sábado, 24 de agosto de 2024

Dichos de Santos

 
















Máximas de San Pablo de la Cruz II

 


La Pasión de Jesucristo y la conformidad con la Santísima
 Voluntad de Dios; la enfermedad y la muerte.

I
Una de las pruebas más claras del amor de Dios es buscar únicamente su santa voluntad, y no desear sino á Dios: Dilectus meus mihi, et ego illi. “Mi muy amado es mío, y yo soy de El.,
Tan pronto como se conoce la voluntad de Dios se debe seguir. Como la cera a la proximidad del fuego se ablanda y toma las formas que en ella se imprimen, así el alma amante debe derretirse luego que habla el Amado.

II
Que la voluntad de Dios sea nuestro alimento, nuestro centro, nuestro reposo: entonces gustaremos un dulce y tranquilo sueño; ningún acontecimiento podrá inquietarnos. Dejemos que Dios haga y disponga según mejor le agrade: que el Señor sea bendito para siempre. No quiero sino lo que Dios quiere. Lo que El quiere, yo lo quiero también en el tiempo y en la eternidad.

III
En todos los accidentes y contradicciones de la vida decid, inclinando la cabeza: “Que se haga la Santísima voluntad de Dios, o estas palabras del Evangelio: Yo he venido no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de mi Padre que me ha enviado. Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre.

IV
En los males y aflicciones que Dios nos envía, es necesario humillarse e inclinar la cabeza; porque, si El quiere darnos una bofetada y nosotros levantamos la cabeza, nos dará diez; mas, si la bajamos, apenas si nos dará una, y así salimos con ganancia.

V
No hay reposo ni paz posible para el que resiste a la divina voluntad. Quiss restitit ei, et pacem habuit?
No miréis el instrumento de vuestras pruebas y trabajos, sino figuraos que Jesucristo os lo presenta con sus propias manos.

VI
San Juan Crisóstomo ha dicho: Silentium quod lutum praebet figuro, idem ipse pruebe Conditori tuo. El silencio que el barro guarda en las manos del alfarero, debéis guardar vosotros en las manos de Dios. El barro calla siempre: que el artista haga de él un vaso de honor o de ignominia, él calla; ora le rompa, ora arroje los pedazos a una inmunda cloaca, él guarda silencio, y está tan contento como si lo pusiera en la galería del Rey. Grabad en vuestra memoria esta provechosísima lección y ponedla en práctica.

VII
Vuestros deseos por grandes y santos que sean, debéis dejarlos morir en el fuego del amor de Dios, de donde proceden, y esperar el tiempo en que Dios quiere que se cumplan. Entre tanto, cultivad un solo deseo, el más perfecto de todos, el de agradar á Dios y alimentaros de su santa voluntad.

VIII
Alimentaos de la santa voluntad de Dios, bebed en el cáliz de Jesús con los ojos cerrados, sin querer ver lo que hay dentro; os basta saber que es Jesucristo que os lo presenta. Repetid con frecuencia: “¡Querida voluntad! ¡Oh voluntad de mi Padre y de mi Dios! Yo os amo. Sed siempre bendita. El alimento de mi Jesús era hacer la voluntad del Padre eterno; mi alimento será hacer siempre su santísima voluntad.”

IX
Abandonaos a la santa voluntad de Dios; ella ha de ser siempre nuestro alimento. El dulcísimo Jesús hizo siempre su alimento de la voluntad de su Padre, que quiso verle en un mar de sufrimientos: Sed magnánimos; no os dejéis espantar por el demonio; manteneos ocultos en Dios: allí nadie podrá dañaros.

X
Humillaos, resignaos, abandonaos en Dios con una muy grande confianza, permaneciendo siempre en vuestra nada. La divina voluntad es un bálsamo que cura todas las penas; es preciso acariciarla y amarla en las adversidades como en las prosperidades.

XI
Un día el Señor me hizo ver un grueso haz de cruces; al mismo tiempo me inspiró interiormente el sumergir mi voluntad propia como una gota de agua en el océano inmenso de su santísima voluntad. Yo lo hice así, y en un abrir y cerrar de ojos todas aquellas cruces desaparecieron. Haced otro tanto en vuestras penas, y desaparecerán.

XII
En vuestras penas y aflicciones interiores y exteriores practicad el ejercicio del abandono total a la santa voluntad de Dios. Rezad el rosario que Santa Gertrudis compuso de estas palabras: Fiat voluntas tua! Hágase, Señor, vuestra voluntad! Otras veces decid con sentimiento de perfecta resignación: “Vuestros juicios, Señor, son justos y equitativos.”

XIII
Si cuando vais al huerto para coger frutas os sorprende una fuerte lluvia, ¿qué hacéis? Os abrigáis en alguna parte, ¿no es verdad? Lo mismo cuando las angustias, las tribulaciones, las amarguras llueven sobre vos, ocultaos en el asilo seguro de la adorable voluntad de Dios, y de esta suerte no os mojaréis.

XIV
Los viñadores y jardineros cuando viene la tempestad se retiran a su cabaña, y permanecen en ella hasta que pase la lluvia. Así nosotros en las terribles tempestades de que estamos amenazados a causa de nuestros pecados y los del mundo, debemos refugiarnos bajo la tienda de oro de la Santísima voluntad de Dios, regocijándonos de que la voluntad del Soberano Dueño se cumpla en todas las cosas.

XV
Decid a menudo: Señor, yo no quiero ni vivir ni morir, sino tan soló lo que Vos queréis. Muero gustoso para hacer vuestra adorable voluntad. Señor, disponed de mí según vuestra voluntad. Haced de mí lo que queráis, yo seré vuestro y no cesaré de buscaros.

