El B. Joaquín Picolomini, muy devoto de María, desde su infancia, visitaba hasta tres veces al día una imagen de la Virgen de los Dolores que se veneraba en una iglesia, y los sábados ayunaba para mejor honrarla. A media noche se levantaba para meditar en sus dolores. Y María Santísima le recompensó estos obsequios. En su juventud le dijo que entrara en la Orden de los Servitas, lo que, sin demora, ejecutó el Beato.
Al final de su vida, se le apareció también la Virgen María trayéndole dos coronas: una de rubíes, en premio de la compasión que había tenido de sus dolores, y otra de perlas, como premio a la virginidad que le había consagrado. Poco antes de morir, se le volvió a aparecer, y el enfermo le pidió la gracia de morir el mismo día en que murió Jesucristo.
La Virgen Santísima le consoló diciendo: “Pues bien, prepárate, porque mañana, viernes, morirás de repente, como deseas, y estarás conmigo en el paraíso”. En efecto, así sucedió. Mientras en la iglesia cantaban la Pasión de Cristo según San Juan, al decir las palabras “Estaba junto a la cruz de Jesús su Madre”, el paciente entró en agonía, y al decir: “E inclinando la cabeza entregó su espíritu”, el bienaventurado entregó también su alma al Señor, a la vez que el templo se iluminaba con misterioso resplandor, y un suave y desconocido aroma se esparcía en el ambiente.
Las Glorias de María
San Alfonso María Ligorio