marcha inmediatamente, o muy de madrugada, a su retiro, no permitiendo que nadie le acompañe.
En la ciudad de Acquapendente coinciden un día Pablo de la Cruz y San Leonardo de Puerto Mauricio, los dos más famosos misioneros de Italia en el siglo XVIII. Los dos son invitados a dirigir la palabra al pueblo. Pero uno y otro, por su profunda humildad, rehúsan tal honor. ¿Quién será el predicador? San Leonardo cede el honor a San Pablo. Este declina el ofrecimiento, y suplica, humilde pero insistentemente, a Leonardo de Puerto Mauricio acepte la invitación. Ante las humildes e insistentes súplicas del Fundador, San Leonardo sube al púlpito y predica uno de sus mejores sermones.
Acabado el sermón, Pablo de la Cruz pide humildemente a San Leonardo de Puerto Mauricio algunos consejos para regirse en las santas Misiones y obtener fruto en las almas.
Si la humildad es la virtud característica de su vida, también lo es de su muerte. Pablo de la Cruz quiere asemejarse siempre y en todo a su Divino Modelo, que se humilló hasta la muerte y muerte de Cruz. Por eso el gran Apóstol de la Pasión quiere morir oculto y desconocido y que no se conserve de él memoria alguna.
Cuando sus religiosos le ruegan escriba algo sobre los orígenes de la Congregación, respóndeles secamente:
—Lo haré si el Señor me lo inspira.
Mas su humildad le inspira todo lo contrario. No solamente no escribe sus memorias a autobiografía, sino que procura y ordena le sean entregados todos los escritos y documentos en los que aparece su nombre, pues quiere con sus propias manos lanzarlos a las llamas para que no queden de ellos vestigio alguno. Tal mandato, impuesto en virtud de santa obediencia, es cumplido. Pero sus hijos, apesadumbrados ante tan imprevista e irreparable pérdida, logran sacar antes copia fiel de todos los documentos que hablan de su Santo y Padre Fundador.
—Si yo pudiera y me fuera lícito —suele decir— borraría mi nombre de los Breves Pontificios, pues no quiero que de mí quede memoria alguna en la Congregación".
Tampoco quiere, por más que se lo suplican sus hijos, posar ante el pintor para dejarse retratar. Y cuando el artista Tomás Conca consigue, a través de las rendijas de la puerta, dibujar las facciones del Santo, al serle presentado el retrato, exclama todo afligido:
—¡Dios mío! ¡Qué cara de réprobo tengo!
—No se asuste, P. Pablo —le dice el pintor—. Si le he pintado ha sido para ensayar un esbozo, pues he advertido en usted una frente muy pintoresca.
Hallándose gravemente enfermo en la Residencia del Santo Crucifijo, dice a su confesor:
—Si yo muero, mi última disposición es ésta: Celebrarán mis funerales privadamente en la Capilla del Hospicio. Luego, ya oscurecido, dos criados del Hospital me llevarán a la iglesia de los Santos Pedro y Marcelino, donde me enterrarán sin ninguna pompa. Y cuando mi cuerpo se haya corrompido, meterán los huesos en un saco y sobre un jumento los llevarán al Retiro de San Miguel Arcángel al lado de mi hermano, Juan Bautista.
Al Maestro de Novicios, que le pide les deje en testamento el corazón para conservarlo en la Casa Noviciado, respóndele serio y lloroso: —Mi corazón; Pobre corazón mío! Si merece ser quemado y aventadas sus cenizas, porque no supo amar a Dios!...
En el ocaso de su vida, visitando una vez Monte Argentaro, cuna de la Congregación, dice a sus religiosos:
—Si, como es mi deseo, yo muero en este Retiro, sepultad mi cuerpo bajo un castaño, pues no merece ser enterrado en la iglesia.
Pablo de la Cruz muere en la Ciudad Eterna, en una celda contigua a la Basílica de los Santos Juan y Pablo, coronado de méritos, aureolado de gloria, aclamado por sus hijos como Santo Fundador, venerado por Pío VI como un gran siervo de Dios y admirado por las muchedumbres como uno de los más grandes taumaturgos de la Iglesia.
Pero Pablo de la Cruz, agónico, rodeado de la religiosa comunidad, momentos antes de recibir por Viático el Pan de los fuertes, se deshace en acentos de la más profunda humildad.
—¡Pobre de mí —exclama sollozante—. He aquí que al separarme de vosotros para entrar en la eternidad, no os dejo otra cosa que mis malos ejemplos; si bien es verdad que nunca fue ésta mi intención, pues siempre deseé vuestra santidad y perfección. Con el rostro contra el suelo os pido perdón, y con gemidos de mi pobre corazón a toda la Congregación aquí presente y ausente, y os recomiendo mi pobre alma a fin de que el Señor la acoja en el seno de su misericordia, como espero por los méritos de su Santísima Pasión y Muerte".
El P. Juan María, su confesor, para complacer al Santo, el cual ha deseado morir en la ceniza y el cilicio, toma una soga y la ciñe al cuello del siervo de Dios. Y así exhala su último suspiro el gran Apóstol de la Pasión, expandiendo los más fúlgidos y bellos resplandores de su profunda y extraordinaria humildad, en el postrer momento de su vida.
P. Juan de la Cruz, C.P.