XVI
La enfermedad es una gracia de Dios; ella nos enseña lo que somos; en ella se conoce al hombre paciente, humilde, mortificado… Cuando la enfermedad abate y mortifica al cuerpo, el espíritu está mas apto para elevarse á Dios.

XVII
En lo que mira al cuerpo, abandonaos enteramente a las órdenes del facultativo; después de haberle dicho lo necesario, callaos, y dejadle obrar. No rehuséis los remedios, sino tomadlos en el cáliz amoroso de Jesús con un dulce y alegre semblante. Sed agradecidos a los que os cuidan y asisten.

XVIII
En vuestras dolencias manteneos en vuestra cama como sobre la Cruz. Jesús ha orado tres horas en la Cruz, y ésta fue una oración verdaderamente crucificada, sin consuelo, ni interior ni exterior. ¡Oh Dios, qué gran lección! Rogad a Jesús que la imprima en vuestro corazón. ¡Oh, cuántas cosas hay que meditar en ella!

XIX
No podríais tener una señal más segura del amor que Dios os tiene, que esa pena con que Dios os regala. Adorad la divina voluntad que os ha enviado esa enfermedad. Cuando gozabais de buena salud, no erais tan querida de Dios como lo sois ahora. El os ama como a hija y a esposa muy querida: he aquí porque os trata de esta manera.

XX
Las grandes enfermedades son grandes gracias que Dios hace a las almas que ama más… Reposad en paz entre los brazos del esposo celestial que os ama mucho; permaneced sobre la cruz de la enfermedad en paz y silencio, tanto como os es posible. Si la causa de la enfermedad es la herida del amor divino que embalsama vuestra alma, y morís bajo sus golpes, ésta será una muerte más preciosa que la vida.

XXI
El camino más corto para adquirir la paz que nace del amor de Dios, fuente inagotable de virtudes, es el aceptar todas las tribulaciones, ya espirituales, ya temporales, las enfermedades, los infortunios de todo linaje; aceptar todo esto sin ningún intermediario, sino de la misma mano de Dios, es mirar y tomar todos los acontecimientos adversos como ricos regalos que nos son ofrecidos por el Padre celestial.

XXII
Desde la eternidad el Señor ha determinado y juzgado bueno lo que tenéis que sufrir. Esas penas corporales, esas persecuciones del demonio y de los hombres estaban decretados en los eternos consejos de Dios. Miradlos con los ojos de la fe, y acariciad la voluntad de Dios con oraciones jaculatorias y exclamaciones del corazón.

XXIII
Cuando miramos con los ojos de la fe las amarguras, las persecuciones y los sufrimientos del alma y del cuerpo, cuando las miramos como joyas que salen del seno paternal de Dios, lejos de sernos amargas, se nos hacen muy dulces y suaves.

XXIV
La enfermedad vale más que una buena disciplina o un rudo cilicio. ¡Oh, cuánto agradan a Dios las disciplinas que El mismo nos envía! En medio de vuestras dolencias repetid a menudo las palabras del Salvador en el huerto de las Olivas: Hágase, Padre mío, tu voluntad y no la mía.

XXV
En todas vuestras aflicciones y enfermedades mirad al dulce Jesús, nuestro amor, Rey de dolores y de aflicciones, que está agonizando en el duro madero de la Cruz; esta vista endulzará todos vuestros dolores y todas vuestras angustias.

XXVI
Si la idea de la muerte os inspira algún temor, disipadlo, pensando en la muerte de Jesucristo. En el fondo, morir no es cosa horrible, sino amable. Si la muerte es privación de la vida, ella nos es quitada por el mismo Dios que nos la dio.

XXVII
Decid con frecuencia al Señor. “yo acepto la muerte, ¡oh Dios mío! de buena voluntad. El que es culpable de lesa majestad, justo es que muera. Yo soy culpable, luego debo morir…
Después, de los sufrimientos de un momento, la divina misericordia os reserva una eternidad de dulces e inefables alegrías.

XXVIII
Tengamos gran confianza que por los méritos de la Pasión y muerte de nuestro divino Redentor y los dolores de María Santísima, nuestra dulce Madre, cantaremos en el cielo las infinitas y paternales misericordias de Dios.
Decidme: ¿qué quisierais haber hecho si tuvierais que morir en este momento? ¿quisierais haber gozado de perfecta salud y vivido en las riquezas, que de ordinario arrastran a grandes pecados, y después ser arrojados en el infierno; o haber llevado una vida enfermiza y pobre, y luego volar al Santo Paraíso?

San Pablo de la Cruz

jueves, 22 de agosto de 2024

Fiesta del Inmaculado Corazón de María - 22 de Agosto

 


PLEGARIA DE CONFIANZA AL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA 

¡Oh Corazón de María!, el más amable y compasivo de los corazones después del de Jesús, Trono de las misericordias divinas en favor de los miserables pecadores; yo, reconociéndome sumamente necesitado, acudo a Vos a quien el Señor ha puesto todo el tesoro de sus bondades con plenísima seguridad de ser por Vos socorrido. Vos sois mi refugio. mi amparo, mi esperanza; por esto os digo y os diré en todos mis apuros y peligros: ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía!

Cuando la enfermedad me aflija, o me oprima la tristeza, o la espina de la tribulación llegue a mi alma, ¡Oh Corazón de María, sed la salvación mía!

Cuando el mundo, el demonio y mis propias pasiones coaligadas para mi eterna perdición me persigan con sus tentaciones y quieran hacerme perder el tesoro de la divina gracia, ¡Oh Corazón de María, sed la salvación mía!

