domingo, 24 de marzo de 2024

San Mauricio da consuelo con un milagro a una devota suya que lloraba sin cesar por la muerte de su único hijo.

 



En la historia tebea se cuenta una singular merced que hizo San Mauricio, capitán que fue de la legión tebea, a una señora muy devota suya. Tenía ésta un hijito solo, el cual, para que con el tiempo se criase en religiosas costumbres, al fin de su tierna edad lo consagró en el monasterio de San Mauricio (debajo del cuidado y gobierno de los monjes, como se acostumbraba en aquellos tiempos, y lo hicieron más padres con Mauro y Plácido, y otros algunos nobilísimos romanos en tiempo de San Benito, y muchos años después con Santo Tomás de Aquino en el monasterio de Monte Casino su madre Teodora y sus hermanos los condes de Aquino. Se crio en el monasterio este único hijo de esta señora en las letras y costumbres y en la disciplina monástica muy bien; y ya en el coro juntamente con los monjes había comenzado a cantar suavísimamente. Pero le sobrevino una calentura pequeña, en la cual murió. Vino la desconsolada madre a la iglesia, y con infinitas lágrimas acompañó al muerto hasta la sepultura; pero no bastaron las muchas lágrimas a templar el dolor de la madre, ni para que dejase de ir cada día a la sepultura a llorarle sin tasa, y mucho más cuando al tiempo que se decían los divinos oficios se acordaba que estaba privada de oír la voz de su hijo. 

Perseverando la señora en este triste ejercicio, no solamente de día en la iglesia, sino también de noche en su casa, sin poder reposar, vencida una vez del cansancio se quedó dormida, y en este sueño se le apareció el Santo capitán Mauricio, y le dijo: Por qué, mujer, estás continuamente llorando la muerte de tu hijo, sin poder poner fin a tantas lágrimas? Respondió ella: No son poderosos todos los días de mi vida para dar fin a este mi llanto; y por esto, mientras que viviere, lloraré siempre a mi único hijo; ni cesarán estos ojos míos de derramar lágrimas, hasta que la muerte los cierre y aparte de este cuerpo esta ánima desconsolada. Replicó el Santo: Te digo, mujer, que no te aflijas ni llores más el hijo muerto como si muerto fuese, porque no está muerto, sino vivo, y se está holgando con nosotros en la eterna vida. En señal de la verdad que yo te digo, levántate de mañana a los maitines, y oirás la voz de tu hijo entre las de los monjes que cantarán el divino oficio; y no solamente la gozarás mañana, pero todas las veces que te hallares presente a los divinos loores en la iglesia. Cesa, pues, y pon fin a tus lágrimas, teniendo antes ocasión de grande alegría que de tristeza. Despertando la mujer, esperaba con deseo la hora de los maitines por enterarse de la verdad, quedándole todavía alguna duda de haberlo soñado. Venida la hora y entrando en la iglesia, reconoció la madre en el canto de la antífona la voz suavísima del bienaventurado hijo, y segura ya de su gloria en el Cielo, desechando de sí todo dolor, dio infinitas gracias a Dios, gozando de ella cada día en los divinos oficios de aquella iglesia, consolándola Dios con esta ocasión y enriqueciéndola con este don. 

Tomado del libro: Ejercicio de perfección y virtudes cristianas 
Padre Alonso Rodríguez, S.J.