Es Famosa la historia de Santa María Egipciaca, como se cuenta en el libro primero de las Vidas de los Padres del yermo. A los doce años se escapó de casa de sus padres, y se fue a Alejandría, donde con su mala vida era el escándalo de toda la ciudad.
Pasados otros dieciséis, salió de allí y vagando llegó a Jerusalén, a tiempo que se celebraba la fiesta de la Santa Cruz, y viendo entrar en la iglesia mucha gente, quiso también entrar en ella, más por curiosidad que por devoción; pero en la puerta sintió que una mano invisible la detenía. Hizo otra vez por entrar, y le sucedió lo mismo, hasta tercera y cuarta vez.
Entonces la infeliz retirándose a un rincón del atrio, conoció con luz superior que su mala conducta la echaba de la iglesia. Alzó los ojos y vio allí cerca, por dicha suya, una imagen de María Santísima, a la cual empezó a decir, llorando, de esta manera: “¡Oh Madre de Dios, tened piedad de esta pecadora! No merezco que me miréis, pero Vos sois el refugio de los pecadores: amparadme y favorecedme por el amor de Jesucristo vuestro Santísimo Hijo. Haced que puede entrar en la iglesia, y mudaré de vida, y me iré a hacer penitencia donde vos me digáis.” Entonces oyó una voz interior, como de la Virgen, que le decía: “Pues que acudes a Mí con propósito de enmendarte ya puedes entrar.” Entró, adoró la Santa Cruz con abundancia de lágrimas, volvió a la imagen, y le dijo: “Vedme pronta. Señora: ¿dónde queréis que me retire?” “Pasa el Jordán –le respondió la Virgen-, y allí encontrarás tu descanso.” Confesó y comulgó, y, pasando el rio, llegó al desierto y entendió que allí era donde se debía quedar.
Los diecisiete años primeros tuvo que sufrir terribles asaltos de los demonios; pero acudía siempre a la Virgen, y la Virgen santísima le alcanzaba fuerzas para resistir y vencer. Finalmente, habiendo pasado en aquella soledad cincuenta y siete años, siendo ya de edad de ochenta y siete, la encontró por divina providencia San Zósimo, abad, a quién refirió todo el relato de su vida, suplicándole que volviese al año siguiente con la sagrada comunión. Lo hizo así, y le pidió lo mismo para otro año, al cabo del cual volvió pero la halló ya muerta, aunque rodeada de un gran resplandor, y con estas palabras escritas de su mano: “Entierra aquí el cadáver de esta pecadora y pide a Dios por su alma.” Vino corriendo un león, hizo un hoyo con las garras, el Santo la sepultó, y volvió al monasterio, contando a todos las misericordias que Dios había obrado con aquella felicísima penitente.
Las Glorias de María
San Alfonso María Ligorio