En la hora de mi muerte, en aquel momento espantoso de que depende mi eternidad, cuando se aumenten las angustias de mi alma y los ataques de mis enemigos, ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía.

Y cuando mi alma pecadora se presente ante el tribunal de Jesucristo para rendirle cuenta de toda su vida, venid Vos a defenderla y a ampararla. y entonces; ahora y siempre, ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía!

Estas gracias espero alcanzar de Vos, Oh Corazón amantísimo de mi Madre a fin de que pueda veros y gozar de Dios en Vuestra compañía por toda la eternidad en el cielo. Amén.

domingo, 18 de agosto de 2024

Máximas de San Pablo de la Cruz I

 


La Pasión de Jesucristo y la divina gracia;
la presencia de Dios, la fe y la esperanza.

I
La Pasión de Jesucristo es la puerta real que da entrada a los místicos y deliciosos pastos del alma. El que se alimenta de este divino manjar, es decir, del piadoso recuerdo de la Pasión y muerte del divino Salvador, disfrutará siempre de perfecta salud espiritual; jamás perderá la gracia santificante.

II
El medio más eficaz para conservar la gracia y convertir a los pecadores, aun los más empedernidos, es la consideración de la Pasión y muerte de Jesucristo.
Los hombres en su mayor parte están encenagados en los más horrorosos vicios y dormidos en el fango de la iniquidad, porque viven olvidados de cuanto ha hecho y padecido nuestro amabilísimo Jesús para salvarnos.

III
Haced todos los días un cuarto de hora de oración sobre la Pasión del Redentor antes de salir de vuestro cuarto, y veréis que todo os irá bien durante el día, y viviréis alejados del pecado. ¿Cómo es posible, en efecto, ofender á un Dios azotado, coronado de espinas y crucificado por nuestro amor? ¿Cómo será posible que meditando atentamente todos los días estas verdaderas de fe, se pueda ofender, ultrajar, despreciar á Dios? Esto es imposible.

IV
He convertido por la predicación de la Santísima Pasión de mi dulce Jesús a los pecadores más obstinados, de tal manera que, cuando he vuelto a confesarlos, no he encontrado en ellos materia de absolución; tanto habían cambiado. Y esto porque habían sido fieles al consejo que les había dado de meditar todos los días sobre algún paso de la Pasión de Jesucristo. Haced vos lo propio, y no pecaréis, y si estuviereis en pecado, os convertiréis sin dilación.

V
Tened un santo temor filial para con Dios que nos ha criado y rescatado con su preciosísima Sangre. No olvidéis que, cuanto más un hijo ama a su padre, más teme ofenderle y disgustarle. Este santo temor será un freno que os impedirá caer en el pecado.

VI
Para conservar en vuestra alma la divina gracia, tened un recuerdo continuo de las agonías de nuestro Amor crucificado; y sabed que los más grandes Santos, que ahora triunfan en el Cielo, no han evitado el pecado y llegado á la perfección, sino por este camino.

VII
El recuerdo continuo de la presencia de Dios aleja el pecado y engendra en el alma un estado divino. ¿Cómo es posible pensar en Dios y no amarle?
Os recomiendo el ejercicio de la presencia de Dios, no por un estudio seco y estéril, sino de una manera afectuosa, pacífica y tranquila. Esta práctica es un medio poderoso para conservar la divina amistad y establecer más y más entre Él y vuestra alma una santa unión de caridad…
Marchad delante de mí, dice el Señor, y seréis perfecto.

VIII
Que todo os recuerde la presencia de Dios. Por el pensamiento habitual de este piadoso ejercicio, se hace oración veinticuatro horas al día.
Cuando vais al campo y veis las flores, preguntad a una de ellas: “¿Quién eres tú?” Sin duda no os responderá: “Yo soy una flor no: pero sí os dirá: “Ego vox. Yo soy una voz, un predicador; predico el poder, la sabiduría, la bondad, la belleza de nuestro gran Dios. Figuraos que os da esta respuesta, y dejad a vuestro corazón penetrarse, embeberse todo entero.

IX
Conducíos por la fe. El verdadero camino de la santidad es el camino de la fe; el que marcha en la pura fe vive en un total abandono en las manos de Dios, como un niño en el seno de su madre. ¡Oh, qué dulzura gusta mi corazón en su certidumbre! No puedo menos de exclamar con San Juan de la Cruz: “Oh noche, noche oscura, noche más amable que el alba de la mañana, noche que tienes el poder de unir al Bien amado el alma amante, y transformarla en Él”.

X
¡Oh, qué noble ejercicio anonadarse delante de Dios en la fe pura, sumergir nuestra nada en la Verdad Suprema, que es Dios, y perderse en este abismo inmenso é infinito de caridad! El alma amante que nada en este océano de fe y de caridad se halla penetrada de este amor infinito; é identificándose con Jesucristo, se trasforma en Él por amor, y se apropia los dolores del Bien amado.

XI
Busquemos siempre á Dios por la fe en el interior de nuestra alma Ved a un niño que descansa en el seno de su madre. ¡Cuán contento está! Y bien: como los niños descansemos en el seno paternal de nuestro Dios por la fe, así gozaremos de sus divinas comunicaciones, y estaremos plenamente satisfechos.
Ved también una bola de algodón muy fino, sobre la cual se deja caer una gota de bálsamo oloroso. El bálsamo se extiende y la perfuma toda. Así, una aspiración hacia Dios de un corazón que vive de fe, embalsama nuestra alma del divino espíritu, y hace que ella exhale un dulce y suave perfume en la presencia del Señor.

XII
La lengua del amor es un fuego que abrasa, consume y reduce a ceniza a su victima; después, el soplo ardiente del Espíritu Santo levanta esta ceniza tan vil de nuestro corazón, y va á perderse en el abismo de la Divinidad. ¡Dichosa pérdida”!; ¡dichosa el alma que así se pierde en el amor infinito! Ella se encontrará admirablemente. Todo esto se hace en la fe pura y sencilla.

XIII
Hay muchos cristianos que tienen devoción en visitar los santos Lugares y los grandes santuarios. Yo no repruebo esta devoción; pero digo, y la fe nos lo enseña, que nuestra alma es un gran santuario, pues es el templo de Dios vivo, en donde habita la Santísima Trinidad. Entremos a menudo en este templo, y adoremos con espíritu y verdad a la augusta Trinidad. He aquí, ciertamente, una devoción sublime y muy provechosa.

XIV
El reino de Dios está dentro de vosotros. Reanimad vuestra fe cuando estudiáis, trabajáis, coméis, os acostáis, os levantáis, y repetid con frecuencia: “¡Oh Bondad infinita! ¡Oh mi dulce Jesús! ¡Oh, quién nunca os hubiera ofendido! ¡Oh mi Soberano Bien! Herid, herid mi corazón con vuestro santo amor, ¡Oh amor mío! Más bien morir mil y mil veces que pecar.
Dejad a vuestra alma penetrarse de estas inflamadas aspiraciones, como de un precioso bálsamo.

XV
Nuestro gran Dios que se ha hecho hombre y que ha sufrido tanto por nuestro amor, está más cerca de nosotros que lo estamos nosotros mismos. Yo no puedo comprender como sea posible no pensar siempre en Dios. Esas manos, esos brazos, esos nervios son vuestros, ¿no es verdad? Sí, sin duda. Pues bien: más cierto es que Dios habita en vos, que no que ese brazo es vuestro. Que Dios habita en vos, la fe, que es infalible, nos lo enseña; pero que ese brazo sea vuestro, eso puede ser falso: el sentido del tacto puede engañarnos.

XVI
El justo vive de la fe. Vos sois el templo de Dios vivo. Estaos en vuestra celda. Vuestra celda es vuestro corazón, y vuestra alma templo del Dios vivo, donde habita por la fe. Visitad a menudo el Santuario interior de vuestro corazón; ved si arden las lámparas, es decir, la fe, la esperanza y la caridad.

XVII
La esperanza dilata el corazón, aumenta el valor y nos entrega amorosamente en las manos de Dios. Fundad vuestra esperanza sobre la infinita misericordia de Dios y los méritos de nuestro amabilísimo Redentor; decid a menudo mirando al Crucifijo; “Aquí están todas mis esperanzas… Estoy lleno de miserias, y sin embargo, espero salvarme…, sí, yo espero ir al Paraíso.

XVIII
¿Quién podrá creer que una madre que tiene a su niño entre los brazos en lo alto de una torre o en la cima de un precipicio, le deje caer? Así, yo no puedo persuadirme de que Dios me deje caer en los abismos del infierno. He aquí porqué descanso con perfecto abandono en el seno de la divina Bondad; mucho más tranquilo que el niño en los brazos de su madre.

XIX
¿Por qué desconfiáis de vuestra eterna salvación?; ¿no sabéis cuán bueno es Dios? ¡Ah! Si nuestra salvación eterna estuviera solamente en nuestras manos, motivos tendríamos para temer; mas, estando en las de nuestro Padre celestial, ¿de qué tememos? Mis esperanzas reposan en la Pasión de Jesucristo y en los Dolores de mi dulce madre María.

XX
Que todas nuestras esperanzas descansen en la infinita Bondad de Dios. No pongamos nuestra confianza sino en su paternal Bondad. Esperemos salvarnos por el poder de Dios, por la Pasión y muerte de Jesucristo y por la intercesión de la Madre de los Dolores.

XXI
Desechad de vuestro corazón todo temor vano, y tened confianza en aquel Jesús que ha purificado y hermoseado vuestra alma en el baño saludable de su preciosísima sangre. Hagamos el bien, y después abandonémonos en los brazos de la Divina Providencia. Dios es nuestro Padre.

XXII
Cuando experimentareis algún sobresalto o alguna desconfianza en orden a vuestra salvación a la consideración de vuestros pecados, elevad vuestro espíritu hacia Dios, y creed que por graves, enormes y multiplicados que sean, comparados con la bondad y misericordia de Dios y los méritos de la Pasión de nuestro Salvador, son menos que una hebra de cáñamo que se arroja a un mar de fuego.

XXIII
Figuraos que todo ese horizonte que descubrís desde la cima de una elevada montaña hasta el mar, tan lejos como podéis ver, es un inmenso horno. Si se echa en él una hebra de cáñamo será inmediatamente consumida por ese vasto incendio, y desaparecerá en un abrir y cerrar de ojos, ¡Y bien! Nuestro Dios es un horno inmenso de caridad: Deus noster ignis consumens est: y todos nuestros defectos y pecados son menos que un hilo de cáñamo en comparación de su bondad.

XXIV
Si tenéis la desgracia de caer en algún pecado, humillaos delante del Señor profunda y sinceramente arrepentido; luego, por un acto de grande confianza, arrojad vuestro pecado en el inmenso océano de su inagotable bondad, y cuando sea sumergido, es decir, borrado de vuestra alma, toda desconfianza desaparecerá.

XXV
El que se levanta después de sus caídas con gran confianza en Dios y una profunda humildad de corazón, se hará en las manos del mismo Dios un instrumento propio para grandes cosas.

XXVI
No desconfiéis nunca del divino socorro: haríais una grande injuria al Padre de las misericordias. Tened valor, y creed que Dios no os abandonará y os dará lo necesario.

XXVII
¿Qué padre, teniendo un hijo amado en sus brazos, le deja caer en tierra, y le arroja lejos de sí? Mas, aun cuando hubiese un padre tan bárbaro y desnaturalizado, jamás Dios lo hará así con nosotros. Desconfiad, sí, de vos, más tened una grande y filial confianza en Jesucristo, en María Santísima, en los Ángeles y en los Santos.

XXVIII
Clavad los ojos en la Cruz de Jesucristo para reanimar vuestra confianza. Contemplad con amor y compasión Aquella sangre preciosa, aquellas llagas, aquellas heridas profundas y aquellos brazos omnipotentes que fabricaron el cielo y la tierra, y sabed que aun están abiertos para abrazar a los pecadores arrepentidos, que acuden humildemente a su misericordia infinita.

XXIX

En las obras de Dios, cuando las cosas parecen bajar más, es cuando suben más y más. Valor confianza en Dios, y todo ira bien; sin esto todo será perdido. Cuanto mayores fueren los obstáculos y las tribulaciones, tanto más viva y grande ha de ser vuestra confianza en Aquel que todo lo puede.

XXX
Cuando nos parece que todo está perdido, entonces debe ser mayor nuestra confianza. Todo está contra nosotros… me alegro mucho… Dios nos será tanto más favorable… Abandonémonos en el Señor, y descansemos con confianza en su amoroso seno.

XXXI
¡Oh mi buen Jesús! Sí, yo espero en Vos, y aunque pecador, espero ir a poseeros en el Cielo, y daros en el último y supremo instante de mi vida mortal un ósculo santo, y estar con Vos por los siglos de los siglos, para cantar eternamente vuestras divinas e inagotables misericordias.


San Pablo de la Cruz

jueves, 15 de agosto de 2024

La Asunción de la Santísima Virgen - 15 de Agosto

 


En esta fiesta, que es la más antigua y más solemne de todo el Ciclo Marial, la Iglesia convida a todos sus hijos desparramados por el mundo a unirse en un mismo sentimiento de gozo y de agradecimiento a las alegrías y alabanzas de los Ángeles, que hoy en el cielo ensalzan al Hijo de Dios, porque su madre ha entrado allí en cuerpo y alma en este día.

El misterio de Navidad, que es el punto de partida de las glorias todas de la Virgen, lo celebrábamos en la Basílica de Santa María la Mayor (Roma), y en ella se celebra también su Asunción, que viene a ser como el remate de aquél. María recibió a Jesús al entrar en este mundo, y ahora Jesús recibe a María que entra en el cielo.

Admitida a gozar de las delicias de la contemplación eterna, María, al sentarse a las plantas del Maestro, ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada. Por eso se leía antiguamente el Evangelio de la Vigilia a continuación del Evangelio del día, mostrando así cómo la Madre de Cristo es la más dichosa de todas las criaturas, porque supo cual ninguna otra «escuchar la palabra de Dios». Esa Palabra, ese Verbo, esa divina Sabiduría que en la antigua Ley establece su mansión en el pueblo de Israel, baja en la Nueva Ley a María. El Verbo se ha encarnado en el seno de la Virgen, y ahora la colma de las divinas delicias de la visión beatífica en los resplandores de la celestial Sion.

Cristo resucitó y subió a los cielos después de estar tres días escasos en el sepulcro. Así también la muerte de la Virgen María se pareció a un breve y placidísimo sueño. De ahí el nombre de Dormición que se le daba. Pero Dios la resucitó y la glorificó en el cielo, no permitiendo que la corrupción se cebase en su cuerpo virginal. He aquí el triple objeto de la fiesta de la Asunción, que fluye como lógica consecuencia del privilegio de la Concepción Inmaculada y del Misterio de la Encarnación. No habiendo el pecado hecho jamás mella en el alma de María, convenía que su cuerpo, exento de toda mancha y en el cual se había encarnado el divino Verbo, tampoco se viese sometido a la corrupción del sepulcro.

Alegrémonos hoy todos en el Señor, porque nuestra Madre María ha subido a los cielos cortejada y vitoreada por los Ángeles y los Justos, que con vivas ansias esperaban su santo advenimiento. Además que su triunfo y su Asunción son ya una prenda de nuestro triunfo y de nuestra subida a los cielos, porque natural parece que adonde está la Madre, allí vivan también los hijos. María es el primer grano que el divino Sembrador recogió en la tierra para trasladarlo a los graneros del cielo. Los mismos Ángeles se pasmaron al ver a una criatura humana sublimada sobre todos ellos y tan junta al Rey de la gloria que la colma de distinciones y singularísimas caricias.


ORACIÓN
Oh Dios todopoderoso y eterno, que habéis elevado a la gloria celestial en cuerpo y alma a la Inmaculada Virgen María, Madre de tu Hijo; os suplicamos nos concedáis que, atentos siempre a las cosas del cielo, merezcamos participar de su gloria. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén 


Misal Diario y Vesperal por Don Gaspar Lefebvre, O.S.B.

viernes, 9 de agosto de 2024

Bendita sea tu pureza



Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza. A Ti celestial princesa, Virgen Sagrada María, te ofrezco en este día, alma vida y corazón. Mírame con compasión, no me dejes, Madre mía. Amén.


domingo, 4 de agosto de 2024

La confianza en la protección de María Santísima - San Alfonso María de Ligorio

 


Quien me hallare, hallará la vida,
y alcanzará del Señor la salud.
(Pr. 8, 35)


PUNTO 1

¡Cuántas gracias debemos dar a la misericordia de Dios, exclama San Buenaventura, por habernos conseguido como abogada a la Virgen María, cuyas súplicas pueden alcanzarnos todas las mercedes que deseemos!...

¡Pecadores y hermanos míos!, aunque seamos culpables ante la divina justicia, y nos consideremos por nuestras maldades ya condenados al infierno, no desesperemos todavía. Acudamos a esta divina Madre, amparémonos bajo su manto, y Ella nos salvará. Exige de nosotros la resolución de mudar de vida. Formémosla, pues; confiemos verdaderamente en María Santísima, y Ella nos alcanzará la salvación... Porque María es abogada poderosa, abogada piadosísima, abogada que desea salvarnos a todos.

Consideremos, primeramente, que María es poderosa abogada, que todo lo puede con el soberano Juez, en provecho y beneficio de los que devotamente la sirven... Singular privilegio concedido por el mismo Juez, Hijo de la Virgen. “¡Es grande privilegio que María sea poderosísima para con su Hijo!”.

Afirma Gerson que la bienaventurada Virgen obtiene de Dios cuanto le pide con firme voluntad, y que como Reina manda a los ángeles para que iluminen, perfecciones y purifiquen a los devotos de Ella. Por eso la Iglesia, a fin de inspirarnos confianza en esta gran abogada nuestra, hace que la invoquemos con el nombre de Virgen poderosa: Virgo potens, ora pro nobis...

¿Y por qué es tan eficaz la protección de María Santísima? Porque es la Madre de Dios. Las oraciones de la Virgen María, dice San Antonino, siendo como es María Madre del Señor, son, en cierto modo, mandatos para Jesucristo; así no es posible que cuando ruega no alcance lo que pide.

San Gregorio, Arzobispo de Nicomedia, dice que el Redentor, para satisfacer la obligación que tiene con esta Santa Madre por haber recibido de Ella la naturaleza humana, concede cuanto María solicita. Y Teófilo, Obispo de Alejandría, escribe estas palabras: “Desea el Hijo que su Madre le ruegue, porque quiere otorgarle cuanto pida, para recompensar así el favor que de ella recibió”.

Con razón, pues, exclamaba el mártir San Metodio: “¡Alégrate y regocíjate, oh María, que lograste la ventura de tener por deudor al Hijo de quien todos somos deudores, porque cuanto tenemos es don suyo!...”.

Del mismo modo Cosme de Jerusalén repite que el auxilio de María es omnipotente, y lo confirma Ricardo de San Lorenzo, notando cuán justo es que la Madre participe del poder del Hijo, y que siendo Éste omnipotente, comunique a su Madre la omnipotencia. El Hijo es omnipotente por naturaleza; la Madre es omnipotente por gracia, de suerte que obtiene con sus oraciones cuanto desea, según aquel célebre verso: Quod Deus imperio, tu prece Virgo, potes. (Puedes, Virgen, con tus preces – lo que Dios con sus mandatos).

La misma doctrina consta en las Revelaciones de Santa Brígida (lib. 1, cap. 4). Oyó aquella Santa que Jesús decía a su bendita Madre que le pidiera cuanto quisiese, y que cualesquiera que fuesen sus peticiones, nunca rogaría en vano. Y el Señor manifestó el motivo de tal privilegio diciendo: “Nada me negaste nunca en la tierra; nada te negaré Yo en el Cielo”.

En resolución: no hay nadie, por malvado que sea, a quien María no pueda salvar con su intercesión... ¡Oh Madre de Dios!, exclama San Gregorio de Nicomedia, nada puede resistir a tu poder, porque tu Creador estima y aprecia tu gloria como si fuera suya... Vos, Señora, lo podéis todo, dice también San Pedro Damiano, puesto que aun a los desesperados podéis salvar.


AFECTOS Y SÚPLICAS

Amadísima Reina y Madre mía, diré con San Germán: “Vos sois omnipotente para salvar a los pecadores, y no necesitáis para con Dios de mayor encomio que el ser Madre de la verdadera Vida”. Así, pues, Señora, recurriendo a Vos, no puede todo el peso de mis pecados hacerme desconfiar de mi salvación.

Con vuestras súplicas alcanzáis cuanto queréis, y si rogáis por mí, ciertamente me salvaré. Orad, pues, por este miserable, diré como San Bernardo, ya que vuestro divino Hijo oye y concede todo lo que le pedís. Pecador soy, pero quiero enmendarme, y me complazco en ser vuestro siervo amantísimo. Indigno soy también de vuestra protección; mas bien sé que nunca desamparáis al que en Vos pone su esperanza. Podéis y queréis salvarme, y por eso confío en Vos...

Cuando vivía alejado de Dios y no pensaba en vuestra bondad, os acordabais Vos de mí y me alcanzasteis la gracia de enmendarme. ¡Cuánto más debo confiar en vuestra clemencia ahora que me consagro a vuestro servicio, y espero en Vos y a Vos me encomiendo!

¡Oh María!, rogad por mí y hacedme santo. Alcanzadme el don de la perseverancia y amor profundo a vuestro Hijo y a Vos misma. Os amo, Reina y Madre mía amabilísima, y espero que os amaré siempre. Amadme Vos también, y con vuestro amor, mudadme de pecador en santo.


PUNTO 2

Consideremos, en segundo lugar, que María es abogada tan clemente como poderosa, y que no sabe negar su protección a quien recurre a Ella. Fijos están sobre los justos los ojos del Señor, dice David. Mas esta Madre de misericordia, como decía Ricardo de San Lorenzo, tiene fijos los ojos, así en los justos como en los pecadores, a fin de que no caigan; y si hubieran caído, para ayudarlos a que se levanten.

Le parecía a San Buenaventura cuando contemplaba a la Virgen que miraba la misma misericordia, y San Bernardo nos exhorta a que en todas nuestras necesidades recurramos a esta poderosa abogada, que es en extremo dulce y benigna para cuantos se encomiendan a Ella.

Por eso la llamamos hermosa como la oliva. Quasi oliva va speciosa in campis (Ecl. 24, 19); pues así como de la oliva mana óleo suave, símbolo de piedad, así de la Virgen surgen gracias y mercedes que dispensa a todos los que se acogen a su amparo.

Bien decía, pues, Dionisio Cartusiano al llamarla abogada de los pecadores que en ella se refugian. ¡Oh Dios, qué dolor tendrá un cristiano que se condena al considerar que a tan poca costa pudiera haberse salvado acudiendo a esta Madre de misericordia, y que no lo puso por obra ni habrá ya tiempo de remediarlo!

La bienaventurada Virgen dijo a Santa Brígida (Rev. 1, 1, c. 6): “Me llaman Madre de misericordia, y en verdad lo soy, porque así lo ha dispuesto la clemencia de Dios...” Pues ¿quién nos ha dado tal abogada, que nos defienda, sino la misericordia divina, que a todos nos quiere salvar?... Desdichado será –añadió la Virgen..., eternamente desdichado, el que pudiendo acudir a Mí, que con todos soy tan piadosa y benigna, no quiere buscar mi auxilio y se condena”.

¿Tememos acaso, dice San Buenaventura, que nos niegue María el socorro que le pidamos?... No; que no sabe ni supo jamás mirar sin compasión y dejar sin auxilio a los desventurados que lo reclaman de Ella. No sabe, ni puede, porque fue destinada por Dios para ser reina y Madre de Misericordia, y como tal tiene que atender a los necesitados. Reina sois de misericordia, le dice San Bernardo; ¿y quiénes son los súbditos de la misericordia sino los miserables? Y luego el Santo, por humildad, añadía: “Puesto que sois, ¡oh Madre de Dios!, la Reina de la misericordia, mucho debéis atenderme a mí, que soy el más miserable de los pecadores”.
Con maternal solicitud, sin duda, librará de la muerte a sus hijos enfermos, pues la bondad y clemencia de María la convierten en Madre de todos los que sufren.

San Basilio la llama casa de salud, porque así como en los hospitales de enfermos pobres tiene más derecho a entrar el más necesitado, María, como dice aquel Santo, ha de acoger y cuidar con piedad más solícita y amorosa a los más grandes pecadores de todos los que a Ella recurren.

No dudaremos, pues, de la misericordia de María Santísima. Santa Brígida oyó que el Salvador decía a la Virgen: “Aun para el mismo diablo usarías de misericordia si la pidiese con humildad”. El soberbio Lucifer jamás se humillará; pero si se humillase ante esta soberana Señora y le pidiese auxilio, la intercesión de la Virgen le libraría del infierno.

Nuestro Señor con aquellas palabras nos dio a entender lo mismo que su amada Madre dijo luego a la Santa: que cuando un pecador, por muy grandes que sean sus culpas, se le encomienda sinceramente. Ella no atiende a los pecados de él, sino a la intención que le mueve; y si tiene buena voluntad de enmendarse, le acoge y sana de todos los males que le abruman: “Por mucho que el hombre haya pecado, si acude a Mí verdaderamente arrepentido, me apresuro a recibirle, no miro el número de sus culpas, sino el ánimo con que viene. Ni me desdeño de ungir y curar sus llagas, porque me llaman, y realmente soy, Madre de misericordia”.

Con verdad, pues, nos alienta San Buenaventura (In Sal. 8), diciendo: No desesperéis, pobres y extraviados pecadores; alzad los ojos a María y respirad, confiados en la piedad de esta buena Madre. Busquemos la gracia perdida, dice San Bernardo, y busquémosla por medio de María; que ese alto don, por nosotros perdido, añade Ricardo de San Lorenzo, María lo encontró, y a Ella, por tanto, debemos acudir para recuperarle.

Cuando al arcángel San Gabriel anunció a la Virgen la divina maternidad, le dijo: “No temas, María, porque hallaste gracia” (Lc. 1, 30). Mas si María, siempre llena de gracia, jamás estuvo privada de ella, ¿cómo dijo el ángel que la había hallado? A esto responde el cardenal Hugo que la Virgen no halló la gracia para sí, pero siempre la tuvo y disfrutó sino para nosotros, que la habíamos perdido; de donde infiere que debemos presentarnos a María Santísima y decirle: “Señora, los bienes han de ser restituidos a quien los perdió. Esa divina gracia que habéis hallado no es vuestra, porque Vos siempre la poseísteis; nuestra es, y por nuestras culpas la perdimos. A nosotros, Señora, debéis devolverla”. “Acudan, pues; acudan presurosos a la Virgen los pecadores que hubiesen perdido por sus culpas la gracia, y díganle sin miedo: devuélvenos el bien nuestro que hallaste...”


AFECTOS Y SÚPLICAS

He aquí a vuestros pies, ¡oh Madre de Dios!, a un pecador desdichado que, no una, sino muchas veces, voluntariamente, perdió la divina gracia que vuestro Hijo le había conquistado por su muerte. Con el alma llena de heridas y de llagas, a Vos acudo, Madre de misericordia. No me despreciéis al ver el estado en que me hallo; antes bien, miradme con más compasión y apresuraos a socorrerme. Atended a la esperanza que me inspiráis y no me abandonéis. No busco bienes terrenos, sino la gracia de Dios y el amor a vuestro divino Hijo.

Orad por mí, Madre mía; no ceséis de orar, que por vuestra intercesión, y en virtud de los méritos de Jesucristo, he de alcanzar la salvación. Y pues vuestro oficio es el de interceder por los pecadores, ejercedle para mí –como decía Santo Tomás de Villanueva–, encomendadme a Dios y defendedme. No hay causa, por desesperada que sea, que no se gane si Vos la defendéis. Sois esperanza de pecadores y esperanza mía... Nunca dejaré, Virgen Santa, de serviros y amaros y de acudir a Vos... No dejéis Vos de socorrerme, sobre todo cuando me veáis en peligro de perder nuevamente la gracia del Señor...

¡Oh María, excelsa Madre de Dios, tened misericordia de mí!


PUNTO 3

Consideremos en tercer lugar que María Santísima es abogada tan piadosa, que no sólo auxilia a los que recurren a Ella, sino que va buscando por sí misma a los desdichados para defenderlos y salvarlos.

Ved cómo nos llama a todos, con el fin de alentarnos a esperar toda suerte de bienes si a su protección nos acogemos. “En Mí toda esperanza de vida y de virtud. Venid a Mí todos” (Ecl. 24, 26). A todos nos llama, justos o pecadores, exclama el devoto Peibardo comentando ese texto. Anda el demonio alrededor de nosotros, buscando a quien devorar, dice San Pedro (1 P. 5, 8). Mas esta divina Madre, como dijo Bernardino de Bustos, va buscando siempre a quien puede salvar.

Es María Madre de misericordia, porque la piedad y clemencia con que nos atiende la obligan a compadecerse de nosotros y a tratar continuamente de salvarnos, como una cariñosa madre, que no podría ver a sus hijos en riesgo de perderse sin que se apresurase a socorrerlos.

Y, después de Jesucristo, ¿quién procura más cuidadosamente que Vos la salvación de nuestras almas?, dice San Germán. Y San Buenaventura añade que María se muestra tan solícita en socorrer a los miserables, que no parece sino que en esto se cifran sus más vivos deseos.

Ciertamente, auxilia a los que se le encomiendan, y a ninguno de ellos desampara. Tan benigna es, exclama el Idiota, que no rechaza a nadie. Mas esto no basta para satisfacer el corazón piadosísimo de María, dice Ricardo de San Víctor (In Cant. c. 23), sino que se adelanta a nuestras súplicas y nos ayuda antes que se lo roguemos. Y es tan misericordiosa, que allí donde ve miserias acude al instante, y no sabe mirar la necesidad de nadie sin darle auxilio.

Así procedía en su vida mortal, como nos lo prueba el suceso de las bodas de Caná de Galilea, donde apenas notó que faltaba el vino, sin esperar a que se le pidiese cosa alguna, y compadecida de la aflicción y afrenta de los esposos, rogó a su Hijo que los remediase, y le dijo (Jn. 2, 3): No tienen vino, alcanzando así del Señor que milagrosamente trocase en vino el agua.

Pues si tan grande era la piedad de María con los afligidos cuando estaba en este mundo, ciertamente, dice San Buenaventura, es mayor la misericordia con que nos socorre desde el Cielo, donde ve mejor nuestras miserias, y se compadece más de nosotros. Y si María, sin que se lo suplicasen, se mostró tan pronta a dar su auxilio, ¡cuánto más atenderá a los que le ruegan!...

No dejemos de acudir en todas nuestras necesidades a esta Madre divina, a quien siempre hallamos dispuesta para socorrer al que se lo suplica. Siempre la hallarás pronta a socorrerte, dice Ricardo de San Lorenzo; porque, como afirma Bernardino de Bustos, más desea la Virgen otorgarnos mercedes que nosotros mismos el recibirlas de Ella; de suerte que cuando recurrimos a María la hallamos seguramente llena de misericordia y de gracia.

Y es tan vivo ese deseo de favorecernos y salvarnos –dice San Buenaventura–, que se da por ofendida, no sólo de quien positivamente la injuria, sino también de los que no le piden amparo y protección; y, al contrario, seguramente, salva a cuantos se encomiendan a Ella con firme voluntad de enmendarse, por lo cual la llama el Santo Salud de los que la invocan.

Acudamos, pues, a esta excelsa Madre, y digámosle con San Buenaventura: In te, Domina speravi, non confundar in aeternum!... ¡Oh Madre de Dios, María Santísima, porque en Ti puse mi esperanza, espero que no he de condenarme!


AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh María!, a vuestros pies se postra pidiendo clemencia este mísero esclavo del infierno. Y aunque es cierto que no merezco bien ninguno, Vos sois Madre de misericordia, y la piedad se puede ejercitar con quien no la merece.

El mundo todo os llama esperanza y refugio de los pecadores, de suerte que Vos sois mi refugio y esperanza. Ovejuela extraviada soy; mas para salvar a esta oveja perdida vino del Cielo a la tierra el Verbo Eterno y se hizo vuestro Hijo, y quiere que yo acuda a Vos y que me socorráis con vuestras súplicas. Santa María, Mater Dei, oro pro nobis peccatóribus...

¡Oh excelsa Madre de Dios!, Tú, que ruegas por todos, ora también por mí. Di a tu divino Hijo que soy devoto tuyo y que Tú me proteges. Dile que en Ti puse mis esperanzas. Dile que me perdone, porque me pesa de todas las ofensas que le hice, y que me conceda la gracia de amarle de todo corazón. Dile, en suma, que me quieres salvar, pues Él concede cuanto le pides...

¡Oh María, mi esperanza y consuelo, en Ti confío! Ten piedad de mí.

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE
San Alfonso María de Ligorio